miércoles, 24 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA LÍNEA DE TIEMPO
Querida Mariana: El juego es muy conocido: ¿Qué hacías tal día, cuando sucedió tal cosa? Ayer releí el texto de introducción a los cuentos de Julio Cortázar, escrito por Mario Vargas Llosa. Mario escribió que 1967 fue el año donde vio juntos por última vez a Julio y a su esposa Aurora Bernárdez, porque, luego, a Julio se le calentó la cola y se separó de ella y fue a vivir con otra muchacha bonita, una que le gustaba el chupirul (Ugné Karvelis), y ¡así le fue! Con Aurora, dice Mario, todo era una complicidad genial, donde la literatura era la ventana más amplia, la más luminosa. Con Ugné, Julio la pasó mal.
Pero, digo que, cuando me enteré que en 1967, Julio, Mario y Aurora estuvieron juntos en Grecia, donde los tres oficiaban de traductores “en una conferencia internacional sobre algodón” y, en sus ratos libres cenaban en restaurantes frente a la Acrópolis, pensé que ese año yo tenía diez años, iba en quinto grado de primaria, en la escuela Fray Matías de Córdova, y mi mentor era el maestro Juanito Pérez, papá de la poeta Mirtha Luz Pérez Robledo; mi papá ya había construido la nueva casa, casa que estaba a cuadra y media de la escuela, por lo que yo salía de casa cinco minutos antes de la entrada a clases y llegaba a tiempo. Mientras Aurora, Julio y Mario platicaban de Edgar Allan Poe y de Marguerite Yourcenar, yo, en las tardes corría a la Proveedora Cultural, de don Rami Ruiz, y compraba las revistas de monitos de Memín Pingüín, de Kalimán, del Diamante Negro o Archie y, en casa, me sentaba en el piso del corredor, me reclinaba sobre una pared y, con el patio central frente a mi vista, leía con delectación. Eran tardes sublimes. Julio, Aurora y Mario estaban frente a estructuras de siglos, yo, más modesto, estaba frente al patio reciente de la casa reciente, donde había rosales y el cielo comiteco era un cielo blando, como de sábana recién lavada.
Te he contado que, luego de ser un lector apasionado de revistas de monitos, di el gran salto a la literatura.
En 1969, cuando Julio ya andaba con Ugné, yo corría (siempre ahí) a la Proveedora Cultural, que estaba en la llamada Manzana de la Discordia (frente al parque central) y compraba el ejemplar de la semana de la Biblioteca Básica Salvat. Recuerdo con gran precisión que el primer número de dicha colección fue “La tía Tula”, de Miguel de Unamuno. ¡Ah, qué deslumbre! Esa colección, que era de grandes tirajes a nivel mundial y, asimismo, de costo muy accesible, fue el detonante para que me convirtiera en el gran lector que soy.
Ahí conocí obras de Dostoievski, de Camilo José Cela, de Shakespeare, de Jonathan Swift, de Goethe, de Ana María Matute, de Julio Verne, de Cervantes (con el Licenciado Vidriera y otras novelas ejemplares), de Daniel Defoe (¡ah!, qué emoción recorrer cada página de Robinson Crusoe), de Tolstoi, de Chejov, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, de Pavese, de Virginia Woolf, de Borges, y de (¡sí!), Julio Cortázar y de Mario Vargas Llosa (mis amigas feministas protestarían en forma enardecida. Sí, las autoras publicadas en la Biblioteca Básica Salvat fueron escasísimas, contadas con los dedos de una mano, de una mano. ¿Por qué? Ah, no sé. La historia ya es vieja.)
En ese momento, yo no sabía que Mario, Julio y Aurora, años antes, se habían conocido en París y Julio había permitido que el joven Mario Vargas Llosa fuera un afecto cercano, porque Julio también fue escaso para relaciones de amistad; y Julio, Mario y Aurora se reunían en París, en la casa de la pareja y tomaban café y platicaban de los grandes autores que yo leía en el Comitán sacrosanto de los años sesenta.
Cuando Julio murió, en 1984, ya me había casado con mi Paty y teníamos a nuestros dos hijos: Alejandro y Fernando. Ya el maestro Jorge me había dado trabajo en el Colegio Mariano N. Ruiz e impartía la clase de dibujo a chicos de secundaria. Cuando caminaba con rumbo al trabajo, con rumbo al parque de San Sebastián, siempre llevaba un libro debajo del brazo. Mis horas libres las utilizaba en la lectura.
De lo que ahora te cuento, de este juego de qué hacía yo cuando tal suceso mundial ocurría, saco una hebra de hilo que es un hilo que siempre une a los escritores con los lectores: Ellos, como si jugaran con un gato (Cortázar fue amante de este animalito), nos sueltan un bollo de hilo, bollo que, nosotros los lectores, tomamos con nuestras manitas y desenrollamos felices. Al final, los otros, los que no son lectores, se enojan porque hacemos un desorden en el piso y dejamos tirada una serie de tallarines luminosos. Los no lectores, los que viven tranquilos sin acercarse a la lectura, no comprenden por qué los lectores necesitamos del libro como si fuera la fruta de la mañana, como si fuera la limonada de medio día, como si fuera la taza de café en la tarde, como si fuera el aire que infla el globo de nuestra vida.
Posdata: Vos podés jugar también este juego. En 2012, cuando murió Carlos Fuentes, ¿dónde andabas?, ¿qué hacías? Yo, el año de la muerte de Carlos había vuelto a Comitán, después de radicar en Puebla y… pero, bueno, esto, como diría Nana Goya, es otra historia.