viernes, 15 de enero de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA OSCURIDAD JUEGA CON LA LUZ



Querida Mariana, todas las mesas son diferentes. Una es la que está en la fonda de la esquina y otra la que está en un salón de la residencia presidencial de Los Pinos (que tal vez no es de pino, sino de cedro o de ébano).
Todas sirven para lo mismo: para colocar objetos sobre ellas. Colocamos platos con sopa de coditos (bien caliente) o cervezas (bien frías); pero también colocamos papeles, computadoras personales. Porque hay mesas donde comemos, pero también hay mesas de trabajo. Claro, hay algunas personas perversas que a las mesas de comer le cambian la “m” por “g” y las convierten en otra cosa.
No sé vos, pero yo no conozco una sola mesa que sea impoluta, tampoco quiero decir que todas sean disolutas. Sucede que las mesas tienen “huellas”. Algunas son tan simples como las digitales, pero la mayoría tiene huellas más profundas. Las mesas tienen rayones, hendiduras, manchones y letreros. ¿Vos nunca has escrito algo como: “Mariana estuvo acá” o escrito el nombre de tu amado?
En casa sólo tenemos dos mesas. Una está en un lugar con poca luz, la otra está al lado de una ventana. La mesa en penumbras es más grande que la de la ventana. Esta última mide ochenta por ochenta centímetros (parece de esas clásicas que se usan en las cantinas). Es una mesa que tiene muchos años, es de madera, está pintada en un color rojo quemado y tiene torneadas las patas. Por lo regular, esta mesa la usamos para desayunar, comer y cenar, porque está en la cocina. Como está pegada a la pared sólo tiene tres sillas.
Vos sabés que procuro no cambiar las vocaciones de los objetos, pero hay casos en que es imposible no meter el pie en el agua fría (a veces escribo algún texto ahí).
El otro día llegó la pequeña Issa (hija de mi prima Angélica). Tío, tío, me dijo, ¿me ayudas a hacer una maqueta? ¡Ah, me dio en mi mero mole! Quitamos las cosas de la mesa y la convertimos en un escritorio de diseñador. Issa quedó muy contenta con el resultado. Dos días después me habló por teléfono y me dijo que su maestra le había puesto 10 de calificación.
¿Sabés qué es la maravilla de la mesa? ¡Que brilla, como si fuera una lámpara de esas que llaman “velador”! Cuando el sol de la tarde desaparece la mesa todavía conserva algo de luz. Lo comenté con Paty y ella me dijo que debe ser como un panel solar. Pero esto es imposible, la madera no tiene la capacidad de conservar la energía. Creo que el tablero de la mesa pequeña brilla porque sueña con su vida anterior.
El objeto de plástico no tiene sueños de vidas pasadas, pero el objeto de madera sí sueña porque en sus vetas tiene historias de bosques luminosos y de gusanos y hormigas que caminaron por su panza y por su espalda.
Nuestra mesa recuerda sus años infantiles, los años de cuando sus papás lo cubrían y lo protegían del rayo y del fuego.
Por esto, Mariana, debe ser que la mesa ronronea como gato consentido cada vez que mi mamá pasa un trapo húmedo encima de ella. Debe recordar las tardes de lluvia.
Me gusta la mesa de ajedrez que hay en tu casa, con sus cuadros negros y blancos de mármol tan frío como las nalgas de la tía Eusebia. Me encanta saber que ahí no se juega nada más. Sería un desacato que alguien jugara sobre la mesa de ajedrez una partida de póker o de damas chinas o japonesas o tuxtlecas.
P.d. Un día nos cambiamos de casa y de pueblo. Subimos las cosas a un camión y nos mudamos. Al día siguiente, ya en el otro pueblo, nos dimos cuenta que no habíamos llevado la casa. Entonces subimos las cosas al camión y regresamos al pueblo original. Si algún día, Marianita, cambiás de pueblo y de casa, ve que tu casa y tu pueblo van sobre el camión de la mudanza.