viernes, 22 de diciembre de 2017

DEFINICIÓN DE JURAR




Lo que más recuerdo de niño es la sentencia: “No jurarás en el nombre de Dios en vano”. Ah, qué de noches sin dormir por esa sentencia que doña Milita, la vieja que nos daba la doctrina, decía como si fuera una de esas carceleras de las Islas Marías. Después de darle muchas vueltas concluí que la clave del misterio estaba en las dos primeras palabras: No jurarás. Si no juraba, fuera en el nombre de Dios o en el nombre de cualquier otro mortal, podía evitar los escalones que llevaban directamente al infierno. Porque un juramento en vano, en el nombre de Dios, era ¡un pecado!, y yo sabía (así lo había recalcado la vieja Mila) que los pecados hacían que la cola de satanás comenzara a crecer en medio de nuestras nalgas, por eso, todas las mañanas, al levantarme, antes de hacer cualquier otra cosa, iba al baño, corría el pasador y me bajaba la pijama para revisar si había algo como un pequeño brote que indicara que la cola había comenzado a crecer. Cuando comprobaba que mi trasero estaba sin protuberancias daba gracias a Dios y comenzaba el día con ilusión. Hacer eso todas las mañanas era desgastante. Siempre estaba latente el peligro de hallar un principio de cola y esto no me dejaba dormir a plenitud. Yo no quería ser un diablo, tampoco un ángel, estaba bien siendo un niño común y corriente. Por esto, tampoco miraba mi espalda para ver si había algún brote que indicara que un par de alas comenzaba a crecer. ¡No! Era un niño feliz siendo un niño como cualquier otro.
¿Qué significaba jurar en el nombre de Dios en vano? El maestro Beto se quitó los lentes y me miró fijamente cuando le pregunté, parado frente a su pupitre del tercer año, qué significaba la palabra vano. El maestro volvió a colocarse sus lentes, tomó el diccionario y con su dedo índice derecho dio vueltas a las hojas y cuando llegó a la letra v lo bajó por las columnas hasta hallar vanidad, vanidoso, ¡vano! “Vano: Falto de realidad, hueco, vacío”. Y para darme un ejemplo dijo lo mismo que la vieja Mila. ¡Uf! Todo mundo lo repetía. Lo bueno fue que medio explicó el sentido de la sentencia religiosa: “Nunca debés mezclar a Dios en tus cosas”. ¡Claro! Yo lo había intuido. Bastaba no jurar algo y con eso no sólo evitaba problemas con la iglesia y Diosito si no también con mis papás, amigos, tíos y demás ovejas. Así comencé a caminar sin agobios y dormí perfectamente. Cuando algún amigo me preguntaba: “¿Lo jurás?”, yo respondía que no podía jurar, porque juramento era una palabra ajena a mi diccionario personal. El niño me veía con ojos de rana sifilítica y, sorprendido, preguntaba qué significaba eso.
Supe entonces que podía eliminar palabras y con ello evitar el infierno. Al cancelar la palabra jurar eliminé la posibilidad de enredar a Dios y nombrarlo en vano.
Al día siguiente entré al baño y, frente al espejo, juré por última vez: “Juro que la palabra jurar no me altera y juro que no volveré a usar la palabra infierno”. Tal conjuro hizo el prodigio de enterrar para siempre esos conceptos. Así que cuando algún amigo suelta eso sobado de que “Cuando yo muera iré al infierno, porque ahí estarán todos los cuates”, yo pienso que se perderá mi compañía, porque para mí el infierno no existe, así como no existen los juramentos.
Los juramentos son losas pesadísimas de cargar. Sólo los muy tontos son capaces de amarrarse una soga al cuello y lanzarse al vacío. Cuando, en la universidad, una muchacha bonita me preguntó si estaba dispuesto a jurarle que la amaba, dije que no, dije que la palabra no existía en mi diccionario. ¿Entonces?, preguntó ella, un poco alterada. Nada, dije, tampoco la palabra amor la tengo integrada a mi diccionario personal. Más molesta, insistió: ¿Entonces? Nada, dije. Sólo deseo estar con vos, sólo eso. ¿No es suficiente desear estar con alguien sin juramentos? ¿Para qué?, me dijo ella, si no me amás. ¿Vos sabés qué es el amor?, le dije, y ella titubeó. En su titubeo supe que, como medio mundo, tenía problemas para delimitar el concepto. Me tomó de la mano y dijo: Va, estaremos juntos sin juramentos. Y, durante muchos meses, fuimos felices, y cuando nos dijimos adiós, porque ella andaba con otro, me dijo que estaba contenta con él, sin juramentos y sin amor. Me dio gusto, había cancelado las losas que los hombres insisten en cargar sin necesidad.