lunes, 29 de junio de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN PAISAJE DESLUMBRANTE




Querida Mariana: La mirada de las personas debe llenarse con luz, como si fuera un vaso de jocoatol que tomamos todas las mañanas.
Vos, por ejemplo, tenés la bendición de tener un cuarto en la planta alta de la casa y contar con una azotea que te permite ver los techos del caserío del pueblo, con sus árboles y con alguno que otro rotoplas panzón que jode la vista, pero podés mirás hacia el horizonte y tu mirada se llena de luz.
Mónica tiene la bendición de vivir en una casa que está construida en una lomita, a las afueras de su ciudad, le basta abrir la puerta de cristal de la sala para recibir el oleaje del viento que proviene del bosque que tiene al frente y sus ojos se llenan con las frondas y el vuelo de los pájaros y se posa, en la lejanía, en la sábana donde se acunan las casas de sus paisanos.
Leylani abre la puerta de su sala y camina sobre el césped y, a veinte pasos, mete sus pies en el agua tibia de la alberca y su mirada, igual que la mirada de Mónica, se llena con los árboles del parque que tiene a sus pies. La casa de Ley también está sobre una lomita. La diferencia de la casa de Mónica es que está en la periferia de la ciudad. La casa de Ley está inserta en el conglomerado de casas, pero tiene la bendición de estar construida en un altito y que al frente tiene un parque lleno de árboles.
Recuerdo que en un video acerca de la vida de Rosario Castellanos se ve que ella vivía, en la Ciudad de México, en una casa con tres pisos, casa que estaba ubicada frente al Bosque de Chapultepec. ¿Imaginás mayor bendición? El estudio de Rosario estaba en el tercer piso, abría la puerta y salía a una terraza que daba, exactamente, frente al bosque. Ella se acodaba y dejaba que su mirada, como pájaro, recogiera las semillas que, con el pico abierto, le demandaba su polluelo interior.
Ah, qué bendición. Vos sos consentida de Dios. No todo mundo posee la gracia de vivir en un espacio donde puede ver parte del pueblo. El maestro Óscar también tiene ese privilegio: cuando sube a su biblioteca, se asoma al ventanal y mira el valle donde descansa la Ciénega. Ah, sin duda que ahí pepena nubes e hilos de luz que luego vuelca en sus textos.
Tengo amigos que viven en la parte alta de la ciudad. Te he contado que Marco tiene una propiedad en lo alto del cerro, cerca de la Piedra de La Ametralladora, desde ahí domina todo el valle. El patio de su casa es como la proa de un enormísimo barco que, al estilo del navío de Peter Pan, navega entre nubes.
Los amigos que tienes sus casas en partes bajas o en casas de un solo piso han arreglado sitios y jardines bellísimos, para que sus miradas se llenen con rojos tulipán, con amarillos girasol, con blancos margarita y azules no me olvides.
Todos ustedes son consentidos de Dios. Yo también soy consentido de Dios, pero mi casa es pequeña, no tiene sitio, apenas, al frente, una cochera que, gracias a Dios, tiene las manos de mi madre y de mi Paty, porque si no fuera por ellas, que han improvisado un jardín lleno de helechos, orquídeas, suculentas, calanchoes, bromelias y lazo de amor, las paredes harían un paisaje triste. Por ello, debo levantar la vista, para llenarme con los azules, grises y blancos del cielo del pueblo. Para beber lo mejor de la vida no puedo mirar al frente, porque me topo con muros y los muros son la cárcel de la mirada, no la dejan volar en toda su plenitud. Salgo al breve espacio de la cochera y miro hacia arriba, siempre hacia arriba y encuentro figuras en las nubes, chuchitos, elefantes, leones y, de vez en vez, algún alacrán.
Por esto, sé que Dios me compensó con el don de la lectura. Mario Vargas Llosa dice que Borges escribió: “Muchas cosas he leído y pocas he vivido.” Yo no puedo competir con la capacidad lectora de Borges, que fue un hombre libresco, pero sí puedo decir que he leído algunas cosas y he vivido muchas, porque (vos lo sabés) casi no salgo de casa y pocos viajes he realizado, pero, desde mi silla, a la hora que tomo un libro, viajo y vivo cada una de las vidas que por ahí caminan. Siempre que abro un libro dejo de lado los muros de mi casa y me meto de lleno en esos espacios llenos de luz de otros paisajes, de otras calles, de otros cafés, de otras casas. Estoy en la mesa donde platican los personajes, en las camas donde retozan, en las orillas de los grandes ríos que caminan, en las playas de los mares generosos donde descansan. Vivo cada acto, vuelo con los vuelos de los escritores. Así compenso la brevedad de mi mirada en casa, que a cada rato se topa con muros. Mis ojos se llenan de puentes colgantes, de jardines llenos de fuentes y de árboles; mi mirada se extasía con el vuelo de tanta guacamaya en las selvas y se sorprende ante los abismos profundos de los fiordos, ante la belleza de la chica que se desnuda y entra al baño y se enjabona cada parte de su cuerpo. ¡Ah, qué bendición para mis ojos!
Posdata: Ahora agradezco a los dioses del arte por ese legado, por hincar en mi espíritu el don de la lectura. Parodiando a Borges digo: Pocas cosas he leído, pero he vivido muchas, porque el camino de mi vida es el camino de la lectura.