viernes, 6 de diciembre de 2019

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (V)




Los escritores armamos vidas, damos vida a personajes. Estas vidas están hechas de retazos de hombres y mujeres con quienes nos topamos. Muchos escritores acuden a cafés (que luego se vuelven famosos cuando los escritores también se vuelven famosos, porque es un plus decir que en el café fulano de tal llegaba el escritor menganito. Los cafés, en alarde de mercadotecnia, colocan una placa al lado de la mesa favorita del escritor y en algunas colocan esculturas de los famosos escritores y los fanáticos de todo el mundo acuden a tomar un café y se sientan al lado de esa escultura y se toman fotos y el café se populariza). En esos cafés, los escritores observan el comportamiento de los peatones que caminan por la calle o de los clientes que se sientan ante la barra o debajo de las sombrillas al aire libre y describen sus rasgos físicos y les inventan historias que van desde las sublimes hasta las dramáticas, porque, personajes vemos, historias no sabemos. El tipo con sombrero de palma que está sentado en la mesa del fondo es un extranjero que llego al país por vaya usted a saber qué causa, puede ser que meses antes haya enviudado y está en fuga geográfica porque extraña mucho a su difunta esposa, o puede ser que esté huyendo de la ley porque delinquió en su país de origen, o puede ser que sea un gran director de cine y esté en busca de locaciones para su próxima película, o puede ser que sea un gigolo que anda en busca de su próxima víctima, o puede ser un fantasma que anda extraviado, o puede ser un escritor que no sabe que quien ha elegido como personaje de su próxima novela también lo eligió a él y estudia su comportamiento. A final de cuentas, la vida no es más que un juego de espejos donde todos jugamos el mismo juego, algunos de manera profesional, otros de manera improvisada, algunos en forma perversa, otros en forma inocente. El mundo de la literatura está plagado de seres humanos a semejanza de sus semejantes.
Pero, ya se dijo, cuando un escritor se sienta ante su computadora o su cuaderno y comienza a contar sus memorias debe hacer caso omiso de la realidad ficcional para trasladarse, por la magia del recuerdo, al mundo vivido en su infancia, adolescencia y madurez. Esta maleta de viaje no sólo contiene los recuerdos de lo vivido, sino, también, de lo escuchado. Yo recuerdo, por ejemplo, la sala de la casa de infancia, con cortinajes con tela de encaje, muebles de mimbre, una radiola, una consola y un rayo de luz que se filtraba por una ventana en tardes luminosas. En ese rayo, que era como una carretera dorada sobre el aire, viajaban cientos de motas de polvo, que se movían al azar, sin topetearse. Una de esas tardes entró mi papá, encendió la consola y colocó un disco que, antes de ponerlo sobre la tornamesa, limpió en el brazo cubierto con un saco. Cuando la música comenzó (una música francesa, en acordeón), mi papá dijo, mientras se sentaba en una mecedora: “Esta música le gustaba al tío Víctor”. El tío Víctor era un comerciante en San Cristóbal de Las Casas, que le había dado trabajo a mi papá cuando él era un muchacho. Hasta la fecha no sé cómo se llama esa canción, pero, en una ocasión estaba en la Lagunilla, con una amiga que se llama Rocío y que nunca volví a ver, y al pasar por un puesto donde vendían acetatos de 78 revoluciones, un hombre con la cabellera plateada hasta el hombro, que fumaba un puro, puso un disco en una tornamesa y escuché la canción. Vi a Rocío y le comenté: “Esta canción le gustaba a mi papá y al tío Víctor”, Rocío sonrió y me dijo que le contara de ambos, ¿quiénes habían sido?, y yo le conté lo que sabía de mi papá y lo que sabía del tío Víctor, un tío que no había visto ni en fotografía, pero que, por testimonio de mi papá, se volvió parte de mi historia de vida, hasta la fecha. Ahora casi casi lo puedo ver, puedo ver la bodega que tenía en la parte posterior de la tienda, puedo ver los estantes con latería de ultramarinos, puedo ver el rincón donde mi papá se sentaba sobre una caja de madera y abrazaba al gatito blanco que andaba de un lado para otro en la bodega y que era el guardián que impedía que las ratas y ratones (de cuatro patas) jodieran la mercancía, comieran la harina y destrozaran los bultos de azúcar. Yo no estuve ahí, no había nacido, sin embargo ¡puedo verlo!
Con mi papá platiqué muchas veces. Me encantaba ir con él de visita a San Cristóbal de Las Casas, su pueblo natal. Muy temprano nos subíamos al vochito que tenía y yo manejaba. En Teopisca desayunábamos en un restaurante a media cuadra del parque central, desayunábamos las delicias que ahí preparan: frijoles, chorizos y longanizas, queso fresco, cebollitas y palmito en vinagre dulce, crema y tostadas, todo acompañado, por supuesto, de un café calientito. Platiqué muchas veces con mi papá, pero olvidé preguntarle más acerca de su historia. Un día (inevitable) se fue para siempre y yo me quedé con un tambache de preguntas y de dudas. ¿En dónde hallar esta información? ¡Ah, qué difícil, qué penoso resulta comenzar a rellenar vacíos con testimonios que no son de primera mano, sino con relatos provenientes de sus amigos y compadres! Me dio pena reconocer que una canción que se escuchaba en aquel bar era una de sus favoritas, lo supe porque un compadre de él, al oírla, comentó: “Esta canción le gustaba mucho a tu papá. Le recordaba a una de las novias que tuvo.”, y yo sentí que una grieta se abría en medio del corazón, porque jamás el hijo le dijo al papá: “Contame de tus novias, de las chicas que te gustaron, las que estuvieron antes que conocieras a mi mamá”. Ahora todo tiene que ser de segunda mano.
Por esto, porque los vacíos no pueden llenarse con historias inventadas, es que en estos tiempos donde la convivencia es más lejana, se impone que cada persona se siente ante su computadora y escriba sus memorias, porque la vida está hecha con todas las vidas vividas y cada una de ellas es un engrane necesario para el mecanismo supremo que se llama vida.