domingo, 10 de diciembre de 2017

OFERTAS




El letrero llamó mi atención. Ofrecía muchas cosas. No es común que un letrero, en Comitán, ofrezca tantas cosas a la vez. Por lo regular un anuncio ofrece venta de llantas, otro ofrece sandalias, y uno más panes compuestos.
Mariana y yo íbamos en carro con rumbo a Las siete esquinas cuando nos topamos con este letrero: “Se vende máquina de coser. Se venden patos. Se vende un perol de freír. Se venden gatitos.” Ella dijo que bajáramos.
Mariana no se sorprendió ante la prolijidad del anuncio, lo que la sorprendió fue el borrón de la segunda línea. Dijo que, sin duda, ya habían vendido lo que anunciaban antes. Ya nunca sabríamos qué habían ofrecido, a menos que tocáramos y, cuando la señora con una regadera en mano, nos preguntara qué queríamos, nosotros, con caras de anticuarios expertos, dijéramos que nos interesaba ver la máquina de coser. La mujer, entonces, nos habría pasado al interior de la casa, pasando por el patio de tierra. Ahí habríamos visto a los patos, momento en que Mariana preguntaría por el precio y luego soltaría la pregunta: ¿Qué habían ofrecido antes? La mujer, dejando la regadera al lado de un rosal un tanto seco, habría dicho el precio de los patos y el precio de los gatitos. Nunca sabríamos qué ofrecía la línea borrada.
¿Tocamos?, preguntó Mariana. Dije que no, que mejor no. En realidad no tenía la menor importancia que el letrero dijera: Se venden patos. Daba lo mismo que dijera se venden gatos o se venden ratos.
¡No debí decirlo! Mariana me quedó viendo y rio. Dijo que sería hermoso que alguien pusiera un letrero de “Se venden ratos”. No faltaría, dijo Mariana, el muchacho que pidiera comprar dos o tres ratos, dependiendo del costo de cada rato. No faltaría, dije yo, el abuelo que, como en aquella clásica parábola, pidiera comprar un rato del nieto que nunca lo escucha. A mí, dijo Mariana, me gustaría comprar un rato del poeta Efraín Bartolomé, le pediría que nada hiciera, que se mantuviera quieto por el rato comprado. Así podría decir que el poeta era una liana o un quetzal detenido en su vuelo. Me gustó lo que Mariana dijo. Yo no dije más, pero pensé que me gustaría comprar el rato de una muchacha bonita, le pediría que se asomara a un balcón y yo, sentado en la banqueta, la vería como si fuera un día de fiesta y ella abriera las contraventanas del balcón para ver el desfile y sólo yo fuera el desfile. ¡Ah, vos!, dijo Mariana, siempre estás pensando en mirar muchachas bonitas. No dije algo, pero pensé que ella siempre está pensando en ver quetzales detenidos en su vuelo.
Pero después de esta pausa juguetona, Mariana dijo que ya sabía, lo repitió, ¡ya sé!, dijo. La línea borrada decía: “Se vende gata”. ¡Claro! La señora vendió a la mamá de los gatitos, por eso ahora vende a éstos. Son gatitos huérfanos. Ya no está la gata para alimentarlos. ¿Por qué vendió la gata?
Yo pregunté quién compra una gata. Y me respondí: ¡Nadie! Tal vez el anuncio de venta no era ese. Tal vez la señora, viendo la relación de lo ofrecido: máquina de coser, patos, perol de freír y gatitos (dos y dos) había ofrecido un radio viejo o una plancha antigua.
Mariana, catastrofista, dijo que tal vez la gata había muerto cuando, al jalar el mantel, la plancha antigua se había caído haciendo papilla su cabeza.
Dijo que los gatitos se habían quedado sin su mamá. ¿Podíamos tocar? Quería comprar uno. ¡No!, le dije y le recordé que su novio es alérgico al pelo de los gatos. Le dije que sería motivo de discusión. Su novio podía interpretar que ella había comprado el gato para fastidiarlo a él.
“Tenés razón”, dijo Mariana. Todavía insistió en que tocáramos y viéramos el perol de freír. Entonces vi que se puso lívida, como si estuviera en el panteón y una mano saliera de un hueco recién abierto (aunque luego se diera cuenta que era la mano del albañil tratando de subir). ¿Qué te pasó?, pregunté. Ella me dijo que subiéramos al carro. Una vez dentro dijo que prendiera el carro y nos retiráramos de ahí. Cuando llegamos a La pila pidió que me detuviera, bajó, corrió hacia los chorros y, con las dos manos, se echó agua en la cara y fue a sentarse en una banca del parque. ¿Qué te pasó?, volví a preguntar. Y ella, sonriendo, dijo que había visto cómo la gata (la mamá de los gatitos) se había resbalado de la repisa y había caído adentro del perol con el aceite hirviendo. Por eso, dijo, los gatitos están huérfanos.
Yo le dije el clásico chiste que usan los jóvenes: “Si no la controlás, no la fumés”. Ella rio y dijo que sí, que a veces, su mente trepa a lo alto de una montaña rusa y cuando viene a ver ya está en bajada frenética, botando y quebrando todos los bibelots del orden lógico.
Ambos reímos. Vimos en la escalinata del templo a dos mujeres tojolabales que estaban sentadas, algo buscaban en un canasto.
¡No, no!, le dije a Mariana, no vayás a decir que ahí llevan a la gata.
Reímos. El viento de la Ciénega era una mano limpia que nos acariciaba.