martes, 2 de junio de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN HUECO




Querida Mariana: La leyenda cuenta que un famoso escritor de lengua española, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, pepenaba todos los papeles que hallaba en el piso. Así era su vocación por la lectura, leía hasta el mínimo mensaje del mínimo papel.
Los lectores (lo sabés bien, vos que sos una gran lectora) andamos pepepando palabras por todos lados. Leemos los mensajes en los parachoques de los autobuses, los mensajes en las paredes, en las hojas que pegan en los postes de luz, en las entradas y salidas de las estaciones de trenes y de autobuses. Leemos todos los letreros de los aeropuertos, los que están en las bibliotecas, en los restaurantes, en los cafés, en los mingitorios de las cantinas. Como si fuéramos gambusinos hallamos nuestras pepitas de oro en las palabras. Sabemos que todo comenzó con el Verbo, que lo existente debe ser nombrado para que tome consistencia.
Muchos científicos han hecho el experimento sencillo, casi bobo. Entramos al cubículo de un médico y él nos dice que nos sentemos y de pronto, sin que medie una advertencia, nos suelta una palabra: “Manzana”. Nosotros, de inmediato, sin defensas, formamos una imagen en nuestra mente. Aparece la manzana. ¡Claro!, dependiendo de nuestra personalidad, la manzana tendrá características especiales. No faltará quien imagine a Eva ofreciendo la manzana a Adán; no faltará el que imagine una manzana roja, de esas que pinta Martha Chapa; no faltará el que imagine la manzana que probó la Bella Durmiente; o el que imagine una manzana con un gusano. El experimento es casi simple, pero estoy seguro que ahora que vos leíste la palabra manzana también creaste la imagen en tu mente. No me estás preguntando, pero yo, cuando escucho la palabra manzana, pienso en un refresco de tal sabor, porque, en algún momento, mi papá abrió la botella y me dijo que ese era su refresco favorito. Estábamos en una fonda en San Cristóbal. Afuera estaba nublado, nosotros teníamos suéteres dobles.
Yo, como muchos otros, he sido un pepenador de palabras. Cuando estaba en la Ciudad de México me gustaba ir a la terminal del Metro, en Insurgentes. Ahí me sentaba en una especie de rotonda y escuchaba las palabras que empleaban los chavos de esos tiempos (años setenta). Eran palabras que se diferenciaban en mucho de las que usábamos en el pueblo, hasta la música era diferente.
Un lector experto, cuando acaricia a su pareja (del sexo que sea) le hace el amor a través de las palabras. Los cuerpos son como libros y los amantes, expertos, como si fuesen ciegos leen en braille. Repasan una y otra vez las palabras luminosas, leen con pasión. Descifran los mensajes secretos que, desde el origen, están inscritos en los labios, en las mejillas, en el cuello, en los brazos, en la entrepierna, en el dedo sublime del pie.
Los amantes, como los lectores, son pepenadores de prodigios, de mínimos milagros, de lámparas maravillosas que, con el frotamiento, logran hacer aparecer el genio.
Tal vez por esto, muchos amantes prefieren que hable el silencio, la saliva, la caricia, el gemido y el grito. La palabra, en el acto amoroso es una sombra luminosa que se vuelve muda, muda en niebla silenciosa.
Pero, ahora, querida mía, si viviera aquel famoso escritor, todo mundo le sugeriría que no levantara los papelitos en la calle; le sugeriría que nada levantara del suelo. Los expertos nos han explicado que este virus letal cae al piso y ahí se queda, esperando que alguien lo pepene. ¡Qué virus tan perverso! Sabe (sin saberlo) de la propensión humana a levantar objetos del piso; sabe que el tío Hermilo, quien murió de cirrosis, siempre terminaba tirado en el piso, levantando sueños rotos; sabe que los niños disfrutan el gateo; sabe que muchos urgidos amantes se tiran sobre el piso para hallar el cielo.
Posdata: Cuando le pregunté a mi tía Martha, cómo se había enamorado del tío Chante, ella torció la mirada como si fuera un pájaro sobre una rama y dijo que ella no dudó en que el tío la tomara (así dijo, tomar), porque su Chante no dormía en una cama, sino en una hamaca. Me dijo, con una sonrisa naranja, que era bueno que hubiese hombres que se elevaban del suelo y, como si fuera necesario, explicó que los demás hombres la habían tomado sobre camas que tenían las cuatro patas en el piso. Su Chante (fue el amor de su vida) tenía la hamaca colgada de las vigas, estaba por encima del piso. Me confesó que cuando terminaron el acto amoroso, él bajo un pie al piso y comenzó a mecerla y a cantarle una canción de cuna. Se sintió amada, se sintió feliz, supo que ningún otro hombre le haría sentir eso.