lunes, 23 de diciembre de 2019

CARTA A MARIANA, CON RECONOCIMIENTO DE DEPENDENCIA




Querida Mariana: Dicen que aquel navegante se ataba al palo de la vela del barco para no caer en la tentación. Se ataba para que los cantos de las sirenas no lo subyugaran. Digo esto, porque ahora (sin que ello me cause resquemor o infortunio) tal comportamiento es el día de mis días. Camino atado para no escuchar el influjo de las tentaciones.
Hubo un tiempo que no fue así, caminaba orondo por la proa del barco y me bajaba ante el primer canto, caía en la tentación.
Esto que digo me hace pensar que nunca he tenido un carácter fuerte, siempre he estado sujeto al vaivén del aire, de la ola, de la mano que me jala para uno u otro lado.
Hace dos o tres días saludé a Quique en un andador de San Cristóbal. ¡Bonito arguende! Ambos vivimos en Comitán y nos vemos muy de vez en vez. Tuvimos que viajar a San Cristóbal para abrazarnos, para decirnos que nos queremos.
Y digo esto, porque Quique fue siempre la mano que me jaló, la que me llevó a vivir la vida en mi adolescencia. Me hice tan dependiente de él que no me movía cuando estaba lejos de él. Me sentaba y esperaba, esperaba que llegara para decirme que fuéramos al cine, al café, a la cantina, al baile, a la montaña, al boliche. Me acostumbré a no decidir, me acostumbré a que él decidiera por mí, por ambos.
Un día, no sé cómo, caminé por una vereda donde Quique no estaba y él pensó que yo me había extraviado, pero no avisó a Locatel, ni entró al bosque a buscarme. Y yo, al verme solo, no tuve más que pararme y caminar solo y miré que podía hacerlo, que mis pies me sostenían con gallardía y me llevaban, si bien no a las más altas cumbres y a los abismos por donde había estado al lado de Quique, por caminos donde el aire jugaba en las frondas de los árboles. Caminé al lado de los libros, muchos libros, decenas de libros. Y comprobé que cada escritor era una mano para recorrer caminos altísimos. Y entonces, por primera vez en mi vida, decidí que ya no iría con Quique a revisar cómo había amanecido el mundo, sino que me dejaría llevar por los caminos donde me jalaban esos escritores que tenían nombres semejantes al de mi amigo de toda la vida, pero que aparecían en los noticiarios y en las portadas de revistas especializadas, porque tenían una vida intensa, que contaban desde un escritorio.
Pero no pensés, querida mía, que ya estoy curado de ese síndrome de dependencia. No, aún no poseo el libre albedrío. Sigo dependiendo de los otros, ahora de aquellos expertos que saben de literatura y que me dicen por dónde debo caminar, por dónde está el canon.
En dos o tres ocasiones entré con Manolo a locales especializados en música. Lo vi revisar los acetatos y elegir sin conocimiento previo del grupo o del solista, lo hacía con una convicción dictada por una corazonada musical. Cuando iba a su casa y me ponía los discos elegidos al “azar” escuchaba que de tres había pegado en el surco genial en dos. Su instinto musical le permitía atreverse a caminar solo por sendas nunca recorridas. Eso me parecía una actitud de un Borges musical, descubría talentos y los daba a conocer al mundo. Yo no puedo hacer esto con libros. No puedo. He intentado, pero todo me falla, por eso necesito lazarillos, guías que me indiquen qué leer. Por esto digo que el Nobel es uno de mis semáforos en verde. Este año he leído (faltaba más) obras de los dos premiados (el de 2019 y Olga, ganadora del 2018). Por eso, ahora he puesto especial atención a la lista de los 50 mejores libros de 2019, publicados en el periódico El País, de España. En primer lugar colocaron la novela Lluvia fina, de Luis Landero, y en segundo lugar Los errantes, novela de Olga Tokarczuk, novela que, te conté el otro día, estoy leyendo y que es un dechado del buen decir. Por esto, desde ayer, ando en caza de Lluvia fina, de Landero, escritor del que nada he leído, pero que ahora se convierte en amigo por conocer. Manos expertas me han dicho que por ahí debo caminar, por ahí ¡caminaré!
Soy incapaz de entrar a una librería y curiosear y comprar un libro del que nada tengo como referencia. El otro día pasé a la librería del Centro Cultural Jaime Sabines y compré la novela Purga, de la escritora danesa Sofi Oksanen. La compré porque (snob al fin) tenía una cinta que mencionaba que había sido un libro revelación en Francia, más de doscientos mil lectores la adquirieron. ¿Mirás cómo funciono? Funciono a base de recomendaciones de expertos. Esto debe ser una especie de resaca juvenil. Me acostumbré a que Quique me indicara el camino a seguir. Yo, en ese tiempo, pensaba que Quique era experto en cuestiones de vida.
Posdata: A veces voy al parque, me siento en una banca y, mientras veo pasar a las chicas escolares y veo a los viejos (como yo) que se sientan ante las mesas de los cafés y dejan que la vida haga lo que hace con los seres humanos, pienso en el día que dejaré de depender de los otros y decidiré por mí mismo. Una vez quise hacerlo, boté todo por la borda del barco y decidí que iría a Cuba y luego a París, pero en cuanto abordé el avión supe que me quedaría en la sala de espera del aeropuerto de arribo sin abordar el otro avión, esperando que llegara alguien y me dijera que el camino no era por ahí, que debía recular, y así lo hice y, como decía al principio, este recule no me causó ni resquemor ni infortunio. Al contrario. Sentí que recuperaba la ventana que había abandonado.
Por el momento, espero que llegue la novela de Landero, en un paquete que contendrá, también, un Kindle, que me han contado es un chunche en el que podré leer libros digitales y podré reunir (si la vida me alcanza) a guardar cinco o seis mil libros.
Mientras tanto navego atado al palo de la vela del barco. Lo hago para no bajarme en cualquier orilla, subyugado por esos cantos que me dicen: ¡Alejandro, vení para acá, acá está la vida! He decidido que el tiempo restante de vida sea un mero bogar por este barco que tiene ya una ruta trazada, inmodificable: La ruta de un lector que viaja a todo el mundo y más allá, desde un sofá.