martes, 4 de agosto de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXVI)




Cualquiera diría que el patio es más importante que el traspatio. Sí y no. Los niños de mi generación (nací en 1957), que tuvieron el privilegio (casi todos) de vivir en una casa con lo que acá en Comitán llamamos sitio, votarían a favor del traspatio. El patio central era como el espacio de presentación, siempre estaba bien arreglado, cosa que no sucedía con el traspatio. Al traspatio sólo entraban los albañiles, los que llevaban el carbón o el agua en barriles, las mujeres que llegaban a lavar la ropa o a moler el cacao para hacer el chocolate; es decir, el traspatio era, como su nombre lo indica, el patio trasero. Pero, por lo mismo, era un espacio reservado. Los visitantes, los señores importantes, los que hacían los negocios o llegaban en plan amistoso a beber la cerveza con una botana, no iban al sitio. Ellos, los potentados, se quedaban en el patio, siempre inundado de luz, circundado por corredores con pilares de cedro, maceteros con orquídeas y helechos, llamados también colas de quetzal, y con pisos enladrillados, siempre exudando el aroma a barro recién lavado. Al sitio iban los que ya mencioné y los niños de la casa y los amigos. El sitio, entonces, se convertía en el patio de juegos, donde los apaches aparecían al lado de Tarzán y Chita; los niños trepaban a los árboles y cortaban jocotes o limas de pechito y hacían guerritas con las cáscaras.
Los de mi generación votarían a favor del sitio, del traspatio. Ahí, debajo de los tapescos con chayotes, se escondían con las primas, en el juego de las Escondidas. Lo más importante sucedía ahí. Incluso, en las noches, en el sitio aparecían “los aparecidos”. Mientras en el patio central la luz de los focos se derramaba generosa, en el sitio, la oscuridad apenas era rasgada por la luz de la luna ocasional, pero esta oscuridad era la que permitía acudir a las siete de la noche, antes de la cena, y sentarse en un trepechón a mirar las estrellas. El sitio era el lugar más íntimo de la casa, el espacio donde era posible comunicarse con el universo. Bastaba alargar la mano para sentir, en el aire, algo como una ventana que no se abría en ningún otro lugar de la casa.
En las mañanas había gallinas, conejos y, ocasionalmente, algún borrego que, ¡lástima!, lo engordaban para hacerlo barbacoa.
Ahí llegaban las chinitas a picotear lo que las gallinas dejaban; por ahí pasaban, como líneas hechas de viento, las lagartijas que trepaban en las bardas, bardas chimuelas, con ladrillos a punto de caer, llenos del verdín del moho, llenos de polvo, llenos de historia.
Las niñas jugaban matatena o cortaban hojas verdes para hacer las tortillas en el juego de la comidita, ahí (me contó el tío Antonio) Pedro le dio un repasón a la sirvienta que no estaba de mal ver. La reclinó contra el lavadero y le subió la falda. La sirvienta (de dieciocho o diecinueve años, no más) decía que no, movía la cabeza esquivando la boca de Pedro, que insistía en besarla, pero (contó el tío Antonio) cuando Pedro, ya molesto, ya fastidiado, casi agotado, por la refriega, suspendió el asedio, la sirvienta le dijo: “Vení pues, pero no vayás a decir nada”, y (contó el tío) le bajó el cierre de la bragueta.
Esto no podía haber sucedido en el patio central. ¡Jamás! El sitio era el lugar donde se escribían las historias más apasionantes, el lugar donde una noche me llevó mi mamá y me dijo: “Mirá, mirá” y yo miré hacia la inmensidad y vi una lluvia de estrellas. “Pedí un deseo”, dijo mi mamá, y yo, no experto en peticiones celestes, dije en voz alta: “Que Nico no se muera.” Nico era mi perro negro (mi mamá, a cada rato me asegura que nunca tuvimos perro en la casa.) Yo recuerdo que era un perro grande, tal vez labrador, y yo me subía sobre su lomo, como si fuera un caballo. Lo recuerdo. Asimismo, recuerdo que mi deseo fue cumplido, porque Nico no murió. Un día no lo hallé más en casa, pregunté y la sirvienta, Sara, no la que había estado con Pedro, me dijo que lo había visto en el zaguán, que había tratado de detenerlo, pero se miraba que él tenía otra misión que cumplir, volvió la mirada, ladró y corrió por la calle empedrada.
Sí, el Nico dormía bajo un techo de lámina que había en el sitio. Era imposible que su historia la escribiera en el patio central. Era imposible, porque las grandes historias, en los años sesenta, en Comitán, siempre se desarrollaron en los sitios.
Ahora, ¿en dónde juegan los niños? Ahora, que los sitios están casi desaparecidos; ahora, que las casas apenas tienen un cachito de patio en la parte delantera, y en la parte trasera un pedazo de tierra no más grande que un sello postal, que se llama patio de servicio, pregunto: ¿en dónde juegan los niños?, ¿en dónde escriben sus grandes historias?