sábado, 9 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE SAN JOSÉ




Querida Mariana: Me gusta leer al Premio Nobel de Literatura del año. Este 2017, el Nobel lo obtuvo Kazuo Ishiguro. Me gusta leer al ganador porque, entre otras cosas, permite que los lectores del mundo estemos en sintonía. Por lo regular, los lectores franceses no leen lo mismo que los lectores mexicanos o los lectores rusos. Los lectores comitecos (imagino) leemos a autores chiapanecos (no muchos), a autores mexicanos y a los autores que las editoriales españolas nos inducen. ¿Quién de nosotros lee al autor ruso que es la revelación del año? ¡Nadie! ¿Quién de los lectores rusos lee “Linda 67”, de Fernando del Paso, novela que acaba de ser reeditada? ¡Ninguno! Por el contrario, el Nobel del año se convierte en un autor de moda. Los lectores del mundo acuden a las librerías y solicitan algún libro del premiado para constatar la excelencia de sus textos o lo contrario. No es remoto que en este instante, ahora que tengo en mi buró el libro “Nocturnos”, de Kazuo, una lectora francesa también tenga el mismo libro (traducido, por supuesto). Sin duda que una lectora inglesa (paisana del premiado) está leyendo el mismo libro que leo. El Premio Nobel de Literatura pone en el candelero a un autor y medio mundo lector coincide. Las coincidencias lectoras son como el agua que cae sobre una piedra.
Vos, ¿qué estás leyendo en este momento? (Bueno, qué mudo soy, ahora, en este momento leés la carta que te escribo). ¿Leés algún clásico? ¿Leés alguna novedad? El otro día me fui para atrás cuando leí que en la reciente Feria Internacional del Libro, de Guadalajara, que terminó el domingo pasado, hubo cuatrocientos mil títulos disponibles. ¿Mirás? ¡Cuatrocientos mil títulos disponibles! Dios mío, no alcanza la vida. Por eso, Arturo dice que los lectores debemos saber discriminar, para elegir lo mejor de lo mejor. Arturo dice que no podemos desperdiciar nuestra vida leyendo literatura menor. Debemos, insiste, leer sólo a lo mejor, sabiendo que la vida no nos alcanzará para leer a todos los maestros del arte literario. Él sólo lee a autores clásicos, los que, el paso del tiempo, ha decantado. Yo, por mi oficio, leo de todo. Leo muchas novedades, leo a mis paisanos y, por supuesto, leo a los clásicos, para saber cuál es la ruta correcta.
Por fortuna, el Premio Nobel de Literatura de este año no me ha decepcionado. De cuatro novelas que he leído de él, dos me satisficieron, y ahora que leo su libro de cuentos “Nocturnos”, he hallado cosas interesantes. Es un buen narrador y cumple con aquel mandamiento que todo escritor debe seguir, y que Sergio Ramírez (el más reciente Premio Cervantes) promueve: “No aburrirás”.
La lectura de libros coincidentes hace que los lectores de todo el mundo viajemos por los mismos territorios desde territorios muy distantes; es decir, cuando el lector comiteco lee la misma página que la lectora inglesa, ambos caminan por la misma plaza donde camina el personaje de la novela o del cuento. Esto es una bendición coincidente y aún no sabemos bien a bien lo que sucede en el universo, pero algo bueno sucede, sin duda.
Digo esto, porque miles y miles de turistas coinciden en plazas. Por ejemplo, en este momento hay miles de turistas en la Plaza de San Marcos, en Venecia. Estos turistas viajaron desde su lugar de origen y coincidieron en aquella ciudad italiana. ¡Es un prodigio! Pero es más prodigioso coincidir en la plaza de San Marcos a través de la lectura. Imaginá el prodigio de que ahora, una lectora inglesa, en su departamento de alguna calle de Londres, mientras prepara el té, se sienta en la mesa del comedor, abre su libro y lee la siguiente línea del libro de cuentos de Kazuo: “Las calles estaban silenciosas y a oscuras cuando fui a reunirme con el señor Gardner. En aquella época me perdía en Venecia cada vez que me alejaba un poco de la Piazza San Marco…”, y mientras la lectora inglesa escucha el zumbido de la tetera sobre la hornilla de la estufa, en ese preciso instante, el lector comiteco, en el parque de San Sebastián, mientras mira cómo el vendedor de salvadillos riega temperante sobre el pan, abre el libro y lee las mismas líneas que su cómplice anónima inglesa. ¿A poco no es un prodigio? Ambos, en lugares tan distantes, sin saberlo coinciden en las callejuelas de Venecia y respiran el aroma de algas de los canales de aquella mítica ciudad. ¿Nada ocurre en el universo? Algo, algo sucede. ¿Qué? No lo sé, pero algo debe suceder. Así como la coincidencia de turistas hace que algo suceda, por ejemplo, que una muchacha italiana, de Roma, de vacaciones en Venecia, conozca en un café al aire libre, a un escritor mexicano y se citen y se enamoren y se vuelvan pareja.
