viernes, 27 de diciembre de 2019
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (X)
El cuento concluía de manera puntual. El viajero despertó al sentir una frenada brusca. Abrió los ojos, estaba boca arriba. Vio las frondas de pinos que formaban un cielo cercano. Recordó que estaba sobre la góndola de la camioneta de los ancianos. Se incorporó. Lo primero que vio fue a dos tipos, con barba, despeinados, con el torso descubierto y pantalones de mezclilla. Estaban al lado de su automóvil extraviado. Los dos ancianos bajaron dando un portazo, casi al mismo tiempo. El anciano puso sus brazos sobre el borde de la góndola y dijo que ya habían llegado, que podía levantar su demanda con los policías, señaló a los dos barbones, y rio, al mismo tiempo que lo hicieron los otros dos. El viajero no supo qué hacer. Ahora no sólo tenían su auto los maleantes, sino también a él. ¿Qué sucedería? Se incorporó por completo. A pesar de estar por encima de los ancianos, de verlos desde arriba, se sintió más pequeño que nunca, y el alud de la realidad se le echó encima: apenas horas antes todo anunciaba un viaje luminoso y ahora... Cerró los ojos y se dijo que no debería haber hecho ese viaje. Todo había sido un quiebre angustioso. Ahí estaba a disposición de esos muchachos y de esos ancianos, que quién sabe qué pensaban hacerle.
Cuando pienso en el concepto Viaje sé que tengo mucho por escribir. Todo mundo tiene experiencias de viaje. A pesar de que soy una persona muy de casa ¡he viajado! Jamás, como muchos amigos, he “cruzado el charco”. Esta expresión siempre me causa asombro: Cruzar el charco. Todo un océano visto como un simple charco. Dicen que los viajes ilustran. No en todos los viajeros sucede eso. Hay muchos casos que los envuelve en soberbia. Es una idea sobrada decir que el océano es un simple charco. La ironía está formada de excesos.
He viajado a varias partes de México y, para no verme tan disminuido en experiencias internacionales, puedo contabilizar que en una ocasión estuve en Estados Unidos de Norteamérica y en otras (dos o tres) estuve en Guatemala. Pero, en Estados Unidos sólo estuve, unas horas, en Brownsville, Texas, que es una ciudad fronteriza, pegadita a Matamoros, Tamaulipas. Tal vez mi experiencia internacional más intensa fue la vivida en Guatemala. De niño viajé a la capital con mi mamá y mi tia Emelina; con Quique, Alicia, mi Paty y Sonia viajé a Atitlán y a la Antigua Guatemala. Pero, si digo viaje, digo que he viajado desde siempre a muchos países a través de la literatura.
Romeo, amigo que conocí en la Ciudad de México, cuando estudié en la facultad de ingeniería, en la UNAM, me contaba que tenía un tío millonario (he olvidado el nombre) que, cada año, como si fuera personaje de película, entraba a su biblioteca, le daba vueltas a un globo terráqueo, que tenía sobre el escritorio de cedro, cerraba los ojos y señalaba un lugar con su dedo índice. Abría los ojos y veía el lugar señalado. Sus vacaciones las dirigía a tal destino. El azar decidía en qué lugar pasaría sus vacaciones. No importaba el lugar. Romeo me contó que en dos ocasiones su dedo señaló el mar. Hasta ahí se dirigió, primero en jet o helicóptero y luego en yate. Llama mi atención que era su dedo el que elegía. Parece que el dedo en México es determinante en la esfera de los poderosos. Durante muchos periodos presidenciales donde el PRI era el partido dominante se habló de que el candidato era por “Dedazo”. El tío de Romeo elegía sus destinos de viaje ¡por dedazo!
La mayoría de mortales, simples mortales, tiene una forma más razonada y racional para elegir destinos de viaje.
Digo que mis destinos han sido modestos, sus pasos no han llegado más allá del territorio mexicano y dos puntos circunvecinos. Una vez, mis papás volaron a Canadá y los pensé como aves en viaje recíproco, si los patos canadienses volaban a México en época de frío, mis papás regresaban la cortesía.
El viajero pidió permiso para bajar de la góndola. Supo que estaba indefenso y al arbitrio de esos tipos, unos delincuentes, porque unos habían tomado su automóvil y otros lo habían llevado en un secuestro consensuado, donde él no sabía las reglas del perverso juego. Uno de los barbones caminó hasta la góndola y, con ambas manos, bajó la góndola y le ofreció una mano al viajero. Los tres tipos restantes rieron, se burlaron. El anciano hizo una reverencia a la anciana y ésta, como si fuera una reina, caminó por el sendero lleno de lodo.