lunes, 21 de diciembre de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DE ACEPTADOS Y CORRIDOS

Querida Mariana: ¿por qué el corrido se llama corrido? Ah, no sé. Pero recuerdo que en una ocasión, Emiliano, como respuesta a la pregunta de por qué no seguía en la universidad, dijo que lo habían corrido, dijo: “Fui corrido”. Andrés, siempre muy sagaz, dijo: “¿Fuiste corrido? Bueno, yo, de joven, fui vals, pero ahora soy bolero.” Todos reímos, menos Emiliano. Siempre me llama la atención la posibilidad de juego con el lenguaje, juego sencillo, como el que jugó Andrés o el más complejo que juegan los albureros. La palabra es una fuente inagotable, de su pozo obtenemos agua para calmar la sed. Los poetas, ¡Dios los bendiga siempre!, no hacen más que jugar con las palabras. Claro, su juego no es tan sencillo como un mero juego de matatena, ¡no!, ellos juegan como si lo hicieran frente a un tablero de ajedrez, su juego es más sublime, por eso, cuando leemos un poema, escrito por un verdadero poeta, nuestro espíritu levita, nuestros pies dejan tantito el piso y son mariposas volando sobre flores. ¡Ah, el jardín de las palabras! Hay personas que son como colibríes que hacen la labor de polinizar el jardín, para que el lenguaje crezca como crecen las Esperanzas, las Famas y los Cronopios, de Cortázar. El buen Julito era un juguetón de palabras, no por algo inventó el glíglico, que era un lenguaje cachondón y simpático con el que los amantes se comunican en un código que sólo ellos pueden descifrar. Los que saben dicen que el corrido es hijo del romance español. ¿Mirás? Eso sí lo aprendí en la universidad, los maestros (sobre todo el maestro Pepe, experto en estas vainas literarias) explicaban que la métrica del corrido es octosílaba: “…pero habrá estrellas y flores / y suspiros y esperanzas…” Esto es fragmento de un romance escrito por Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura. Si querés podés cantar los dos versos al ritmo del corrido de La Cucaracha: “…ya se van los carrancistas / ya se van por el alambre…” ¡La misma métrica! ¡Genial! ¡Ah, la genialidad de la palabra! Hay personas que escuchan una palabra y encuentran otros caminos. Emiliano dijo que fue corrido y Andrés jugó: “Ah, pues yo fui vals y ahora soy bolero” ¡Genial! Y el juego pudo continuar con los ritmos de ambos géneros musicales o con la palabra bolero, que aparte de nombrar canciones como esa que dice: “Adoro la calle en que nos vimos / la noche cuando nos conocimos…”, nombra al que limpia zapatos. El bolero “Adoro” es creación del genial yucateco: Armando Manzanero. No sé si el apellido de don Armando proviene del que come muchas manzanas, porque el término manzanero se aplica, sobre todo, a los animales que tienen a las manzanas como su fruto predilecto. El nombre de Manzanero también se presta al juego porque es como el gerundio de armar. Los que se llaman Armando siempre son objeto de bromas: Armando broncas, Armando líos… El lenguaje da posibilidades infinitas. Por eso, algunos lectores dicen que los poetas verdaderos escriben Poe-más y los jodiditos escriben Poe-menos. El gran poeta Efraín Huerta era un gran juguetón de la palabra. Escribió unos Poemínimos geniales. Acá va uno: “Por ahora / no puedo ir / a San Miguel / de Allende. / No tengo / ni para / el / paisaje.” ¡Qué genialidad! Lo que hace la diferencia es la última palabra, la que cierra algo que, de común y soso, abre una ventana luminosa. Sé que te quedaste con ganas de más. Acá va otro del gran Cocodrilo: “Como / buena / oveja / descarriada / que soy / me vendo / bien / al mejor / pastor.” ¡Ah, la palabra, abra cadabra! ¿Imaginás lo que piensan los españoles cuando un mexicano los invita a cenar tacos “al pastor”? El lenguaje es maravilloso. Acá en Comitán, uno de los guisos más exquisitos es uno que se llama “Olla podrida” Pucha, sólo a nosotros se nos pudo ocurrir incluir la palabra “podrida” en un alimento. Cualquier bon vivant pondría cara de Ish al oír dicha palabra, pero su rostro adquiriría sonrisa de mazapán al degustar ese guiso. Posdata: el tío Cicerón, en paz descanse, también era juguetón. Cuando alguien estaba frente a él, en el billar, se acodaba en el mostrador, y decía: “Decime una palabra”, el otro respondía: “Casa”. El tío somataba el mostrador con su puño, en actuación genial: “¡Qué pendejo sos! ¿No oíste lo que te pedí? “Decime: una palabra.”, y soltaba la carcajada. Sí, mi niña, había algunos que no entendían el juego y preguntaban: “Pero qué clase de palabra” y el tío volvía a somatar el mostrador y repetía la instrucción, ya cambiándole: “Te estoy pidiendo que digás: ¡U-na pa-la-bra! A ver repetí: U-na pa-la-bra, y soltaba la carcajada.