lunes, 26 de junio de 2023

CARTA A MARIANA, CON IMÁGENES DISTINTAS

Querida Mariana: en el trabajo y en casa escribo al lado de ventanas. Las imágenes son diferentes. Siempre lo son. Quien está en un departamento ve espacios distintos al que está en un rancho o en una residencia en medio de un jardín. La ventana de mi casa da a la pequeña cochera y a la puerta de calle, sólo veo mi tsurito y el pequeño jardín que han logrado la pasión de mi mamá y el afecto de Paty. Esto hace que vea mariposas, pájaros y colibríes. Mi vista y espíritu se llenan de luz cuando aparece un colibrí. También veo a la perrita (La Pigo) y al gatito (Félix); veo paredes un poco destartaladas y un fragmento de cielo. En realidad, el cielo es el elemento que siempre está presente en todas las ventanas, incluso en las escenas de cárceles que veo en el cine, a través de pequeños hoyancos aparece el cielo. La ventana de mi oficina da a un corredor con dos pasillos, tablones de césped y arbolitos chaparros, en los pasillos caminan los chicos y chicas estudiantes, los veo y escucho. Esta imagen me seduce, me llena de vida. Muchos años de mi vida (muchísimos, más de la mitad de mi vida) la he pasado al lado de muchachos. He sido testigo presencial de los cambios del mundo, a través del comportamiento de ellos. El mundo va cambiando a medida que los chicos y chicas cambian. Ramiro me dijo un día que el cambio más radical se puede dar en el aula, los estudiantes son materia moldeable. Bueno, eso fue lo que me dijo hace más de veinte años. Ramiro no sabe bien a bien que los chicos de hoy no reciben los mensajes de los cercanos; digo que los maestros y los padres de familia tienen una labor difícil ante lo que la sociedad mercantilista injerta en los cerebros de los jóvenes. Cuando escribo ante la ventana, en el colegio, veo a chicos y chicas que, a distancia, parecerían diferenciarse en poco a los de mi generación a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Pero si pongo atención veo grandes diferencias. Platican, bromean, se empujan, ríen, como lo hicimos los de mi generación, pero sus temas están en el otro extremo de las pláticas sencillas que teníamos nosotros. En nuestros tiempos se hablaba de violencia muy de vez en vez, el tema se circunscribía a sucesos menores; hoy, hasta en las letras de canciones aparece una violencia exacerbada. Los chicos y chicas escuchan música con letras que son apología de la violencia. El otro día escuché que un chico decía que él, de grande, se dedicaría a un negocio ilícito. Los de mi generación jamás deseamos algo que ahora es un tema común entre chavos. Nosotros quisimos ser futbolistas, actores de cine, actrices, bomberos, sacerdotes, ingenieros, modelos de portadas de revistas famosas, doctoras, arquitectos, abogados, patinadoras; es decir, siempre soñamos con actividades profesionales lícitas. Vimos películas norteamericanas de gánsteres, en blanco y negro, pero jamás alguien soñó con ser el Padrino, de la mafia italiana. Sigo llenándome de gozo cuando escribo al lado de la ventana, porque la presencia de la vida me da una transfusión luminosa. Los chicos y chicas caminan cerca de mí, pero siempre lo hacen del otro lado del cristal (no falta el travieso que se agacha y toca el cristal para asustarme, como cuando nosotros tocábamos el timbre de una casa y salíamos corriendo). Siempre me han seducido las ventanas, tanto las de casas donde he vivido como las de casas ajenas. Cuando iba en el camión, sobre Insurgentes, a la UNAM, me fascinaba ver lo que hacían en los departamentos de los edificios, a las seis de la mañana las luces estaban prendidas y veía el trajín que en cada espacio se desarrollaba, la mamá preparando el desayuno, los chicos colocando los cuadernos en las mochilas y los papás anudándose las corbatas para bajar con el portafolios a tomar el autobús. Ellos veían lo que sucedía en la calle, me veían, me ignoraban, pero ahí estaba mi presencia. Me gustan las ventanas, porque permiten una cierta intimidad, el otro o la otra pueden ver y escuchar, pero no pueden invadir el espacio personal. Hay una complicidad casi perfecta: estamos, pero no estamos; somos, pero no somos. Los chicos y chicas están en su mundo y, gracias a la ventana, puedo hurgar tantito en sus vidas. Ellos también ven a un viejo sentado ante una computadora, moviendo los dedos en forma ágil sobre un teclado. No sé qué piensan ellos de mí. No importa. Lo que realmente importa es qué piensan ellos de ellos mismos. No lo saben. Muchos caminan encorvados, viendo su celular. ¿Qué ven? Lo que ven los demás millones de chavos en el mundo. Hace días comentaron en la televisión que en Estados Unidos de Norteamérica, en una evaluación nacional de Education Now, los chicos y chicas de high school (que es más o menos nuestro nivel de secundaria) mostraron niveles bajísimos en comprensión lectora y en resolución de problemas matemáticos. ¡Ay, padre, si así están en una sociedad de primer mundo, ya ni te cuento cómo andamos por estos patios de tercer mundo! Posdata: los chicos y chicas de hoy ignoran muchas advertencias de los maestros o de sus papás. Como siempre ha sido en la historia de la humanidad, la juventud sigue las indicaciones de la otra gente, la que no está en el círculo cercano. Esto lo saben los publicistas del mundo, por eso llenan con basura los cerebros casi pulcros. La vida aletea frente a mí, pasa a mi lado. Soy un afortunado mirador de lo que es el mundo actual. Desde mi pequeña burbuja veo cómo la esfera se infla, cómo se agrieta. ¡Tzatz Comitán!