domingo, 24 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, ESCRITA EN UNA MADRUGADA DE DOMINGO




Querida Mariana: Te escribo esta carta dos días después de la reunión con mis ex compañeros, todos amigos. Ahí estamos algunos de los que en 1968 estudiamos el sexto grado de educación primaria en la escuela Fray Matías de Córdova, en Comitán; ahí estamos, unos sonrientes, otros más seriecitos. Somos como aquellos niños que fuimos, y fuimos de nuevo cuando menos por un rato, y digo esto porque Fer, el más travieso de este grupo, le obsequió una regla de madera al maestro Luis. El maestro sí recordaba los reglazos que nos daba en las manos extendidas cuando no sabíamos los nombres de las capitales del mundo. ¿Cuál es capital de Bélgica? ¿Cuál? Y nosotros dudábamos, pero ante la advertencia del reglazo, nos atrevíamos a decir, con las manos detrás (tratando de hacer el conjuro para que no tuviéramos que extenderlas), un nombre para ver si le atinábamos: ¿París, maestro? ¡No!, París es la capital de Francia. Con temor mostrábamos las manos y ¡zas! el reglazo y de nuevo al patio para estudiar el libro de geografía y volver cuando ya tuviéramos bien aprendida la relación de capitales del mundo. Lo que el maestro no recordaba, y Fer insistió que hacía, era el castigo de “la regla mordida”, que consistía en que dos alumnos mordían la regla por los extremos y así se estaban hasta que el maestro se acercaba y preguntaba el nombre de la capital de Bélgica, el que lo sabía abría la boca y daba la respuesta correcta, pero como soltaba la regla ¡perdía el juego! y recibía un reglazo, ¡zas! ¿Y el otro? El otro como no respondía correctamente se llevaba un reglazo, ¡zas! Total, que en el juego nadie ganaba, salvo que quien contestaba bien la respuesta ya podía dormir tranquilo, cuando menos por ese día.
Esa mañana de reunión de ex compañeros, estos recordaron que, cuando menos, el maestro Luis no usaba la vara de membrillo que sí usaban los demás maestros. El maestro Luis confirmó que él usaba la técnica de “lanzamiento de gis”, pero recordó que en una ocasión le dio en la frente a Marco, que era un niño tímido, casi apocado, que jamás hacía travesura alguna. El maestro se sintió apenado. Cuando llegó la mamá de Marco para pedir explicación de por qué su hijo había llegado con una vendoleta en la frente, el maestro aceptó que le había dado con el gis y la mamá, en contraposición de lo que el maestro pensaba, regañó al niño y le dijo: “Sin duda que te portaste mal, algo malo hiciste” y luego se dirigió al maestro: “Y si se vuelve a portar mal, delesté duro, bien duro. Muchachito éste, malcriado”. Marco nada dijo. Era un niño tímido, casi apocado.
Ahí estamos los que nos separamos. Ninguno de los que ahí están siguieron siendo mis compañeros, porque de este grupo sólo yo me fui a estudiar la secundaria al Colegio Mariano N. Ruiz, la mayoría entró a la Secundaria del Estado o tal vez se dedicaron a otra cosa. Pero todos, todos fuimos compañeros durante la educación primaria; es decir, convivimos por espacio de seis años. Pucha, ¿mirás?, seis años, muchos años.
Acá está Lupe (quien dijo que no se acordaba de nosotros, porque hacía muchos años que nos separamos, y cuando le dije mi nombre me quedó viendo, pero igual dijo que no se acordaba); acá está Memo (quien sólo llegó para la foto y ya no fue a la comida, porque debía hacer una encomienda en el INE. Alguien le dijo si iba a inscribirse como candidato independiente para la presidencia de Comitán, pero él ya no oyó, ya bajaba las gradas del parque); acá está Toño (quien ahora trabaja como impresor y contó que un día la vida le dio un susto, que ya no la contaba, pero acá sigue, vivito y contando, contando y contando bien, porque, tal vez heredó el oficio de su papá que se dedicaba a libros de contabilidad); acá está Fer (el más travieso del grupo, el que contó por qué al diarrea le decían así. Sucede, contó, que un día el diarrea se enfermó se enfermó de diarrea y su mamá lo llevó al médico, éste le dio el medicamento y cobró. Cuando llegaron a su casa, la mamá cayó en cuenta que no le había preguntado si podía bañar a su hijo. “¿Doctor? ¿Puedo bañar con diarrea a mi hijo?” “Pues si le alcanza ¡bañelosté!”); acá está el maestro Luis (cualquiera que no sepa la historia puede pensar que es uno más de los compañeros de la primaria, porque, gracias a Dios, se mantiene física y mentalmente muy bien. ¿Cuántos años tiene? Si nosotros teníamos once o doce años cuando nos dio clases y ya tenemos sesenta o más, él debe tener setenta y un poco más, pero parece de sesenta y menos); acá está Beto (quien siempre es escaso de palabras y frecuentemente lo saludo en la ferretería o en la panadería donde compro la cazueleja que tanto le gusta a mi Paty); acá está el arenillero (contento de estar con ellos); acá está Tony (quien contó que el maestro Luis lo mandó a tomarse de nuevo la fotografía del certificado, porque su cabello parecía punta de chayote, cuerpo de puerco espín); y acá está Víctor (quien sigue siendo un muchacho que difícilmente pierde la armonía, siempre se muestra muy correcto, tanto que llevó a dos de sus nietos a la reunión del parque central para que se tomaran una fotografía con el maestro Luis, el maestro de su abuelo).
Acá estamos los que fuimos y seguimos siendo. Después de la fotografía, estos niños y Jorge Domínguez (que no salió en esta fotografía), se trasladaron a la “Cama de Piedra” para tomar una cerveza y comer butifarras. Ahí Fer (el más travieso) volvió a contar el chiste del doctor y Jorge rio, con esa risa que Memo dice hace la bulla de cinco.
Ahí el maestro Luis contó recuerdos del maestro Juanito (marcaba: ¡uno, dos, uno, dos!, pero iba él solo, porque sus alumnos iban por otro lado), del maestro Beto (como su papá tenía una botica les preparaba unas bebidas bien sabrosas, pero pegadoras), del maestro Javier (siempre lloraba, era muy sensible), del maestro Víctor (juntos arbitreaban los partidos de básquetbol).
Posdata: Acá estamos, querida Mariana. Acá estuvimos. Fuimos. Somos. Seguimos siendo. Seguiremos.
En el 2018 cumpliremos cincuenta años de haber salido de la educación primaria. ¡Cincuenta! ¡Uf!