martes, 18 de agosto de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA LIBRETA BAJO EL BRAZO




Querida Mariana: el próximo 24 de agosto de 2020 inicia el ciclo escolar. ¡Ah, recordé la emoción que tenía cuando, niño, iba a la escuela el primer día de clases! Esa emoción había sido alimentada días antes. Una mañana, mi papá me decía que en la tarde iríamos a comprar los útiles escolares. ¿Mirás qué palabra tan bella? ¡Útiles! Bien puesta, porque eran muy útiles para hacer la talacha adentro del salón. Una regla de treinta centímetros, de madera, para trazar líneas bien derechitas. Había que comprarla nueva, porque la del año pasado ya estaba toda carcomida, como si un gato hubiese afilado sus uñas, las aristas de la regla quedaban como rama de árbol comida por osos trepadores. ¿Y con qué trazar las líneas? Ah, pues con un lápiz. Este chunche maravilloso no sólo servía para trazar líneas rectas, sino también las curvas cuando dibujábamos un gato o un chuchito en clase de Ciencias Naturales. El lápiz exigía un sacapuntas, los había de plástico y unos bien bonitos de fierro, los primeros eran delicados y frágiles, los otros eran rotundos y servían para meter de coshquetazos a los compañeros abusivos. Pero el lápiz también exigía otro compañero: el borrador. Mi papá (siempre un hombre sabio y moderado) preguntaba si no bastaba con el borrador que traía integrado el lápiz en un extremo. No, le decía, el borrador del lápiz se acaba en el primer dictado. Mi papá me quedaba viendo como si pensara que era un niño tonto que tenía tres errores cada dos letras, pero cedía y pedía que incluyeran un borrador al paquete. Un borrador que tenía dos colores: uno rojo y otro azul. El mito decía que el rojo era para borrar los errores con lápiz y el azul para borrar los errores con pluma. Pucha, lo que hacía el azul era abrir un hoyo en la hoja, porque nunca eliminaba la tinta y sí rasgaba el papel.
Momento sublime era cuando comprábamos un compás, que, los maldosos usaban para picotear las nalgas de los compañeros que se sentaban adelante; pero que, cuando era bien empleado permitía hacer unos círculos tan perfectos que ningún planeta del universo los igualaba. Y digo esto, porque luego resultó que la tierra que dibujábamos bien circular, era, en realidad, un poco chiboluda.
Era feliz cuando acompañaba a mi papá a comprar mis útiles. Entrábamos a la Proveedora Cultural y saludábamos a don Rami Ruiz, quien, siempre, estaba sentado cerca de la entrada, al lado de la caja registradora, pendiente de atender con una sonrisa a todos los que entraban, personas grandes y chicas, potentados y modestos. Don Rami era parejo con todos, su cordialidad y bonhomía era una cuerda tan larga como la Vía Láctea.
Sí, la tradición era ir a la Proveedora Cultural. Mi recuerdo es de los años sesenta. Hace, ¿cuántos años? Cincuenta, ¡fácil! Y la Proveedora sigue. En los años setenta me tocó ser atendido por Carmelita, la hija de don Rami, y por don Alonso, esposo de Carmelita y ahora me toca ser atendido por Alonso, hijo de Carmelita y de don Alonso, y nieto del maravilloso hombre que fue don Rami.
Me encanta saber que la tradición continúa. Si ahora don Rami tuviera chance de asomarse tantito por la ventana de la eternidad y mirara a su nieto, sonreiría feliz al saber que la empresa que él fundó sigue avante. Qué hermosa tradición ir a esos lugares con tanta historia, lugares que continúan floreciendo gracias al cariño de sus propietarios y a la preferencia de su clientela.
Siempre que entro a la Proveedora me tomo tres segundos para decirme que ahí estuvo don Rami; que ahí estuve al lado de mi papá (claro, en el local antiguo, el que estaba en la manzana derruida); que ahí compré las primeras novelas que me injertaron el hermoso oficio de la lectura; que ahí adquirí mi primer Playboy, que escondí debajo del suéter y que llegué a leer (leer es un decir, llegué a mirar, a admirar) en el baño de la casa. Hago una pausa de pocos segundos para decirme que ahí escuché, por primera vez, la palabra cultural, y supe que ese negocio era más interesante que las carnicerías o que la agencia donde vendían carros. Hoy sé que cultura es todo lo que hace el hombre, incluido el corte de la carne de cuch y las llantas de una camioneta todo terreno, pero que algo de lo más excelso de ese árbol está hecho con lápices, papeles, reglas, borradores y compases.
Posdata: Sí, el compás servía para trazar círculos perfectos. Era como una A mayúscula con sus dos patitas abiertas. En una patita tenía un punzón (para picar nalgas) y en otra patita el lápiz para trazar el círculo. El maestro nos enseñó a poner un punto y en ese punto colocar el punzón, abrir la otra pata donde marcaba los tres centímetros y, con un giro como de bailarín de ballet, movíamos la mano y trazábamos la figura más perfecta de la geometría mundial.
Con la regla trazábamos líneas bien derechitas, con el compás trazábamos círculos perfectos. Los tiempos eran derechos y perfectos. Los alumnos acompañábamos a nuestros papás a comprar los útiles. Ellos, los papás, soltaban la paga, porque sabían que asistir a la escuela nos quitaría lo inútil.
Hoy es lo mismo. El 24 de agosto de 2020 inicia el nuevo ciclo escolar. Que Dios bendiga a los millones de alumnos mexicanos que, en modalidad inédita, acudirán a sus clases desde casa. No habrá clases presenciales, todo será por televisión, pero los alumnos necesitarán cuadernos, lápices, borradores, reglas de treinta centímetros, plumas y libros.
Si yo tuviera hijos pequeños o nietos, seguiría con la tradición, iría a la Proveedora, al entrar dedicaría dos segundos a bañarme de gloria y, al comprar el paquete, agregaría un compás, para que mis hijos o nietos dibujaran ¡círculos perfectos!
Que todo sea para bien de los miles de alumnos de Comitán, para bien de sus familias, para bien de nuestro pueblo, para bien de la patria. ¡Que vivan don Rami Ruiz y sus descendientes! ¡Que así sea!