viernes, 4 de diciembre de 2020

CARTA A MARIANA, EN LOS AÑOS SESENTA

Querida Mariana: no sé quién cambió, si fue la realidad o fui yo. En mis años de infancia lo peor ocurría en la pantalla cinematográfica y lo mejor estaba del lado de acá, del lado donde estaba mi papá, mi mamá, la madrina Elenita, el patio lleno de plantas y el sitio donde estaban los conejos. Claro, en el sitio de la casa había un gallo blanco que me perseguía y me picoteaba; claro, en la casa de tía Juanita había un estanque con poca profundidad donde caí y me mojé; pero, en compensación, en casa de tía Juanita había un espacio sembrado con cartuchos (alcatraces). Ah, era una delicia entrar a ese espacio y brincar los canales donde corría un agua cristalina, sembradío que era atendido por el leal Chepito, quien, antes de comenzar su trabajo, pedía su café con pan, y a las doce se sentaba en una orilla y tomaba su pozol; en compensación, el sitio de la casa, una vez encerrado el pinche gallo, a la hora de mis juegos se transformaba en desierto (si me topaba con Rommel trepado en uno de esos tanques alemanes que eran orugas bestiales) o se convertía en selva (si jugaba a ser Tarzán, con un cuchillo en el cinto) o bosque encantado (si veía que el árbol de aguacate abría sus ramas como si fueran brazos de un monstruo gigantesco, con un ojo en medio del tronco, como si fuese un cíclope). Ah, los sitios y patios y las calles y los parques de Comitán eran espacios geniales para todos. Los niños corrían, las niñas saltaban la cuerda, todos pedaleaban sus bicicletas o triciclos, soltaban papalotes en el cielo, jugaban fútbol con una pelota de trapo que levantaba el grito de ¡gol! cuando pasaba por en medio de dos piedras. A mí me encantaba ir al cine, iba al Cine Comitán a ver películas mexicanas o al Cine Montebello donde exhibían películas extranjeras, gringas, sobre todo. La línea fronteriza estaba bien delimitada, era como los límites entre uno y otro país. El cine era otro país, un país de sueño y de ensueño y ahí sucedía lo peor. Claro, también, por la bendita compensación, había escenas bellas de barcos recorriendo los ríos de Brasil, góndolas en las avenidas húmedas de Venecia, autos simpáticos en las avenidas de París, camiones rojos de doble piso en Londres. Sí, también había escenas donde los amantes se besaban y, en la oscuridad, buscaban sus cositas que los calentaba; sí, también, para compensar la violencia, había padres que jugaban con sus hijos, que oraban antes de partir el pan, que iban al mar y corrían por la playa jugando con el vuelo de las gaviotas; había historias con dibujos animados donde todos llorábamos porque moría la mamá del ciervo Bambi. ¡Qué historia tan cruel! ¿Acaso no sabían que esas películas las veíamos los niños? Sí, lo sabían. Por eso, nosotros aprendimos que ahí, en la pantalla estaba el mundo violento. Acá también lloré la muerte de mi conejo y lloré cuando tío Guillermo me preguntó, en su rancho, si quería tener ese pájaro azul que se veía en un árbol y dije que sí y no pude impedir que el tío levantara su escopeta, apuntara y se escuchara un estruendo al tiempo que el pájaro caía muerto sobre la juncia seca. ¡No! Yo quería tener ese pájaro azul, pero vivo. No soporté el instante donde el muchacho del rancho regresó con el pájaro muerto y quiso ponerlo en mis manos. Decía: es tuyo, agarralo. No, no era mío. ¿Para qué quería un pájaro muerto? El tío Guillermo dijo que mandaría a disecarlo con un taxidermista del pueblo. Tal vez fue ahí cuando comencé a confundir la línea divisoria. Hasta antes de ese instante todo lo malo sucedía en la pantalla del cine, ahí estaban los marcianos y los vampiros, ahí los delincuentes y las prostitutas, ahí los mafiosos con sombrero, traje y corbata. Ahí, en la pantalla, morían las personas, quedaban tiradas en las calles alumbradas por una miserable lámpara en la esquina del prostíbulo. Ahí, sólo ahí, se escuchaban las sirenas de los autos policiales. En casa todo era apacible, ahí los sonidos nacían en las gargantas de los cenzontles, de los loros, de las gallinas y de las chinitas. En casa sólo aparecía el silbido afectuoso de mi papá y la voz tierna de mi madre llamándome a cenar. En casa sólo aparecía el sonido de la consola donde mi papá ponía discos con música de acordeón francés, que tanto le gustaba. En casa no había muertos. Lo feo, lo violento, lo grotesco estaba en la otra frontera, frontera a la que acudía con frecuencia, porque disfrutaba ver mi inmunidad, esa mierda no me tocaba. Me emocionaba a la hora que Santo, el enmascarado de Plata, mataba a las mujeres vampiro. La muerte de los malos era consecuencia lógica del camino equivocado. La justicia debía eliminar a los malos, para que la vida, la del lado de allá, fuera la misma que teníamos en el pueblo. Posdata: No sé en qué momento esa línea se borró. No sé, lo juro, si el cambio se dio en mí o en la realidad que me circunda. ¿En qué momento lo malo que ocurría en el cine, como baba se escurrió de la pantalla e inundó las calles de este lado? Ahora, los sonidos, la peste, la oscuridad de los llamados mundos bajos del cine, afloraron a la superficie y las calles y plazas del pueblo están llenos de esa sustancia pestilente.