martes, 26 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, CON JUEGO INCLUIDO




Llegué a casa de Amanda, horas antes de la cena navideña. Joaquín estaba trepado en una escalera y amarraba una piñata en los pilares del corredor, para que quebraran los niños más tarde. La tía Emilia estaba en la cocina, preparaba algún platillo en el horno. El olor de la cocina era como una nube dulce que acariciaba los sentidos. Desde la puerta la saludé; la tía, con su mandil rojo, me dijo que no fuera a irme tan temprano (me conoce), me daría un ponche de frutas. Me dijo que el ponche no tenía azúcar, lo endulzaría con miel (sí, me conoce muy bien).
Andrés, Julieta y Armando estaban en la sala, alrededor de la mesa de centro. Jugaban. ¿Querés jugar?, preguntaron. Armando dijo que era un juego que me gustaría, porque era un juego de imaginación, un juego de palabras. A la par del juego, comían hojuelas, regadas con temperante (en Comitán, las hojuelas se llaman “Pañalitos del niño Dios”, este nombre se me hace glorioso).
Me senté al lado de Julieta, Amanda me sirvió el ponche que la tía me había mandado. La tía sacó la cabeza en el vano de la puerta de la cocina y dijo: “No te vayás tan temprano. Te serviré un poco de ensalada de manzana. Me salió buenísima”. Yo sonreí.
¿A qué juegan?, pregunté. Andrés, con un gorro rojo en la cabeza, dijo que jugaban a cambiar la esencia de las cosas. Julieta dijo que le tocaba preguntar a ella, cerró tantito los ojos, los abrió y dijo: “Si los pilares no fueran de madera y fueran de nubes, ¿qué pasaría con la casa?”. Julieta me vio y dijo que me tocaba jugar. Estuve a punto de decir lo que Vicente Fox dijo: ¿Y yo por qué?, pero entendí que el guiño de Julieta era su manera de incluirme en el juego, a mí, que soy tan escaso para los juegos.
La tía escuchó la pregunta y la alusión y, secándose las manos en el mandil, salió y se paró al lado de la mesa, para ver cómo jugaba yo, para oír qué decía. Siempre he dicho que no soy hablante, soy escritor. El ritmo de la conversación es diferente al ritmo de la escritura. En la escritura estoy solo y tengo todo el tiempo del mundo, en cambio, en este juego de palabras, Andrés, Julieta, Armando, Joaquín y la tía, me veían, esperaban que comenzara a jugar. ¿Qué decir? Comencé a ponerme colorado (siempre me pasa lo mismo cuando un grupo de personas espera que diga algo). Titubeé. Pregunté si podía enviarles después la respuesta, si podía mandarla por escrito. Las caras serias y ya un poco molestas me indicaron que no estaba entrando al juego, había un reclamo silencioso: “Si no vas a jugar, ¿para qué viniste?”.
Entonces cerré los ojos y dije lo primero que se me ocurrió (y que ese era el motivo del juego, del juego que yo tantas veces había propuesto a mis entrevistados para las Arenillas iniciales, que consistían en diez preguntas inusuales). Dije que si los pilares fueran de nubes sería sensacional ser testigo del instante en que la casa comenzara a elevarse, a desprenderse de sus cimientos de piedra, porque las nubes serían tan compactas que harían el prodigio de que la casa volara, volara tan lejos de Comitán hasta llegar a la costa de Chiapas. En el vuelo, las nubes se irían cargando de agua, de mucha agua, y llegaría el momento en que se desharían en lluvia y los compas de Tonalá o de Arriaga o de Pijijiapan o de Mazatán brincarían de gusto en el instante que la casa comiteca comenzara a llover, a llover todos los ladrillos y todas las tejas y los helechos y los radios antiguos y las sillas de madera de cedro y las ollas para conservar el agua y las marimbas y los platones con panes compuestos y picles y los balcones de madera y las mantas bordadas y los carretones y los chimbos y los trompos y los canastos con chayotíos y las quiebramuelas y la casa comiteca, con pilares de nubes, se sembrara en algún terreno vacío de Las Palmas o de Tapachula o de Escuintla o de Mapastepec y diría, limpiándose la frente: “Pucha, cómo hace calor en estas tierras”.
Abrí los ojos. Miré a todos. Me miraban en silencio, supe que habían seguido con atención el desarrollo de mi juego. Esperé algún comentario. La tía pinchó la burbuja y deshizo el silencio: “Mirá, pues, para ser la primera vez que jugás con nosotros no lo hiciste tan mal. Te ganaste tu ración de ensalada”, y entró a la cocina. Los demás dijeron que sí, que estaban de acuerdo con lo que la tía había comentado. Yo me sentí bien, como si en un juego de canicas le hubiera atinado, ¡por fin!, a la timbirimba.
Comí la ensalada y me despedí. Les dije que su juego era maravilloso. Amanda me acompañó a la puerta, ahí nos alcanzó la tía, me dio una charola envuelta en una mantita bordada, dijo que eran unos pañalitos del niño Jesús, que eran para mi mamá y para mi Paty. Yo salí feliz.
Posdata: La piñata que Joaquín colgó era una de siete picos y hecha con olla de barro. Este tipo de piñatas tiene el defecto de que los tepalcates quedan colgando y pueden, al caer, dejar como alcancía la cabeza de un niño, pero Eugenia dice que es lo tradicional y que las que ahora venden, hechas de cartón, son como comer chanfaina en un plato de unicel.