martes, 11 de agosto de 2020

CARTA A MARIANA, POR ENCIMA DEL SUELO




Querida Mariana: Hay una compañía de avionetas que ofrece vuelos sobre la ciudad. ¿Has visto alguna fotografía a vista de pájaro? Los fotógrafos de los años sesenta trepaban a una avioneta y, como si fuesen equilibristas, hacían prodigios para regalarnos vistas aéreas. Ahora, con esos chunches tecnológicos que se llaman drones logramos tener imágenes inéditas. A mí me encantan esas fotografías tomadas desde arriba. Jamás, jamás, en nuestra vida podríamos tener esa forma de ver los pueblos, a menos que, ya lo dije, nos trepemos en un helicóptero o a una avioneta y le demos una vueltita a Comitán desde el aire.
El otro día vi una fotografía que subieron a redes sociales, tomada desde una avioneta. ¡Ah, qué imagen tan bella! Ahí se logra ver el templo del Calvario, el palacio municipal, el parque central, el templo de Santo Domingo, el Centro Cultural Rosario Castellanos, la techumbre del Teatro de la Ciudad y la de lo que fue el Cine Comitán y, a lo lejos, el templo de San Caralampio, con su imponente ceiba. La vista se desparrama con prodigalidad y llega hasta los terrenos de la Ciénega y la cadena montañosa que es como una bardita para este jardín comiteco. Ah, olvidaba decir que en la parte inferior de la fotografía aparece la casa de mi infancia, con su patio central que ahora está ocupado por un cuarto que ahí edificaron, y con el estacionamiento que funciona donde fue el sitio de la casa y que fue el lugar donde acudía para jugar a los carritos y a policías y ladrones cuando llegaban los amigos. Ahora llegó a mi mente una frase que decía con frecuencia: “El que a hierro mata a hierro muere”, la decía cuando tenía amarrado al delincuente y estaba a punto de darle su merecido. Sin duda que esta frase la retomé de alguna película que vi en el citado Cine Comitán. Porque el sitio de la casa se convertía en un set donde imitábamos lo que en el cine veíamos. Juan Carlos Gómez platica que cuando su mamá le indicaba que hiciera un mandado, él se trepaba a un caballo imaginario, y, como Hopalong Cassidy, cabalgaba hasta la tienda de la esquina. Lo mismo hacía yo con mis amigos, en el sitio de la casa, imitábamos a Tarzán o a Santo, el enmascarado de plata. El maestro Temo dice que, con su palomilla, hacía funciones de títeres en el sitio de la casa, eran funciones donde invitaban a los vecinos y cobraban la entrada. Mis amigos y yo sólo nos divertíamos, era parte del juego.
Vi la fotografía aérea y me sentí gaviota, papalote. Luego pensé que ese mismo privilegio tienen los ángeles, pero ahí sí reculé, supe que te botarías de la risa si comentara que me sentí ángel.
En realidad, el destino de los seres humanos es ser simplemente eso: hombres y mujeres con los pies en la tierra. Nuestro destino no pasa de ahí, ni somos ángeles, ni demonios. La tradición católica nos impuso la imagen que el territorio de los ángeles es el cielo y los dominios de los demonios son el subsuelo. El mundo de la bondad está definido por un ángel parado, casi levitando, sobre nubes; y el mundo de la maldad está signado por un demonio, con tridente, y cola de iguana parda, parado al lado de lagunas llenas de flamas. Por eso digo que nuestro destino no es ni el cielo ni el subsuelo, no pasamos del piso, del piso de tierra.
Por eso, cuando veo una fotografía aérea algo como un cachito de nube aparece en mi espíritu. Doy gracias al fotógrafo que se trepó al helicóptero o al fotógrafo que invirtió en un dron y que comparte ese ojo que, como ojo de ángel, levitó tantito y luego bajó para compartir lo visto, lo admirado, lo que nosotros, simples mortales, jamás lograríamos ver en condiciones normales.
Vi el parque central con su kiosco al centro, rodeado de árboles recortados en sus frondas como si fueran nenúfares sobre el agua del aire; vi la fachada amarilla del templo de El Calvario y, por la hora en que fue tomada la foto, la puerta estaba abierta para recibir los pasos de los fieles; vi el techo de lo que fue mi casa de infancia, la casa donde nací, donde crecí, donde dije esa frase que debe grabarse con letras de oro sobre el muro principal del cielo: “El que a hierro mata, a hierro muere.” El techo sigue siendo el mismo que la casa tuvo cuando viví ahí: láminas de zinc, que han resistido el paso del tiempo, láminas oxidadas, por el agua de tantas lluvias que ha recibido.
Posdata: ¡Ah!, vi el techo de dos aguas de lo que fue el Cine Comitán, y pensé que compraba un boleto, lo entregaba a la entrada, compraba una orden de tacos con doña Lola, que atendía la dulcería, me sentaba en una butaca de madera, pintada en color rojo, y veía una película de Superman que sobrevolaba Nueva York, mientras yo, niño comiteco, sobrevolaba mi pueblo y miraba el laberinto del terreno del Hotel Delfín que tiene dos accesos, uno frente a mi casa de infancia y otro frente al parque central, frente al árbol tallado.