lunes, 2 de diciembre de 2019

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (I)




Jazmín dice que la vida es un desacomodo, que el acomodo llega con la muerte, que la muerte acomoda la vida del ser.
No sé si esto sea cierto, pero cuando comienza la segunda vuelta del desacomodo es necesario poner orden en el caos; es decir, acomodar en los estantes de la memoria lo que nació del desconcierto.
Cuando reflexiono en lo que Jazmín dice pienso que en el principio todo estaba desordenado, así lo explicaba doña Esthercita en la doctrina, en el templo de Santo Domingo. Doña Esthercita nada sabía del Big Bang, ella, como si fuera un lorito de la selva, repetía: “En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…”, y, con un pase mágico, puso orden en el universo, porque, en efecto, el universo, después del Big Bang funcionó como relojito. Doña Esthercita nunca nos dijo, a los niños que acudíamos a la doctrina para recibir los boletos que cambiamos por juguetes y antojitos en las kermeses navideñas que organizaban frente al templo, que Dios no sólo había creado los cielos y la tierra, sino también los millones y millones de sistemas solares. Los escritores de La Biblia tenían imaginación limitada.
Jazmín dice que la vida es un desacomodo; es decir, la vida de cada uno de nosotros, los que vivimos. De su teoría colegimos que los que gozan de la paz eterna ya lograron el acomodo. Tal vez por esto, en muchas culturas la muerte es un festejo, un paso más, el paso decisivo al orden eterno.
Mientras tanto, los que vivimos, andamos en el desconcierto, tentaleando el aire, como si estuviésemos ciegos.
Por eso, antes de que todo se acomode, es preciso hacer un alto y un recuento de lo vivido. En este alto debemos reconocer que somos como gatos que trepan a los tejados, que llenan de pelos los muebles, que se entusiasman ante la vista de una gatita, que duermen durante el día y echan jolgorio por las noches; debemos reconocer que cada gato tiene su modo de sacar las uñas y de medir las entradas y salidas con los bigotes.
En el principio, decía doña Esthercita, todo estaba en tinieblas, Dios hizo un pase mágico e hizo la luz, y esta luz es la que ha acompañado al universo desde entonces y sólo se apagará en el instante que el universo (dentro de miles de años) se contraiga y, como si fuera un guante volteado, se esconda en un gigantesco agujero negro, sólo para volver a formar otro Big Bang, porque para quienes se preguntan cómo inició el Big Bang acá está la explicación, que no fue dada ni por Stephen Hawking. El Big Bang no fue más que la vuelta de guante de un universo anterior, que tuvo su origen, a su vez, de otro universo, y así hasta el infinito. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Así pues, cada ser humano debe, en algún momento, sentarse y, como sugeriría Eduardo Casar, ponerse a escribir, porque cada historia es un testimonio de vida, una célula de este cuerpo inmenso que se llama universo. Así como cada reloj o teléfono celular o un auto necesita que cada una de sus piezas marche de manera óptima para su correcto funcionamiento integral, las sociedades (¡el mundo! ¡nuestro mundo!) requiere que cada pieza se integre al corpus. Contemos los millones de desacomodos, en intento de acomodar las piezas. Que no quede un testimonio por contar, que se cuente todo, que se diga cuál ha sido la trayectoria de este proyectil errante. Que no sólo se cuente la gran historia de los grandes personajes cuyas decisiones afectan al mundo en general o a la pequeña parcela; es decir las historias de Churchill, de Gandhi, de Barack Obama, de López Obrador, de Emmanuel Cordero Sánchez, de Vargas Llosa, de Julio Cortázar, de Fidel Castro, de Luis Echeverría, de Jesús, de Homero, de Santa Teresa de Jesús, de Juan Pablo Segundo, de Pedro Infante, de la Callas, de María Félix, de Marie Curie, de Mario El Mocoso, de Luisa Loca, de Eraclio Zepeda o de Jaime Sabines o de Rosario Castellanos, ¡no!, que se cuente la historia de cada uno de los habitantes de este pueblo, de Juan, el de la miscelánea; de Pedro, el bolero; de María, la putita del burdel de a peso; de Yolanda, la maestra de kínder, jubilada; de Enrique, el futbolista; de Alondra, la chica que soñó con ser actriz; de Alfonso, el conductor del autobús de la ADO; de Martita, la vendedora de carne, en el mercado primero de mayo; de Azucena, estudiante universitaria. Sí, que se escriban todos los testimonios, porque cada una de estas vidas ha formado la figura irregular que es la vida. Nada de todo esto podrá dar orden al desorden, pero ayudará a hacer menos equidistantes los extremos.