viernes, 29 de enero de 2010

LOS HIJOS DE DIOS


Uno no puede andar cambiando de religión a cada rato; aún cuando a cada rato la tentación anda de puerta en puerta. El fin de semana estoy en casa, escribo o pinto o dibujo o leo, de pronto, tocan la puerta, salgo y me encuentro con hijos de Jehová: muy bien portaditos, con su camisa blanca y un maletín donde llevan las “Atalayas”. Otras veces unos muchachos con traje, corbata y mochila al hombro son quienes se presentan ante mi puerta con el ofrecimiento de una nueva luz. Como si todo fuera un simple canje entre Luz y Fuerza y la Comisión Federal de Electricidad.
Es cansado esto del cambio de religión, tanto para el compa que lo propone como para la víctima potencial. A veces veo esto como uno de esos catálogos de “Andrea” donde proponen cientos de chunches para elegir. Me da mucha pena. ¡Como si los hombres pudiéramos tener un Dios a nuestra propia imagen y conveniencia! Porque a veces dudamos de nuestro Dios y queremos un Dios consentidor que nos cumpla todos nuestros deseos y caprichos. ¡Bonita fregadera!
Muchos se quedan estacionados en su primera religión hasta en tanto no ocurra un cisma que los haga cambiar de idea. Por el momento (y así me la he llevado durante cincuenta y tres años) sigo con la religión que mi papá me injertó. Mi papá creía y yo, como le sigo creyendo a él, creo en lo que creyó. Total para creer basta creer en un Dios o no creer y yo ya tengo en quien creer. Mi religión tiene muchos huecos, pero los ignoro y, como si todavía fuera un niño, agarro la mano firme de mi papá y camino a su lado. Porque la religión más bella que poseo es la gratitud hacia mis padres. Claro, ésta es una religión muy especial, tan especial que cada uno de los hombres y mujeres la ejercemos sin que nadie más pueda ingresar. Algún lector podrá decir que este texto es muy personal, pero bien visto es tan humano y general como el hecho de que millones y millones de seres humanos pertenecemos a la religión de la gratitud filial. Esta religión no tiene templos públicos con vitrales donde se filtra la luz del sol, ni tampoco posee floreros ni alcancías. Es un templo sencillo, casi simple, pero es el recinto más seguro del universo.
Si algún día decido cambiar de religión me colgaré de otra rama, una que no tenga nada que ver con carismáticos o luces de nueva vida.
Podría por ejemplo convertirme en un creyente de la música. No hablo de Bach, Lucerito o Wisin y Yandel. No, no, ¡Dios me libre! Hablo de la música que posee el universo. No sé si haya alguna congregación, pero si no ¡habría que crearla!
La música es un dios más oíble que el Dios de los católicos. He escuchado reclamos de creyentes demandando a su Dios que se deje ver, que se deje oír (¡qué atrevimiento!). Quieren tenerlo enfrente para admitir su existencia. Para efectos promocionales la música del universo es más espectacular. Basta mirar este ritmo de conga que se aventó en Haití para reconocer que para el hombre es más espectacular esta música que la propia presencia de Dios.
Nadie niega el poder devastador de la naturaleza, pero millones se preguntan ¿dónde está Dios en ese momento? Dios mío, los seres humanos somos tan pequeños que no logramos percibir la mano que nos mueve a cada instante. En fin, así somos. Tal vez por esto, el sábado oigo que tocan mi puerta y me ofrecen cambiar de religión como si ésta fuera un simple auto o un calzoncillo.
No sé ustedes, pero yo no puedo andar cambiando de religión a cada rato, porque los inventos del hombre no me interesan. Mi papá me enseñó que hay un camino y yo lo camino con él, a pesar de que él falleció hace muchos años (cumple veinte años este 19 de febrero).
Si algún día cambio de religión, seré creyente de la música del universo que es tan sabia y por ello incluye al silencio infinito.