jueves, 5 de diciembre de 2019

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (IV)




Carlos Fuentes escribió acerca de la muerte, lo hizo (qué tonto lo que diré) en vida. La única manera de vencer a la muerte es retarla en vida, decirle maldita, cabrona, como le gritó Carlitos, en la oscuridad por la ausencia de sus hijos. Los muertos ya no hablan. ¿Para qué hablar si ya llegó el acomodo, si el caos cesó de pronto y para siempre?
Por esto, para vencer por siempre a la invencible es preciso escribir una especie de autobiografía para que los testimonios de vida queden plasmados para siempre, para que las palabras sean la huella fidedigna de que la muerte, lo único que logra es acomodar los fragmentos que, alguna vez, estuvieron llenos de luz y de aire.
Los que saben dicen que Carlitos bautizó a su hija con el nombre de Natasha en honor al personaje de Tolstoi, de su novela “Guerra y Paz”.
Jazmín, sin decirlo así, cree que la vida es la guerra y la muerte es la paz. Tal vez no sólo Jazmín lo cree, tal vez es certeza general. Con frecuencia escucho que cuando alguien muere, los cercanos piden para el que ya no está: Que descanse en paz. En el momento de la muerte acaba la guerra.
Bueno, todo este manojo de palabras es para decir lo siguiente: Es necesario escribir los testimonios. La escritura, nos han dicho los que saben, sirve para exorcizar demonios. La escritura de las memorias exige entrar al túnel donde están los unicornios y monstruos del pasado; es decir, nos exige caminar por sendas llenas de luz y sendas plagadas de víboras y tepocatas (diría un malhadado ex presidente de la república). Todo mundo debería atreverse a hacerlo, porque, al final del túnel, el espíritu halla sosiego. Cuando se pone en papel los fantasmas, éstos, como si fuesen primos hermanos de Drácula, se pulverizan a la luz del sol. Quienes escriben sus recuerdos los invocan y los exorcizan.
Los escritores que se han atrevido (animado) a escribir sus memorias han hecho un ejercicio de escritura real. Se sabe que los narradores son expertos en “inventar” historias. Toman un personaje y le adosan una vida. Cuando escriben su autobiografía el personaje debe circunscribirse a recontar lo que ellos han sido. En la escritura de las memorias, la ficción es un ente ajeno que debe desaparecer de la mente del escritor. Se escribe acerca de lo vivido, lo más cercano a la realidad real. En la autobiografía la invención es un elemento ajeno.
Cuando acudo a un parque me sucede, muy a menudo, que comienzo a imaginar las vidas de quienes por ahí caminan. Sé que cada uno de ellos tiene una vida propia y sé (estoy seguro) que esas vidas (sean de jóvenes o de viejos) son vidas plenas de detalles luminosos y ominosos (sean de personajes célebres o de personajes que pasan por la vida en forma anónima). Sé que si ellos tomaran la determinación de escribir sus memorias éstas serían increíblemente ricas en destellos.
Me siento en una banca del parque central de Comitán y veo a las personas caminar frente a mí, o sentarse en bancas cercanas. A algunos de ellos los conozco (a ninguno conozco como sí conozco la palma de mi mano. ¿De verdad conozco bien la palma de mi mano? Casi no la reviso, casi no la veo. Me lavo las manos todos los días, en varias ocasiones, y, sin embargo, jamás la he revisado como debería. A veces pienso que debería revisar mi palma como si fuera una de esas mujeres con turbantes que en los cafés se viven la vida leyendo la palma de las manos a los clientes, tal vez me sorprendería hallar la serie de símbolos que encierran las palmas). A otros no los conozco. A los que conozco, los conozco porque he hablado con ellos o algunos amigos me han hablado de ellos. Conozco, por ejemplo, la vida de algunos boleros, porque he platicado con ellos y, por la superficie, he andado en sus veredas, pero, la verdad, jamás he estado en lo más intrincado de sus selvas.
Como soy escritor, a veces veo a alguna persona y comienzo a inventarle una historia. Es una historia ficticia, algo que se aleja, sin duda, de la realidad. Me gustaría conocer la historia de cada uno, así como me gustaría entrar a todas las casas de Comitán, para husmearlas, para olerlas, para sentirlas.
Me sorprendió un día leer que Umberto Eco, el novelista y ensayista italiano, reconocía saber más de la vida de Leopold Bloom (personaje del “Ulises”, de Joyce) que de su papá. Hay millones de Ecos que desconocen las vidas de sus papás, que sólo tienen retazos de las vidas de sus padres. Esto es una tragedia, una tragedia más dramática que el hundimiento del Titanic o que la muerte de Natasha Fuentes Lemus, la hija de Carlitos, el mujerujo.
En efecto, la carencia de testimonios de vida nos lleva, en muchos casos, a saber más de personajes ficticios que de personajes reales. Por esto, cuando alguien escribe sus testimonios la vida se alarga como si fuera una cinta de luz, amable al tacto, dúctil al corazón.