jueves, 25 de junio de 2020

CARTA A MARIANA, CON LO MISMO, PERO DIFERENTE




Querida Mariana: En mi carta de ayer te contaba que una noche de 1967, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Aurora Bernárdez, estaban en Grecia, mientras yo, en la tarde, estaba en Comitán. Y ahora resulta que, “un día de la lluviosa primavera de 1957”, el gran escritor Gabo, que en ese momento no era tan famoso como lo fue después, en el bulevar de Saint Michel, en París, reconoció al Ernest Hemingway, otro gran maestro de la literatura mundial. Gabo dice que Ernest paseaba al lado de su esposa.
Y entonces hice mi línea del tiempo y vi que, cuando Gabo miraba caminar a ese enormísimo barco, con velas desplegadas, yo nacía en el luminoso pueblo de Comitán, distante saber cuántos kilómetros, saber cuántas nubes, de la Ciudad Luz.
Gabo también caminaba por el bulevar. Gabo perseguía su sueño. En esa persecución te topó con uno de los grandes. ¿Imaginás el momento, tal como lo vemos ahora? En ese instante, en un bulevar de París coincidían dos de los grandes creadores de la literatura, uno más joven que el otro, pero con la misma cuerda. Gabo dice que cuando lo reconoció le saltó el conejo periodista y tuvo el impulso de entrevistarlo, pero, ay, Señor, Gabo no dominaba el inglés y dudó con el español de Ernest. No hizo más que poner sus manos como bocina y gritar: ¡maestro!, el maestro volvió la mirada y se despidió de Gabo y fue, digo yo, como si se despidiera del mundo.
Mientras tanto, yo tal vez hacía caca en el pañal de tela (que luego lavaría la sirvienta y pondría a secar en los lazos del sitio); o, tal vez, qué bendición, como becerrito estaba pegado a la teta de mi mamá y bebía el calostro que me ayudaría a no estar tan enclenque.
Ese París del cincuenta y siete seguía siendo la ciudad deslumbrante, la ciudad donde llegaban los artistas de todo el mundo (incluidos los de la moda, porque París era la meca del arte en general). El Comitán del cincuenta y siete era un pueblo igual de deslumbrante que París, sin la fama de aquella hermosísima ciudad. El deslumbre comiteco siempre ha sido modesto, muy de camisas en manga, comparado con las estolas y los fracs del entorno francés. El Comitán del cincuenta y siete era un pueblo con aromas de tenocté, de ciprés, de eucalipto y de huele de noche, ese Comitán fue el que me recibió el año de mi nacimiento. El París que caminaron Ernest y Gabo tenía el aroma del perfume francés, algo así como el Chanel, número 5, que ahora usan algunas comitecas de caché. Los comitecos se bañaban con jabón de bola, los franceses casi no se bañaban, por eso se echaban encima el frasco de perfume.
El Comitán de la primavera del cincuenta y siete no tenía las flores cuidadas del Jardín de Las Tullerías, con simétrico diseño; ¡no!, el Comitán del año en que nací era el desordenado amontonamiento de colores y aromas que crecían en arriates, delimitados por ladrillos de barro recocido, del barrio de Yalchivol.
No teníamos bulevares, las calles eran empedradas y eran transitadas por los caballos de los hacendados y por los burros que cargaban los barriles con agua de La Pila.
En la Ciudad Luz las noches eran promesa de vida en los cafés, en los bares, en los salones, en los teatros; Comitán, ciudad también luminosa durante el día, era promesa de sombra durante las noches. Las luces de este pueblo en el cincuenta y siete eran como culitos de mushcac (luciérnagas), los encargados del servicio prendían las lámparas a las seis de la tarde y la apagaban a las seis de la mañana, pero, en algunos barrios de la periferia, los quinqués daban más luz que los focos.
En 1957, Gabo ya había publicado cuentos y su novela “La hojarasca”, donde aparecen algunos valles y montañas del mítico Macondo, que brotaría después como volcán en su famosa novela “Cien años de soledad”.
¿Y Hemingway? ¡Ah, el viejo, que caminaba el París del cincuenta y siete, ya era una celebridad! Ya había ganado el Pulitzer y el Nobel de Literatura. Por eso, cuando Gabo lo vio caminar por el bulevar fijó el instante para conservarlo por siempre en su mente y en su corazón.
Ahora, a la distancia, nos maravillamos al ver que, en la primavera del cincuenta y siete, año de mi nacimiento, dos Nobel de Literatura coincidieron sin coincidir en un bulevar de París, y no coincidieron, porque Gabo se concretó a verlo de lejos. En ese lluvioso día, Gabo soñaba, pero no sabía que su sueño alcanzaría la altura que ya había logrado Ernest, quien estaba a escasos cuatro años de ponerse una escopeta en la boca y desmoronarse los sesos, los sesos que habían dado tantas historias perfectas.
Posdata: Vos, como lo dije ayer en mi carta, podés jugar también el juego de qué hacías el año que murió José Saramago, quien murió en 2010. En 2010, yo… pero no, no puedo seguir, porque, como diría Nana Goya, eso es otra historia.