sábado, 7 de diciembre de 2019
NOS QUEDA SÓLO UNA CEIBA. DIOS LA CONSERVE MUCHOS AÑOS.
Vivíamos en un bosque. Los integrantes de la palomilla vivíamos en medio de altísimos robles, ceibas y framboyanes. Vivíamos al amparo de cielos limpios, sombras generosas. Los de la palomilla (Armando, Miguel, Roge, Jorge, Memo, Quique, Pedro y yo) éramos inseparables. Íbamos de un lado a otro, sin apartarnos. Los árboles, que eran nuestros padres, siempre estaban protegiéndonos. Cuando había tormenta (al contrario de lo que recomienda la gente), nosotros buscábamos el resguardo de esos enormísimos árboles. Ahí estábamos en zona segura.
Sé que lo mismo sucede en todo el mundo con las palomillas. Los papás de un integrante protegen a los amigos del hijo. Los otros papás se convierten un poco, o un mucho, en papás de todos los integrantes de la palomilla, por esto, los amigos caminan tranquilos, porque se saben protegidos, amados.
Éramos inseparables, felices. Nos conocimos muy jóvenes y nos volvimos los encuaches perfectos. Vivíamos en un bosque lleno de árboles, de flores, de pájaros, de lagunas, y de sol, mucho sol.
Pero un día volvimos la vista y hallamos que nuestros árboles comenzaban a secarse, como se han secado los árboles del parque de San Sebastián, y se habían quedado sólo con la cáscara. Y un día (infausto día) vimos que esas ceibas inmensas caían como caen los árboles bajo el hacha de los taladores. El talador Mayor había dicho que hasta ahí debían crecer esos árboles y don Armando, y don Arturo, y don Jorge, y don Roge y mi papá ya no estaban. Volvimos la vista y vimos que donde había estado un bosque sólo había dos árboles, los demás habían caído y, generosos, habían extendido sus raíces hacia arriba, hacia el cielo. Y ayer, ¡Dios mío!, me enteré que el penúltimo árbol había caído sobre la tierra. Mi compa Quique, quien siempre me manda mensajes diciendo que vayamos a comer, que pase yo a su oficina porque me compró una novela, ayer, a las siete con dieciséis de la mañana, me envió un mensaje que, estoy seguro, jamás quiso escribir, jamás quisimos recibir sus amigos: “Compadre querido, con profundo dolor te comunico que acaba de fallecer mi papá.” Sí, cayó nuestro penúltimo árbol. Todos lo lamentamos, porque lo que era un bosque ahora es como un desierto. La imagen que ahora tenemos es la de sólo un árbol que tiene un columpio que ya apenas se mueve con el viento.
Vivíamos en medio de ceibas. Nosotros éramos jóvenes y caminábamos felices por ese bosque. Escuchábamos el sonido de las hojas secas al quebrarse bajo nuestros pies. Ninguno de nosotros pensaba en la posibilidad de serpientes, porque esa tierra sólo servía como abono para nuestros sueños.
Era un bosque de robles. Los árboles eran altos, llenos de hojas verdes. Esos árboles oxigenaban nuestro camino, alimentaban nuestra vida.
Ayer, 6 de diciembre de 2019, se murió el penúltimo árbol de nuestro bosque. Sólo nos queda uno, una ceiba altísima, soberbia. Damos gracias a Dios por ello, pero lamentamos la muerte de los otros que, siempre, fueron hogar para aves, para nubes, para los más caros deseos.
¿Qué hacen los integrantes de las palomillas en todo el mundo cuando ven que sus árboles mayores se secan y caen? ¿Alguien puede decirme? ¿Alguien puede darnos la receta? No sólo es el acto de sobrevivir, ¡no! Los integrantes de las palomillas no deben sobrevivir, ¡no!, deben acomodar la palabra y vivirsobre, así, juntas las dos palabras para que la vida siempre sea como un camino hacia arriba.
Sé que todas las palomillas del mundo se abrazan; caminan, abrazados, como si caminaran por encima del agua. Siempre los he visto caminando hacia donde se oculta el sol, abrazados, los brazos de uno van sobre las espaldas de los dos cercanos y así se hace la cadena. La amistad es ese hilo que tejen los brazos abrazados, abrasados.
Hoy, nuestra palomilla (de igual forma que cuando se nos fue Miguel y nos dejó un poco tuncos del alma) se abraza. Los veo así, caminando juntos, caminando siempre juntos.
Lamentamos mucho la muerte del papá de Quique, un poco nuestro papá, un mucho nuestro papá.
Sé que eso hacen todos los amigos de todas las palomillas del mundo, se abrazan y se dedican a honrar la memoria de esos enormísimos árboles que son los padres y que, humanos al fin, se van secando, mientras prodigan sus luces, mientras reparten sus dones, no sólo a sus hijos, sino, también, a los amigos de sus hijos.
Envío un abrazo con todo mi cariño a Quique, a César, a Lucy y a Rodolfo. Un abrazo, con todo mi amor, a la tía Lucha. Ella y mi mamá son las únicas flores sobrevivientes de nuestro jardín común, del jardín de la palomilla.
Ahora debemos cuidar a la ceiba que nos queda. El maestro Memo está lleno de vida, pero lo sabemos, un día también se apagará, porque, lo sabemos, las estrellas del universo un día se apagan. Mientras tanto, nos abrazamos y nos decimos que fuimos afortunados, ¡lo somos!, por gozar de esos árboles que oxigenaron nuestros días y siguen vigilándonos quién sabe desde que agujero negro de todos los universos.
Como dice Sabines: “Que Dios bendiga a Dios”, pero que, también, bendiga el camino de luz que comenzó a caminar el licenciado Enrique Robles Domínguez y que bendiga al último árbol que nos queda, y bendiga a esas flores hermosas que son la tía Lucha y mi mamá.
Mientras tanto, nos abrazamos, lloramos, seguimos caminando juntos por esta dulcísima y terrible vida.