sábado, 19 de diciembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON SILBIDOS Y CANTOS

Querida Mariana: ayer caí en la cuenta que no silbo. Lo supe porque leía “Registro. Mapa e inventario de uno mismo”, el libro más reciente de Federico Reyes Heroles, y hallé esto: “…simplemente voy caminando y de pronto me percato de que hace varios minutos vengo silbando.” Federico dice que el canto y el silbido proviene del alma, del alma que así se manifiesta. Mi papá siempre silbaba, silbaba a la hora que trabajaba, mientras hacía cuentas en su escritorio, o cuando regaba los claveles (su flor favorita) o cuando iba en su auto o cuando quería algo y yo estaba en el sitio. Él se paraba en la puerta y emitía el silbido que me correspondía. ¿Mirás? Mi papá había inventado un silbido especial para llamarme, tenía otro silbido para llamar a mi mamá. Mi jefe, el maestro Hugo, silba. A veces a mitad del patio veo que él se para en el dintel de su oficina y le silba a Fernando y éste escucha el silbido y sabe que el Rector solicita su presencia. Desde mi oficina veo que Fernando corre. Yo no silbo ni canto. Canté mucho, de niño lo hice, con gran emoción. Como se dice popularmente: No cantaba mal las rancheras. Me gustaba cantar. Si como Federico Reyes Heroles menciona el silbido y el canto son manifestaciones del alma, mi alma infantil se manifestaba como tiuca feliz. Ya no silbo y ya no canto. ¿Algo le pasó a mi alma? ¿Extravió esa cuerda divina? Cuando era niño tenía mis canciones favoritas. Mi tía Emelina me trajo un disco desde la Ciudad de México, era un disco pequeño de 45 revoluciones. Tenía sólo dos canciones, una de cada lado. En una cara estaba el Corrido del Caballo Blanco y en la otra cara el Pescado Nadador. No recuerdo quién interpretaba las dos canciones que escuchaba una y otra vez, hasta que las aprendí de memoria. “Señores, pido licencia / para cantarle a mi amor. / Y decirles lo que siente /el pescado nadador.” Ahora sé que la canción del Pescado Nadador la escribió Miguel Aceves Mejía y que la del Caballo Blanco la escribió el gran José Alfredo Jiménez. La canción del Caballo Blanco comienza así: “Este es el corrido del caballo blanco / que en un día domingo feliz arrancara, / iba con la mira de llegar al norte / habiendo salido de Guadalajara.” Por ahí leí que José Alfredo relata un viaje que hizo en auto; es decir, el caballo blanco, en realidad, fue un auto modelo 1957 (año de mi nacimiento). Asimismo, ahora llama mi atención la canción de Aceves Mejía, porque habla de un pescado nadador. Ah, ya estoy escuchando a mi maestro de Lexicología decir que era imposible que un pescado nadara, porque el pescado ya está muerto, en todo caso iría flotando. Sí, escucho la voz de mi maestro: “Los que nadan son los peces, ¡los peces!, los pescados no nadan, porque ya están muertos. ¿Capisci?” El capisci que usaba era una palabra italiana que más o menos significa ¿captas?, ¿entiendes? La imposibilidad de que el pescadito nadara era intrascendente, la trascendencia estaba en que yo cantaba. Ahora no canto. Cantaba y mi papá era feliz cuando lo hacía. A veces, llegaba el tío Manuel de visita, llegaba desde Huixtla, mi papá lo recibía y tomaban algunos tragos con botana en el comedor, ahí los escuchaba reír, carcajearse, brindar y, en algún momento, oía el silbido de mi papá. Yo corría a su lado. Él me subía a una silla y pedía que cantara, mi tío hacía silencio y yo, bien parado, cantaba: “Este es el corrido del caballo blanco…” Veía la cara de satisfacción de mi papá cuando el tío aplaudía y sacaba la cartera de su pantalón y me premiaba con un billete de cien pesos. ¡Cien pesos! Dios mío, era todo un capital. Mi papá, en ese tiempo, me daba diez pesos de domingo. El billete que me daba el tío Manuel Molinari significaba diez domingos. Ah, qué maravilla. Mi alma cantaba y esa manifestación divina hacía que alguien me diera dinero. Sí, así como le dan dinero a Luis Miguel cada vez que canta, yo ganaba dinero por cantar la del pescadito nadador y la del caballo blanco que un día domingo salió de Guadalajara. Algo se torció porque ahora ya no canto. Nunca hice lo que mi papá, jamás inventé un silbido especial para mis hijos. No tuve esa capacidad. Todavía seguí cantando en mi adolescencia. Lo hacía con la palomilla. Cuando íbamos al rancho del papá de Jorge, o al del papá de Quique o al del papá de Miguel tomábamos unos tragos frente a la fogata y Memo sacaba la guitarra y, abrazados, cantábamos: “Pueblo mío que estás en la colina / tendido como un viejo que se muere. / La pena, el abandono, son tu triste compañía. / Pueblo mío te dejo sin alegría.”, canción de José Feliciano. Y yo pensaba en Comitán, pueblo mío que está en la colina, pero luego decía que no, porque mi pueblo no