viernes, 12 de junio de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA JUSTIFICACIÓN




Querida Mariana: Varios amigos me han preguntado si no me cansa escribirte a diario. ¡No! Por supuesto que no. ¿A poco se cansa la abeja? ¿Se cansa el árbol de durazno? ¿Se cansa el Sol? La vida es constante, no se detiene; una de las características de la vida es la constancia.
Por ahí comentan la persistencia de una gota de agua, gracias a su constancia puede hacer un hueco en la piedra. No es la fuerza sino la perseverancia.
Mis cartas, por supuesto, no pretenden abrir huecos, porque vos no sos piedra, no sos de piedra. Mis cartas tienen una pretensión más sencilla, ser un hilo que forme un bordado tan lleno de colores que, al final, sirva como un chal para los días de frío, que siempre llegan.
Mi mamá, te he platicado, conserva las cartas que le envío mi papá cuando eran novios, cuando ella vivía en la Ciudad de México y él en Comitán. Esas cartas están en una caja de zapatos, son como pétalos secos de flores que un día alegraron la mesa de centro de la sala. Ahí está la constancia de un tiempo. Con la letra casi perfecta de mi papá y la letra un poco tataratera de mi mamá hay un bordado que habla de una historia, de una vida compartida. A veces, como niño travieso, me siento en el piso y las leo y las releo. Uno nunca sabe quién aprovechará el fruto del árbol que sembró otro. La vida es un continuum, un avance firme, paso de soldado incansable.
Las cartas, aprendí en la secundaria, son de motivo variado. Hay cartas comerciales, dictaba la maestra, pero también hay cartas de afecto y en estas últimas hay cartas para los hermanos, para los padres, para los amigos y las que se envían las parejas. El grupo de amigos de la palomilla que fue a estudiar a la Ciudad de México recibía cartas de los amigos que quedaron en Comitán y viceversa. El puente que une dos orillas afectuosas se llama Viceversa. Con emoción esperábamos las cartas de Memo, de Javier y de Pedro; y ya ni te cuento la cara de los amigos de allá cuando recibían cartas de sus novias. A veces, una misiva era motivo para abrir una caguama y brindar por ellas (por las caguamas y por las muchachas bonitas.)
¿A poco se cansa el universo de seguir expandiéndose? ¿Se cansa la estrella de ser estrella? ¿A poco se cansa el Usumacinta de llevar agua? El Usumacinta ha sido río por siglos de siglos. Yo, apenas hilo de agua, no me canso de regar la planta de tus pies, para que de ahí broten flores.
No me canso de contarte del día que fui la Plaza de Garibaldi y me puse un poncho y abracé a los amigos y canté una de José Alfredo y tomé un trago a pico de botella y, a la hora que alcé la cara para dar el trago, miré el cielo contaminado de México y pensé en el cielo limpio de mi pueblo; no me canso de ser un mirón que abre el ventanillo que da a la calle, para contarte lo que ahí sucede: el paso de los peatones, los niños que corren detrás de sus madres. La vida pasa y alguien tiene que dar cuenta de los sucesos, alguien tiene que dar fe de los tiempos del tiempo.
¿Acaso se cansa el agricultor que, todos los días, siembra, limpia y levanta la cosecha? Cada acto del universo siembra una semilla todas las mañanas.
Soy un agricultor que, a diario, abre un hoyito para sembrar una espiga de esperanza (por favor, no vayás a malinterpretar ese “abrir hoyito para sembrar”, porque luego las mentes albureras se suben en la escalera.)
No me canso, no me cansaré de agradecer tu afecto; no me cansaré de agradecer la bendición de tu compañía. El destino me envió (entre otros) dos dones que resguardo como gentiles rayos de Sol, uno es el de ser escaso para las relaciones sociales; y el otro es el gusto por enviarte estas cartas. Así pues, yo, el escaso, tengo un puente lleno de luz que recorro a diario. Agradezco tu afecto, que, a pesar de la enorme diferencia de edades, riega esta planta sobreviviente de mil aguaceros, de mil granizadas, de dos o tres tormentas y uno que otro huracán.
No me cansa escribirte, porque cuando me tardo en enviarte la del día, vos me mandás un mensaje urgente, exigiendo las palabras que serán la ablución de tu mañana. Esta exigencia es un mensaje que indica que vos, con el mismo entusiasmo con que yo te envío mis palabras, las esperás, las recibís, te las untás en el espíritu y, a veces, en tu carita o en tu pecho o en tus muslos.
Me encanta saber que mis palabras son como el silbato del que vende los plátanos asados, son como la bicicleta donde subís para ir al parque, son como la tarde desgajándose en el campo, son como el calentito té de menta, como el arcoíris que matiza la lluvia fina.
No me canso de pepenar palabras en todos los espacios, las que dicen los jóvenes, las que avientan los viejos en los cafés, las que caminan en puntillas en los cuartos de motel, las que se trepan en los campanarios y vuelan como zanates, las que cuelgan de los árboles, las que lloran en los oratorios, las que bailan en las plazas públicas.
No me canso de escribirte. Es mi manera de comunicarme con el mundo, con tu mundo; es la mejor manera de decirte que me encanta tu vuelo de paloma (sin albur, por favor, sin albur). Me encanta tu humildad samaritana, tu risa de luciérnaga encendida, tu manto protector de noches incruentas, tu dedo que avanza, tu deseo que recula, tu pierna que entra al agua, el pie que da el salto.
Posdata: No me canso de estar en la ventana viendo cómo camina el mundo. Soy escaso para la convivencia social, pero soy un hombre pródigo en recibir los dones que, como frutos maduros, me ofrecen las manos de esa mujer maravillosa que se llama vida. ¡Salud, por siempre!