lunes, 30 de diciembre de 2019

CERTEZA INCIERTA



¿Cuándo supiste que serías escritor?, me preguntan. Lo supe desde el principio, respondo. Al principio no sabía leer con claridad las señales, pero ahí estaban, diciéndome que sería escritor. Algo en mí, sin tener plena conciencia, me lo advertía. Era como cuando el apostador decide poner sus últimas fichas al 27 rojo, en el tapete de la ruleta, ¡y gana! ¿Cuál es el prodigio que hace que la mente dicte la orden a la mano y que ambas coincidan en el movimiento de la bola que se detiene en el hueco rojo 27? Hay una señal que si se razona no se comprende, pero el portento sucede y modifica todo, el apostador se llena de una luz indecible, lo mismo sucede con todos aquellos que reconocen su vocación. Lo mismo sucedió conmigo cuando supe que sería lo que soy: escritor. Lo supe desde el principio, tal vez por esto siempre llevé una libreta y una pluma conmigo. Desde siempre, el papel y la tinta han sido como las alas para mi intento de vuelo; el papel y la tinta han sido las marcas de mis ancestros, las huellas que debo seguir para disfrutar este camino.
Me equivoqué en todas las demás vocaciones de vida, pero, por fortuna, en la más importante ¡todo me fue dado! Los dioses pavimentaron mi camino. Me preguntan: ¿Cómo supiste que serías escritor? Y, como si fuera un ave, abro el pico y canto, canto con voz clara sobre la última rama, la más endeble, la más frágil, la que parece a punto de quiebre, la que está más cerca del cielo.
¿Cuándo? ¿Cómo? En el instante de revelación, estas preguntas dejan de tener sustento, se convierten en simples hojas secas que abonan el suelo.
Supe que sería escritor ¡desde siempre! Lo supe la mañana que, en el sitio de la casa, bajo la sombra de un árbol de durazno, en lugar de echar agua al hormiguero, como sí lo hacían Víctor y Pepe, yo me entretuve viendo una mariposa posada en el charco. Lo supe la tarde que, en el Cine Comitán, Juan me dijo que saliéramos porque la película estaba muy aburrida y yo me negué y seguí viendo “Los olvidados”, de Buñuel. Supe que sería escritor la mañana que fui a la biblioteca que estaba en el corredor de la presidencia municipal y pedí “Las cartas de relación”, de Hernán Cortés (en su vieja edición de Porrúa) y, en lugar de escribir la tradicional reseña que había solicitado el maestro de literatura (que no era otro que Óscar Bonifaz) redacté una historia de ficción donde, en el parque central de Comitán, platicaba con un viejo que decía llamarse Hernán Cortés y me contaba el contenido del libro.
No fue difícil hallar el hilo de la vocación, porque, desde siempre, me sentí cautivado con las palabras y con las historias en papel. Jamás me sedujo la palabra oral, nunca me senté frente al abuelo para escuchar las historias de fantasmas o de aparecidos. ¡No! Yo buscaba el libro, la historia (tal vez la misma) escrita en papel. Me encantaba saber que el libro podía llevarlo a todas partes, el libro me daba alas para volar sin arriesgarme al diluvio.
Supe que sería escritor la tarde que vi la otra orilla y no tuve el arrojo de salvar el abismo para llegar a ella. Me quedé donde estaba, en la orilla que me correspondía, ahí me senté en una piedra y miré el sol ocultándose tras la montaña, y miré las estrellas y la luna y escuché al grillo que estaba junto a mí.
Supe que sería escritor cuando me di cuenta que mis compañeros y amigos eran siempre los que subían por la cuerda, quienes bajaban la pendiente en bicicleta con las piernas abiertas, quienes se atrevían a cruzar la calle y le hablaban a la chica que les gustaba. Supe que sería escritor cuando me di cuenta que yo era quien se quedaba siempre atrás, quien se sentaba en la banca y miraba a las chicas en el parque. Supe que sería escritor cuando entendí que yo no sería protagonista sino relator de los actos más soberbios del mundo.
Cuando me preguntan cómo supe que sería escritor, cuándo lo supe, no tengo empacho alguno en decir: Lo supe desde siempre, desde el origen. Si alguien me preguntara cuándo y cómo supe que los libros me daban oxígeno, respondería lo mismo.