estaba tendido como un viejo moribundo; ¡no! Estaba tendido para que el sol acariciara sus brazos y sus manos, sus afectuosas manos que nos acariciaban. Cuando estudié la preparatoria seguí cantando. Me inscribí con el maestro Beto Gómez, director de la Estudiantina y formé parte del coro y, con el uniforme que tenía una capa con cintas amarillas, me movía al ritmo del oleaje que los demás imprimían mientras las guitarras sonaban. Sí, ¡cantábamos! Ya te conté que una vez viajamos a Tuxtla Gutiérrez, a Casa de Gobierno, para cantar en el cumpleaños de la esposa de Manuel Velasco Suárez, el gobernador. Llegamos temprano, caminamos por un jardín bien cuidado, y la señora nos recibió en una estancia amplia. Ella se sentó frente a nosotros, como una reina, y nosotros le ofrecimos el repertorio, iniciamos, por supuesto, con las mañanitas. Al término, ella se paró, nos dio la mano a cada uno, nos felicitó y, Dios mío, pidió que la complaciéramos con una última canción: ¡Comitán! Uf. Cómo decirle que no la teníamos incluida en el repertorio. Ella pensó (con razón) que siendo una estudiantina comiteca sabíamos la canción pedida. ¡Con la pena! No la teníamos ensayada. ¡Ay, comitecos! Por fortuna, Ramiro Domínguez, excelso guitarrista dijo que se la ofrecería en concierto y Ramiro lavó nuestra honra que andaba ya por el suelo, por el suelo pulcro de Casa de Gobierno. Pero, luego algo pasó y dejé de cantar. Ahora pienso que no sólo yo quedé mudo. El pueblo también enmudeció. En el Comitán de los años sesenta, los compadres también tenían un silbido especial para decir ¡ya llegué! Se paraban frente al balcón de la casa del compadre y silbaban el clásico sonido y el compadre salía echo la mocha e iban a beber la cerveza en el Rincón Escondido, que no estaba escondido, porque se asomaba con sus chillantes colores a una cuadra del parque central. Sí, Comitán también silbaba y cantaba, cantaba mucho a la hora de hablar. Por eso el poeta dijo que cuando Comitán habla, no habla ¡canta! Pero hasta ese cantadito hemos extraviado. Ahora ya muchos hablan con el modo de hablar de los del centro de México. Dejamos de silbar y de cantar. Si le hacemos caso a Federico quiere decir que nuestra alma está rasgada, se ha quedado sin aire. Pocos silban, pocos cantan. Que la vida bendiga a todos los cantores, a todos los chifladores. A esta vida le hace falta el canto, el silbido. Recuerdo mucho a mi amigo René Silva. En la escuela lo molestábamos, los maldosos nos poníamos de acuerdo y cuando lo veíamos cruzar el patio le gritábamos: René ¡silba!, él se acercaba y uno de nosotros le decía: “Si no te llamamos, pendejo, te dijimos que silbaras, ¡silba!” Ah, qué jodones. Leí esa página en el libro de Reyes Heroles y supe que algo me sucedió, en algún momento. De niño yo cantaba, silbaba, era feliz. Mi papá silbaba y me alentaba para cantar. Todas las mañanas colocaba un disco con música de acordeón francés y, con la camisa arremangada, lo veía regar las plantas, mientras silbaba, le hacía compañía al acordeón. Ahora que escribo esto, mi niña bonita, digo que jamás he escuchado silbar a mi mamá. No. Ella sí canta, sigue cantando. Ahora, en tiempos de confinamiento, todas las tardes, a las cinco, sintoniza el canal de la televisión que transmite la misa y la oigo cantar: “Aleluya, aleluya, aleluya; aleluya, aleluya, aleluya…” Esto lo cantaba en misa de doce, en Santo Domingo, en compañía de cientos de fieles, antes de la pandemia. Ahora, ella, sola, lo canta en casa, sigue el canto de la misa. Mi madre sigue cantando. Sé que hay amigos que cantan y silban. No hablo de los cantantes profesionales, como el hijo de mi amigo Daladier, o como Lupita Guillén, la soprano. No, hablo de los que a la hora que caminan lo hacen silbando. Tengo un vecino que atiende una fonda y mientras arregla las mesas para recibir a los comensales ¡canta! Todas las mañanas canta. Posdata: ¿Vos cantás? ¿Silbás? A la hora que enjabonás tu cuerpecito ¿cantás debajo de la regadera? En una ocasión, mi papá realizó un viaje a la Ciudad de México y yo le pedí que me trajera un disco de Los Beatles. Cuando regresó, al abrir su maleta me entregó lo que le había pedido. Rasgué el plástico del forro y puse el disco en la consola y canté: “She loves you, yeah, yeah, yeah”, y, mientras cantaba, movía mis brazos y piernas: She loves you, yeah, yeah, yeah. Mi alma cantaba, y lo hacía en inglés o en español cuando cantaba la del pescadito nadador. ¡La gran pucha, mi alma era bilingüe! Miento, era trilingüe, porque, a veces, cuando mi papá ponía un disco con música francesa, yo me sentaba en una silla de mimbre y cantaba: “…je vois la vie en rose”. Ah, qué alma tan sublime. ¿Qué pasó? No lo sé. Ya no canto. De aquel chorro de alma, sólo quedó un chisguete.