jueves, 20 de marzo de 2025
CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO HELADO
Querida Mariana: ayer pensé en el nevero. Nadie en especial. Lo hice porque recordé que en la primaria tuvimos un compañero que le decíamos “Chepe nieves”. En un libro vi la imagen del famoso Yeti, el abominable hombre de las nieves. Inocente pensé que Chepe era pariente del Yeti. ¿Abominable? Chepe era lo contrario, un pan de dulce, era un niño bueno. Luego me enteré que a Chepe le decían así porque su papá hacía y vendía nieve en el parque. Un día que no hubo clases vi a Chepe al lado de su papá, al lado de un carrito de madera que se sostenía en dos patas y dos llantas. Era un invento genial. Me acerqué, lo saludé y él me preguntó de qué sabor quería la nieve: ¿de coco o de vainilla? Cuando hizo la pregunta, antes que yo respondiera, le dijo a su papá, que llevaba un sombrero blanco, que yo era Molinari, hijo del señor que vende la Coca Cola. Don Augusto, dijo el nevero. Mi papá vendía la Coca Cola, pero no la hacía, el papá de Chepe hacía la nieve y salía a venderla, trepaba los tambitos en su carro de madera y en el trayecto de su casa al parque lo anunciaba: ¡nieve, nieve! Esa mañana había preparado dos sabores: coco y vainilla.
Ayer pensé en el nevero, pensé en el oficio: hace y vende. Mi papá sólo vendía el producto. La Coca Cola llegaba desde Tuxtla Gutiérrez en camiones de redilas, bajaban el producto en casa, quedaba en bodega y de ahí, Carmelino y Jorge subían las rejas de refrescos a un camión repartidor y lo distribuían en las tiendas de la ciudad. El papá de “Chepe nieves” era como una fábrica. Pensé en el trabajo que significa el oficio de nevero. Quienes ahora tienen locales donde venden productos chinos suben las cortinas todas las mañanas y colocan la mercancía en los estantes. Como el nombre lo indica, los productos llegan desde China. ¡Dios mío, qué diferencia con las ilustraciones que veíamos en la primaria donde aparecía la mítica Nao de China! La Nao traía sedas, no las boberitas desechables que ahora consumimos y que producen en serie en aquel país asiático. Ninguno de los vendedores produce los chunches. El papá de Chepe sí fabricaba el producto que después vendía. Una mañana, a la hora del recreo, mientras hacíamos fila en la tienda escolar, le pregunté a Chepe si su papá era feliz, dijo que sí, pero, como lo pensaba, agregó que era un trabajo difícil, a veces no se vendía todo y su papá regresaba triste a casa, colocaba las monedas sobre una mesa de madera, las contaba, se levantaba como si también sus pies, además de cansados, estuvieran cargados de tristeza y comía con desgano (a las seis y media de la tarde). Dijo que su papá lo levantaba a las cuatro de la mañana para que le ayudara en el proceso de la hechura, luego él desayunaba algo que le preparaba su mamá, atragantándose, tomaba la mochila y corría para llegar a la escuela. Yo me levantaba a las seis de la mañana.
Posdata: durante un tiempo a mi papá le dio por fabricar refrescos, en casa había una pequeñísima fábrica, me gustaba porque mi oficio era lavar las botellas de cristal, que estaban en una tina llena de agua, de ahí tomaba un envase e introducía una escobetilla con jabón y le daba una buena chaqueteada para que las impurezas se desintegraran, luego pasaba el envase a otra tina que tenía agua limpia. Ese negocio no prosperó. Mi papá siguió vendiendo los refrescos embotellados que llegaban desde Tuxtla.
Vos sos muy joven, tal vez ya no te tocó jugar un juego infantil que se llamaba “Chepe loco”, no sé el porqué del nombre. Sucede que un día, a uno de los compañeros se le ocurrió llamar así a “Chepe nieves”, todos nos reímos, menos él. Vos sabés que los niños son maldosos, casi malvados. Desde ese día, el tierno Chepe nieves se convirtió en Chepe loco, yo veía que su cara se transformaba cada vez que alguien le decía así, su carita limpia cambiaba, se ponía del color del hierro sometido al fuego y también asumía la dureza. Yo pensaba que en él ocurría una metamorfosis, algo de su antepasado El Yeti, el abominable hombre de las nieves, se asomaba. Pero, luego la herencia maligna desaparecía, porque se humedecían los ojitos de Chepe y su carita mostraba su fragilidad, su cara de niño bueno, en compensación por la nieve de vainilla que una mañana me invitó, mientras su papá nada decía, yo le invitaba tres galletas saladas y una coquita pequeña, juntos caminábamos por el patio central de la Matías de Córdova, nos sentábamos en una grada y tomábamos nuestro lunch.
¡Tzatz Comitán!