lunes, 28 de diciembre de 2020

CARTA A MARIANA, EN MEDIO DEL CONFINAMIENTO

Querida Mariana: en el 2020 pronunciamos palabras que no estaban en nuestro diccionario de todos los días. En el 2019 nadie pronunciaba Coronavirus ni Covid-19, y el término pandemia sólo era dicha en congresos médicos o en novelas o en películas apocalípticas. De pronto, la realidad nos introdujo estas palabras y muchas más en la mente y las pronunciamos durante todo el año. Muchos las dijeron con temor, otros las pronunciaron con ira y no faltaron los que bromearon con ellas. De todo hay en la Viña del Señor. Pero no sólo llegaron palabras, también actitudes. Las autoridades sanitarias nos dijeron que para evitar contagios debíamos, en forma frecuente, lavarnos las manos con agua y jabón, debíamos evitar llevarnos las manos a las caras y mantener una sana distancia, pero, sobre todo, si podíamos, había que confinarnos en casa. La palabra confinamiento la pronunciamos a cada rato y muchos entramos a vivir la realidad de evitar la calle, en lo posible. Muchos comitecos permanecieron en sus casas; muchos continúan en confinamiento. Ha sido una realidad compleja. Pero, ayer recordé que, en el verano de 2016, en una edición de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, apareció mi novela breve “El día que Julio Cortázar llegó a Chiapas” y ahí hay un personaje que, tal vez, es el comiteco que más tiempo ha permanecido en confinamiento, en un confinamiento voluntario. Don Caralampio Guillén Alcocer permanece confinado en su casa desde que era un chiquitío hasta la edad de cuarenta y nueve, momento en que se mete en una gran aventura: viajar a Buenos Aires y a París. ¿Lo imaginás? Un comiteco que jamás había salido a la calle, que siempre había permanecido en su casa, de pronto, sale a la calle y no sólo eso, sino que trepa a aviones y viaja a Europa y luego a Sudamérica, lo hace en busca de Julio Cortázar, un joven pintor mexicano, homónimo del famoso escritor. El hilo que une esta historia está amarrado con un cuento genial de Julito que se llama “El otro cielo”. En el cuento de Julio hay un personaje que lleva una vida anodina en Buenos Aires, vive con su mamá y tiene una novia. A veces sale a caminar y le encanta hacerlo por el Pasaje Güemes. En ocasiones (acá la palabra pasaje dice más de lo que dice), cuando viene a ver, ya no camina en el Pasaje Güemes, de Buenos Aires, sino en la Galería Vivienne, de París. ¡Ah, genial! Bueno, mi novelita, entonces, cuenta la historia de don Caralampio que, cuando crece, abre un café en su casa y ahí, un día, llega el pintor Julio Cortázar y lleva un libro de su tocayo, el famoso escritor, libro donde, por supuesto, está el cuento de El otro cielo. Y bueno, por ahí se va la historia, historia que ahora sintetizo. No sólo en época de pandemia ha habido comitecos confinados. ¡No! Como en cualquier lugar del mundo, en nuestra ciudad, han existido personajes que han permanecido en sus casas, sin salir a la calle, por diversos motivos. Algunos por enfermedad, otros porque se han escondido de la justicia, otros porque son borrachos consuetudinarios y sus familiares no les permiten salir, los mantienen en cautiverio, ahí les dan su pachita todos los días y así mueren. Sí, hubo épocas donde niños que tenían síndrome de Down los recluían y no salían jamás de sus hogares. Por fortuna, estos últimos casos ya no se dan con la frecuencia de antes, ahora, niños discapacitados acuden a las escuelas y conviven con otros niños (bueno, convivían, antes de la pandemia.) Don Caralampio, el personaje de mi novelilla, dice que su mamá se dio cuenta, cuando lo cargaba en brazos, que en casa el niño era feliz, cuando le daba el aire de la calle se ponía a llorar; al regreso a casa sosegaba y sonreía como iluminado. Cuando cumplió tres años de edad, como a todos los niños, lo llevaron al kínder. El primer día fue desastroso, regresó a casa y no volvió a salir sino ya con cuarenta y nueve años de edad. ¿Mirás? Permaneció confinado ¡cuarenta y seis años!, siendo feliz, muy feliz. ¿En dónde aprendió las leyes de la vida? No lo hizo en la calle, sino en el cine. Se volvió adicto a ver películas mexicanas. De hecho, su café se llama “Los olvidados”, como un homenaje a esa maravillosa película de Luis Buñuel. De niño, en las mañanas, ayudaba a su papá en la carpintería, y en las tardes su mamá le enseñó a leer y escribir. Don Caralampio es un gran cinéfilo, casi no lee. Decidió que su vida sería ver cine, todo el cine mexicano. Posdata: ¿Quién es el comiteco que ha permanecido confinado en su casa más tiempo, y que, además, lo ha hecho con una gran felicidad? Don Caralampio Guillén Alcocer, propietario del café “Los olvidados”, quien, un buen día, sale a las calles comitecas, trepa a un auto, viaja al aeropuerto chiapaneco y, en avión, llega a París y ahí toma otro avión y vuela directamente a Buenos Aires, Argentina. ¡Ah! Sí, don Caralampio se mueve en esas dos ciudades como pez en el agua, nadie podría pensar que durante cuarenta y seis años no salió a la calle. El conocimiento del mundo lo logró a través de ver cientos de películas mexicanas, una y otra vez.