martes, 12 de enero de 2010

EN EL NOMBRE DEL PADRE


El movimiento es automático. Veo al hombre que se persigna en el interior del templo. "En el nombre del padre..." y sube la mano derecha hacia la frente. Los dedos de su mano están hechas un nudo.
Dice "En el nombre del padre" y luego sigue diciendo otras palabras y dibujando algo sobre su pecho, en el vacío. Cuando sale del templo, me acerco al lugar donde estuvo y busco en el aire alguna huella de lo que dibujó, pero no encuentro nada.
Los trazos que hacemos a diario no perduran, se van hacia otra parte.
Todos los días dibujamos una serie de símbolos con las manos. El policía de tránsito, el maestro, el alumno que expone, el bolero, el orador, la mujer que amasa el pan.
Hacemos una serie de rituales para el trabajo, para el oficio, para el amor. Modelamos el aire a cada rato. Si hacemos caso a aquella teoría de la mariposa. Cada vez que nuestras manos vuelan provocan algo en otro punto muy distante.
Conozco un afecto que acaricia el aire imaginando que es su amado. El otro día me dijo que su amado -distante en tiempo y en lugar- ¡le escribió!
"No sé cómo supo mi dirección", me dijo ella. Pero yo supe que fue gracias a esas invocaciones y sé que ella también lo sabe.
Ahora, cada vez que modelo el aire de mi entorno, tengo cuidado. Ahora mismo que escribo esto tengo conciencia del acto que hago. Mis dedos se posan sobre el teclado, procuro que sea como un juego en donde mis dedos son piernas de muchachas bonitas y ellas brincan sobre las teclas como si esto fuese un simple juego de rayuela o de brincar la cuerda.