martes, 19 de diciembre de 2017

PARA ESCRIBIR UN LIBRO QUE TRASCIENDA




¿Cómo escribir? Sacá un suéter del closet, ponételo sobre la espalda, salí a la calle y respirá hondo, mientras mirás los árboles y el cielo azulísimo. Caminá, llegá al parque y preguntá a los peatones: ¿Qué les gusta más: la presentación de un libro o un concierto de música? Anotá las respuestas en tu libreta, forma francesa, hacelo con letra clara para evitar confusiones a la hora del recuento. Cuando terminés sentate en una banca del parque, estirá las piernas, saludá a la muchacha bonita que pasa frente a vos y hacé el conteo de las respuestas y constatá que la mayoría, ¡uf, una apabullante mayoría!, respondió que prefiere el concierto. No te apachurrés. Desde siempre ha sido así, la música es el idioma que todo mundo comprende. Mientras comprás un chicle a esa niña descalza, con el vestido sucio y remendado y con cara de pavana mal interpretada, que te dice que no ha vendido nada, que por favor le comprés algo, imaginá que en ese instante, en una esquina del parque, ahí donde el niño juega con un aro, se coloca un trío de ejecutantes de música: una muchacha que toca el violín, un joven (con la cabellera a la afro) que toca el violoncelo y un niño que canta como cantan las tiucas más prodigiosas; y diez metros de donde está el trío, un hombre se sienta ante una mesa que se mueve cada vez que el hombre se recarga, porque una pata está desnivelada. Al principio, la presencia de ambas novedades llama la atención de los peatones y de quienes están sentados en esa zona del parque, algunos peatones se paran ante el hombre que saca un libro de una mochila y comienza a leer un cuento (de su autoría), lo escuchan. Dos minutos después, el trío de ejecutantes comienza a interpretar una canción conocida, “Yellow”, de Coldplay, por ejemplo.
Las personas que estaban parados frente al hombre que lee cuentos vuelven la vista hacia el trío de ejecutantes. La voz del niño es muy bella, la muchacha del violín toca de manera espléndida, ¡ah!, cada vez que una cuerda recibe la bendición del arco es como si un pájaro se posara sobre un hilo de agua, y el muchacho del violoncelo despliega el arco como si fuese una línea de aire que trepara sobre los árboles y se resbalara como en un tobogán y, en el piso, se revolcara como un puercoespín. Dos minutos después el círculo de personas que rodea al trío es nutrido y conforme pasa el tiempo se prolonga como masa con levadura. Por el contrario, en la mesa del hombre que lee cuentos la asistencia es mínima. Hay una chica que mira constantemente hacia donde están los ejecutantes de música. Si vos llegarás hasta ella y le preguntaras por qué sigue ahí, escuchando al lector, ella se sinceraría y diría que por pena, porque se sentiría mal dejarlo solo, pobre, tan solo.
No te apachurrés. Desde siempre la vida ha sido así. Por eso, o dejás de pensar en escribir un libro y te volvés músico o entendés que, desde siempre, el sonido de la música ha superado el nivel de la palabra. Un laúd aventaja la voz de cualquier lector. No se diga el volumen que alcanza una tarola o un tambor o un piano o una trompeta.
Desde siempre, las trompetas o tambores han servido para llamar la atención de la audiencia. Un tamborero se coloca en una esquina de la plaza y toca un redoble, todos los que escuchan el sonido vuelven la mirada y dejan de escoger los jitomates o dejan de lustrar los zapatos o dejan de clavar o dejan de componer el perno al reloj o dejan de barrer y escuchan el sonido del tambor que se extiende como si diez elefantes barritaran. Cuando toda la atención está puesta, entonces, y sólo entonces, un hombre desenrolla el pergamino y lee el edicto real. Si el edicto es extenso, la gente vuelve a lo que hacía: elegir el mejor jitomate, dar el trapazo al zapato o seguir construyendo nubes de polvo a mitad de la calle con la escoba.
La escritura de un libro es como construir nubes de polvo a mitad del cielo. Al principio la gente toma conciencia de esa nube, pero un rato después se cubre la nariz con un pañuelo y continúa con lo que estaba haciendo.
Pero si sos necio y a pesar de los resultados inscritos en tu libreta, de forma francesa, continúas con tu idea de escribir un libro debés hacerlo como si fueras el trío ejecutante de música. Debés tomar el arco y acariciar cada cuerda del violín con la misma delicadeza con que la abuela espolvorea el azúcar sobre el pan y con la misma violencia y pasión con que el león persigue al ciervo y le da el zarpazo de muerte que dará vida.
Para hacer un libro que trascienda debés escribir como si fueras un pianista y al colocar tus manos sobre el teclado escucharas el silencio de la sala, el agua transparente de la audiencia que está expectante del momento en que comenzarás a tocar y que vibrará conforme vayás intensificando tus movimientos, que pasen del allegro a un rondó sublime, que el espectador comience caminando por la playa a la hora del ángelus y termine volando sobre la cumbre más alta.
¿Cómo escribir? Sacá un suéter del closet, ponételo sobre la espalda, salí a la calle, andá a la plaza, oí el rebumbio que hacen los pájaros al regresar a los árboles y sentate en una banca para oír el trío de músicos que interpretan una canción de Coldplay.