viernes, 8 de enero de 2010

LOS CAMINOS DEL CARACOL



Me gusta platicar con Hernán Becerra Pino, porque en su plática voy de un lugar a otro del mundo. Sin necesidad de trepar a un barco, camión, carreta o tren, viajo a través de sus descripciones. Hernán llegó a Comitán y me habló a la casa: “Te quiero dar mi nuevo libro”. Como si fuésemos monjes o beatos quedamos de vernos en el interior del templo de Santo Domingo. A la hora convenida encontré a Hernán al lado de una enorme campana quebrada. Hernán es todo lo contrario a esta triste campana que ya no sirve para lo que fue creada. Mientras la campana permanece arrumbada en una esquina, como si fuese una vieja afónica con las piernas quebradas, Hernán anda de un cielo a otro y en cada lugar toca su badajo (sin albur) para convocar al ritual de la palabra.
Hernán -para quien no lo conoce- es de Tapachula, radica en el Distrito Federal (donde da clases en la Universidad Nacional Autónoma de México), es Premio Nacional de Periodismo y le gusta comer la butifarra que venden en la Central de Abasto de Comitán. Hernán ha viajado a muchas partes del mundo y dice que el jaguar es su animal favorito.
Él dice, y yo le creo, que Comitán es el único lugar de la república donde advierte un sentimiento similar al de la saudade que ha vivido en Portugal o Brasil (Hernán lo pronuncia como debe pronunciarse, suena a algo como Saudalle y en el “alle” final yo escucho el aullido del lamento y de la nostalgia. En aquellas tierras el grito de la llorona debe sonar a algo como: “¡Alle, meus filhos!”). Hernán cuenta que hace años, en Lisboa o en Bahía, una mujer le aventó un “fado” y él sintió la niebla de la saudade caminar por todo su espíritu. El fado debe ser un canto semejante a la canción que cantan las fotos viejas o las casas a punto de derrumbe.
Hernán viaja mucho, viaja siempre, físicamente y en su imaginación. Ahora mismo, cuando está conmigo en el patio central de la Posada “Montebello”, mientras platica sus viajes, ¡viaja de nuevo! Su mirada no sólo está pendiente de la planta de maguey que está sembrada en el centro del patio, también está pendiente de los callejones de su memoria que lo arrinconan en Grecia o en Pakistán. Yo disfruto las “Caracolaventuras” de Hernán que parecen brincar de la realidad a la imaginación sin ninguna traba.
Hernán se para y va a su cuarto. Regresa con un ejemplar de su libro. “Es para ti”, dice y luego pide una pluma prestada para dedicármelo.
“Donde muere el caracol”, es el título de su libro más reciente. El libro tiene en la portada una foto donde aparece el autor al lado de Jaime Sabines. La foto es de Blanca Charolet y la tomó el día que Hernán entrevistó a Sabines. ¿Quién sabe de qué año es la foto? No lo pregunté. Hernán me dijo que las fotos de la portada y del interior del libro son de las últimas fotos que Jaime se dejó tomar. El testimonio gráfico es importantísimo porque nos muestra a un Jaime con una mirada de saudade enredada en la vida y en la muerte.
Hernán me cuenta, y yo no tengo por qué no creerle, que anduvo en Campeche, donde existe un zoológico que da al mar; dice que ahí hay ocho jaguares enjaulados. Hernán pensó que jamás volvería a estar tan cerca de un animal de esos, así que cuando el animal le dio la espalda (es un decir porque un animal prácticamente da el trasero -sin albur, sin albur) Hernán brincó la barda, se acercó a la jaula y acarició al animal. El jaguar se dio la vuelta de inmediato y gruñó, pero Hernán ya había quitado la mano antes que se la quitara el animal.
Es la una de la tarde y el camión hacia Tapachula sale a la una con veinte. Subimos a un taxi y vamos a la terminal. Hernán irá a ver a su mamá. Aprovechará a sacudirse esa saudade que, a veces, atrapa a los caracoles viajeros.