La escritura tiene prodigios de coincidencia. Por ejemplo, ahora, mientras escribo veo a la Pigosa echada sobre el sofá y escucho el ruido de las cadenas del camión repartidor de gas. Esta imagen candorosa y llena de ruido te llega de inmediato. Si te cuento que ayer estuve en San José Obrero, una comunidad cercana a Cash, que está a cinco o seis kilómetros del centro de Comitán y cuento que me bajé del carro y me paré al lado de la carretera y vi cómo el sol se ocultaba y llenaba de grises y naranjas el azul del cielo, es posible que vos también veás esa imagen y que la mirés desde el lugar que leés esta carta, que no sé cuál es en este momento. Porque ahora mismo podés leerme en tu cuarto (recostada en tu cama king size, sobre el edredón blanquísimo) o en el carro de tu novio, a la hora que vas de copiloto rumbo a San Cristóbal, mientras mirás los puestos de artesanías en la orilla de Amatenango, o podés leer mi carta en el baño, mientras orinás.
Me gusta ir a San José Obrero, en la tarde. El regreso es un deleite. Carlos Gordillo, uno de los mejores fotógrafos del país y que es paisano, dice que las mejores fotografías de atardeceres de Comitán las ha logrado desde ese lugar. Además de ese disfrute visual, San José Obrero tiene una significación especial en mi recuento vital. Con mis papás, los domingos, en los años sesenta, íbamos muy seguido a esa comunidad, porque, al lado de curas y de monjas, impartíamos doctrina. A mí me encantaba reclinarme en la pared del templo (en la sombra de las once de la mañana) para esperar que llegara la bola de muchachitos mucho menores que yo para recibir el adoctrinamiento. Desde entonces tal vez reforzaba la vocación de magisterio que luego sería mi modo de vida en el Colegio Mariano N. Ruiz, en la secundaria, luego en el bachillerato y ahora en la universidad. Yo, en casa, preparaba, sobre la mesa del comedor, una serie de dibujos que ilustraban los pasajes de la biblia que les narraba. Recuerdo, por ejemplo, la cartulina donde dibujé a Adán y a Eva para ilustrar el instante en que Dios, todo molesto, los expulsa del Paraíso. Un muchachito, de esos que son bien averiguados, cuando vio el dibujo levantó la manita y preguntó: “¿Y no les escuece ahí abajo?”, yo pregunté por qué decía eso y él explicó que esas hojas que cubrían los cuerpos eran hojas de ortiga. Yo no sabía qué era la ortiga y entonces la doctrina se convirtió en una excursión porque los muchachitos me llevaron a un terreno y me enseñaron las hojas de ortiga, que en realidad se parecían mucho a las que había dibujado. Los niños me explicaron que esa hoja provocaba sarpullido intenso y una niña contó que su maestro les refregaba una hoja de ortiga en las piernas si se portaban mal. “Yo, por eso de boba me porto mal en clase”, dijo y rió y dejó ver el hueco que formaban sus dientes apenas recién caídos.
Cuando uno llega a Comitán, desde San Cristóbal se ve un valle hermosísimo que abarca parte de la Ciénega; cuando uno llega a Comitán desde La Trinitaria se observa parte del cerro ahora llamado de Tío Belis, donde está El Mirador; si uno viene de Tzimol casi no se observa la ciudad; pero si uno viene de Las Margaritas o de la Independencia (rumbo de San José Obrero) se tiene la mejor vista de Comitán, que es un amontonamiento gracioso de cientos de casas sembradas en los cerros. Sí, las mejores panorámicas de Comitán se logran desde la Ciénega, desde Tinajab, desde Cash y, por supuesto, desde San José Obrero.
En los años setenta, desde ese lugar, de noche, las luces del pueblo formaban la imagen de un cocodrilo, con las fauces abiertas. Muchos jóvenes invitaban a las muchachas bonitas a ir a ver la imagen del cocodrilo. Como no sólo miraban la imagen sino aprovechaban otras cosas, se hizo famoso el siguiente dicho: “Ah, aquella ya miró el cocodrilo”, que significaba que la susodicha ya había conocido también “La zeta”, que era un entremetido en una curva de la carretera que va a Las Margaritas donde los jóvenes hacían travesuras en los asientos traseros de los carros.
Posdata: Tal vez algún Premio Nobel de Literatura ha escrito algo acerca de San José Obrero, no el poblado cerca de Cash y de Comitán, no. Me refiero al santo que llama mi atención porque no hay, entiendo, algún otro santo que alíe su nombre con el oficio. Conozco a muchos santos que ostentan el nombre de las ciudades donde nacieron, pero, a ver, ¿vos conocés a otro santo que privilegie el nombre del oficio? San José ¡obrero!, ah, qué privilegio para los obreros del mundo que siguen sin unirse tal como era la recomendación de ese santo laico que fue Engels, y que por eso, dice Sofía, siguen jodidos.
A mí me da gusto que, cuando menos, en este instante coincidimos, yo, en mi escritura, y vos, en la lectura de mi carta.