viernes, 22 de enero de 2010

EL MAESTRO CHELLO



Suena un poco a violonchelo, pero, en realidad, el sonido que lo ha marcado es el de la marimba. Un día de estos, a iniciativa de un grupo de comitecos avalado por la dirección del Centro Cultural Rosario Castellanos, el marimbista Cliserio Molina Argueta recibió un justo reconocimiento. El maestro lleva más de setenta años enredado en el cordel de la música.
El otro día, por cuestiones del azar, cayó en mis manos una fotografía de 1930. La foto fue tomada en el patio de una casa cuyas paredes son de bajareque porque muestran un rostro craquelado. En primer plano aparecen cuatro marimbistas tocando una marimba. Uno de ellos no alcanza el teclado, por lo que está trepado sobre un banco de unos sesenta centímetros de altura. El niño que está encima del banco es Cliserio.
Conocí al maestro en los años setentas. Pepe, uno de sus hijos, fue mi compañero en la Preparatoria. A veces, íbamos a su casa y por ahí nos topábamos con el maestro. Años después me topé con él en la Casa de la Cultura cuando fue encargado del taller de marimba. Muchos chiquitíos comitecos aprendieron a tocar el instrumento bajo su dirección. Fernando, uno de mis hijos, fue su alumno. Una tarde, yo estaba platicando con un afecto en el patio de la Casa de la Cultura, el maestro se acercó y me dijo que Fernando no había llegado a clases, yo pregunté: “¿No vino?”; luego, el maestro me dijo: “Y no ha pagado la mensualidad”. Yo, atontado, pregunté: “¿No ha pagado?”. Cuando el maestro Chello vio mi ignorancia respecto a las cosas de mis hijos se puso serio, se acercó a mí y en voz baja, cerca de mi oído para que mi afecto no oyera, me preguntó: “¿Ya no vive usted en su casa?”.
Vivía, pero parece que en ese tiempo me faltaba un banquito para alcanzar el horizonte de la vida.
El maestro creció y llegó el día que no necesitó de banquitos. Desde entonces comenzó a volar sin pausas. Se convirtió en un buen ejecutante de marimba y compuso canciones, una muy conocida en las regiones de Comitán y de La Concordia que se llama “Adiós Concordia”.
A finales de los años setentas mis compas daban serenatas a sus novias, con el conjunto que dirigía el maestro. Mi compa Javier, que era muy “serenatero”, escribía a las dos de la tarde la relación de trece piezas que interpretarían en la noche. Siempre incluía una canción que se llamaba “Celos”. A la hora de la serenata, ya medio bolo, siempre se equivocaba y desde la esquina le gritaba al maestro Chello que estaba trepado en la redila del camión donde iba la marimba: “Maestro, toque’sté “Pelos””. El maestro sonreía, marcaba con un bolillo sobre la madera y sus ejecutantes se “reventaban” la canción. “¡Viva Javier!”, gritábamos los amigos, con la botella en mano (para que la novia no dudara, para que corroborara que era el novio el que le dedicaba la serenata y no un atrevido advenedizo, aunque a veces, pero, bueno, esta es otra historia…).
En alguna ocasión le pregunté al Maestro Chello cuántas horas dedicaba a ensayar, él me vio, tomó los bolillos y tocó con destreza. Me quedé esperando su respuesta, hasta que me di cuenta que su respuesta había sido esa. Ahora entiendo que su oficio era de todo el tiempo, de toda la vida.
El maestro Cliserio (Chello, de cariño) es gajo de un árbol de tradición musical. Muchos de sus hermanos, igual que él, se dedican al mismo oficio que su papá, don Aquilino Molina Aguilar, les inculcó.