martes, 17 de diciembre de 2019

CARTA A MARIANA, UN AÑO DESPUÉS




Querida Mariana: ¿Qué hiciste el pasado 10 de diciembre? Imagino que fuiste a alguna tienda en Guadalajara a comprar un detalle para tu abuela o, tal vez, fuiste a una fonda a comer una torta ahogada, porque el próximo viernes (¡ya este viernes!) viajarás de regreso a Comitán. ¿Qué hice el pasado 10 de diciembre? Viajé a Tuxtla, me trepé a un autobús de la ADO y miré por la ventanilla cómo el paisaje cambiaba a medida que subía a San Cristóbal y luego, como en un tobogán enloquecido, bajaba a Tuxtla. Como el camión llevaba el clima artificial no sentí el cambio del clima templado cálido de nuestro pueblo al friecillo de San Cristóbal y el calor asfixiante de Tuxtla. Fui invitado a participar en un conversatorio, a propósito de un homenaje que Coneculta Chiapas le rindió al gran fotógrafo coleto Vicente Kramsky.
Eso, entre otras cosas, hicimos vos y yo el 10 de diciembre, actos inusuales, pero sencillos. Y digo inusuales, porque el año pasado (el 2018) vos no estabas en Guadalajara ni yo viajaba a Tuxtla. Ese 10 de diciembre estábamos en Comitán. Recuerdo (lo revisé en mi bitácora) que vos y yo nos vimos en la tarde y fuimos al parque central y leímos el libro que leíamos en ese momento (“Linda 67”, de Fernando del Paso) y vos comiste una paleta de chimbo que compramos en “El Escritorio”, que es una papelería que, también, vende paletas y helados artesanales. Esa tarde de 2018 vos y yo estuvimos haciendo algo cotidiano, sencillo, pleno. Este 2019, vos y yo hicimos algo inusual: Vos estuviste en Guadalajara (allá no hay paletas de chimbo) y yo estuve en Tuxtla (saludé a mi amiga María Auxilio, la gran fotógrafa de Chiapas). Pero, después de todo, hicimos actos sencillos que no aparecieron en la prensa. Bueno, tal vez en algún periódico de Tuxtla se haya consignado que estuve en el conversatorio, porque el acto fue por demás relevante: Homenaje a un gran fotógrafo de Chiapas, de México.
Pero, ahora, 17 de diciembre de 2019, a las cuatro y treinta y dos de la mañana, escribo y pienso que Olga Tokarczuk (la Premio Nobel de Literatura de 2018), el 10 de diciembre, estuvo en un lugar único, sublime. Ese día ella recibió de manos del Rey Carlos Gustavo, de Suecia, el galardón que le fue concedido. ¿Mirás? El mismo día, tal vez a la misma hora, en otro lugar diferente al nuestro, Olga tuvo a decenas de fotógrafos frente a ella. Ni vos ni yo estuvimos frente a un rey, nosotros caminamos por calles donde caminaba gente que iba al mercado, a la iglesia, a la escuela o a la casa, escuchando los claxonazos y oliendo la podredumbre de basureros rebosantes; gente que cargaba mochilas, libros, botellas, bolsas con el mandado; gente que jalaba a sus hijos; gente que esperaba el colectivo debajo de una parada; gente que torcía la cabeza para ver a otro, que llevaba tatuajes en todo el cuello o vestía una falda que dejaba ver un par de nalgas generosas; gente que dormitaba en el cristal de las ventanillas de los autobuses urbanos, que se desesperaba adentro del automóvil; gente común. Olga, desde el día del anuncio, se volvió alguien famoso, más de lo que ya había sido, porque el Nobel de Literatura es como una varita mágica que concede un deseo jamás advertido.
Vos y yo, todas las mañanas, nos levantamos sin pensar que, en algún momento del día, tendremos decenas de periodistas, con sus cámaras, sus cables, sus libretas, esperando el instante que aparezcamos por la puerta para lanzarnos preguntas y sorprenderse porque están frente a un famoso. Vos y yo, igual que millones de personas en el mundo, salimos a la calle, respiramos hondo, cerramos la puerta y trepamos al auto para ir al trabajo. Pero hay personas, escritores, por ejemplo, que se levantan porque el timbre del teléfono suena y reciben una llamada que más o menos dice: “Le llamo desde la Academia Sueca, tengo el honor de comunicarle que le ha sido concedido del Nobel de Literatura de este año.” Y Olga, una mañana de octubre de 2019, recibió esa llamada telefónica o mensaje electrónico donde se enteró que le había sido concedido el premio correspondiente al 2018. Ella llegó a recibir su premio un año después, porque, vos sabés, en el 2018 no se entregó el premio por cuestiones absurdas, pero reales, no de realeza, sino de realidad. El 10 de diciembre de 2019, Olga, mientras vos y yo hacíamos cosas comunes y sencillas, se colocó en el centro del escenario de la Sala de Conciertos de Estocolmo y recibió un estuche con una medalla de oro con la efigie de Alfred Nobel. Mientras vos y yo comprábamos chunches (vos, un detalle para tu abuela; y yo, un libro en la librería del Fondo de Cultura Económica) ella recibía un cheque con la cantidad de novecientos setenta y cinco mil dólares (dieciocho millones y medio de pesos, más o menos.) Pucha, vos gastaste trescientos veinte pesos en una artesanía, yo gasté doscientos veinte pesos en un libro; Olga no gastó ese día, ganó dieciocho millones y medio de pesos. ¡Nadita! ¿Cuántos como ella? Pocos, muy pocos, sólo los elegidos por el destino luminoso.
Posdata: Estuvimos en lugares diferentes, hicimos cosas no frecuentes. Olga estuvo en el centro de la fama. ¿Nosotros? En la periferia, donde caminamos millones de seres humanos.
Estoy contento, porque te veré; estás contenta, porque volverás a tu Comitán, con los tuyos. Olga estuvo contenta.
Yo estoy contento, porque ahora leo “Los errantes”, novela de Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura 2018. Tiene instantes deslumbrantes, sublimes.
Siempre he dicho que el Nobel me permite acercarme a escritores que no conocía. A veces me desilusiono, porque la calidad está muy por debajo de las expectativas, pero en este caso, el Nobel de 2018 (que el mundo lee un año después) correspondió a una escritora de gran talento. Ahora que nos veamos te pasaré el libro. Lo disfrutarás. Lo sé. Por fortuna, la lectura es un acto de gente sencilla, común, pero selecta, grandiosa. Ya no miro las horas que regresés.