martes, 24 de diciembre de 2019

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (IX)




Hace como quince años hice un ejercicio similar al de Carlos Fuentes. Tomé algunos conceptos y escribí mi experiencia personal. Recuerdo que uno de los temas fue: autos; y otro fue: cantinas. Estos dos temas fueron como recorrer carreteras donde el puente termina de manera abrupta y uno corre el riesgo de caer en el abismo, un abismo que no corresponde al de una imagen real. No sé cuál sea la altura del puente más alto del mundo; es decir, el puente que esté por encima del vacío más profundo, pero este vacío se quedaba corto con el de mi experiencia. Mis carreteras comenzaron siendo ese camino lleno de luz que es siempre el viaje. La experiencia del viajero está llena de valles, de bosques, de pájaros que migran en grupos, de volcanes con la cima blanca, de puestos de fritangas a la orilla de la carretera, de riachuelos; los viajes siempre están llenos de ventanas por donde corre el aire y levanta el polvo de lo cotidiano; pero, los viajes, también, son el símbolo supremo de la incertidumbre, de no saber qué hay detrás de la montaña, qué hay más allá del bosque, qué hay en ese restaurante al que entramos al hacer una pausa. Recuerdo con emoción el cuento de un escritor argentino que cuenta lo que le sucede a un viajero al detenerse en una estación de gasolina, en medio de un desierto. El viajero baja de su auto, le pide diez galones de gasolina a un viejo que dormita en una silla, y se dirige al sanitario, donde no están bien definidos los letreros de damas o de caballeros. El viajero entra al primero, piensa: Si tiene mingitorio es para hombres. Adentro siente la bofetada de los orines y de la mierda que se desparrama por una taza al descubierto, sin aro y rodeada de papeles sucios. No hay mingitorio, por lo tanto, con una mueca de asco, se cubre la nariz, sale y dice: “Pinches viejas, son igual o peor de asquerosas que los hombres.” Como su necesidad física es de la vejiga decide orinar al aire libre, da vuelta a las galeras de los sanitarios, mientras camina se baja el cierre y busca su miembro, al completar la vuelta, un perro (encadenado) se le va encima, el perro ladra como si fuera una de esas mujeres que gritan en las plazas o en los mercados. El viajero se hace para atrás, trastabilla y cae, encoge el pie derecho, porque el perro casi lo alcanza con sus dientes de bisturí. Dentro del terror siente una oleada de alivio, ve su pantalón y observa el motivo de su tranquilidad. Mientras el perro (doberman) insiste en su ritual de guerra, el viajero se levanta, se limpia el polvo del pantalón con ambas manos y se desfaja la camisa para disimular un poco la mancha de la entrepierna. El perro sigue ladrando. Camina hacia la bomba de gasolina, ve (y esta imagen lo paraliza) que su auto no está. ¿Dejó la llave puesta? Se busca en la bolsa del pantalón y la encuentra. ¿Entonces? ¿Lo empujaron hacia otro lugar? Pide que no lo hayan puesto en directo y robado. Camina deprisa, llega hasta donde está el viejo, lo zarandea del hombro: “¡Mi auto!, ¿en dónde está mi auto?”
El viajero es la persona más frágil y fuerte del mundo. Se asume como una roca, pero cuando se ve envuelto en una situación lamentable, en un territorio desconocido, donde no tiene amigos, se vuelve arena, polvo, casi nada. Y como aquella mítica ave renace de sus cenizas, pero ya ha conocido la fragilidad del viajero.
Así pues, escribir esos dos capítulos de mi vida: autos y cantinas, pasaron de la luz prodigiosa a la más sombría oscuridad. Cuando terminé de escribirlos pensé que había recorrido, de nuevo, un túnel con peste de alcantarilla, por donde corrían ratas enormes, que más bien parecían tacuatzes furiosos y no simples roedores. Concluí que los excesos me habían llevado a modelar estos capítulos de mi vida con plastilina negra. Uno fue el exceso de velocidad y otro fue el exceso en la bebida. Mezclados ambos conceptos se convirtieron en lo que las autoridades viales advierten: una bomba. Y esto fue, porque sin conocer al poeta Baudelaire, estuve ebrio durante muchas horas de mi vida. Y me embriagué de trago (del más infecto. ¡Ah!, ¿por qué no conocí antes al poeta? ¿Por qué no leí su poema y comprendí la limpidez de su mensaje?) Baudelaire dio el secreto del misterio del viaje (el maestro Rafael lo pronunciaba Bodeler, pero Juan, mi compañero de aula, lo leía Bodel aire y abría los brazos como si fueran alas). Baudelaire (¿lo recuerdan?) en su poema recomienda:
“Deberíamos estar siempre ebrios. Eso es todo. No hay otro dilema. Para no sentir la terrible carga del Tiempo que nos destroza la espalda hasta hacernos besar el suelo, es necesario embriagarnos sin tregua.
“¿De qué? ¡De vino, de poesía, de virtud! ¡De lo que quieras! ¡Pero embriágate! ...”
No conocía a Baudelaire y cualquiera diría que fui dócil a su propuesta, pero me embriagué sólo de vino, porque no conocía la verdadera poesía y había olvidado la virtud, que mi padre me hincó amorosamente en mi infancia.
En el cuento, el viajero corrió hasta la carretera para ver si veía alguna huella de su auto. El viejo bajó el sombrero sobre su cara y se echó a dormir. El viajero llegó a la orilla vio hacia uno y otro lado. Sólo una sábana de vapor subiendo del asfalto. Pero vio un punto que se acercaba por el lado izquierdo, cada vez se hacía más grande, era una camioneta con la góndola descubierta, un Ford, pintado de verde. En cuanto se acercó logró ver a una pareja de ancianos, ella era la conductora, el anciano fumaba. Cuando la camioneta se detuvo ante los insistentes manotazos del viajero, el anciano sacó parte del cuerpo y preguntó qué deseaba. El viajero contó. El anciano volvió a ver a la anciana, ésta dijo que podía ser. El anciano le dijo al viajero que subiera a la góndola, que lo llevarían al pueblo más cercano, lo dejarían en la comisaría. Trepó, se recostó en el medallón posterior y, conforme se alejaron, vio al viejo de la gasolinera, despatarrado en la silla. No podía creer que en cuestión de minutos su vida había dado un giro inesperado. Cerró los ojos y durmió.
El viaje es rico en experiencias, hermosas, pero también incruentas. El viajero nunca sabe qué hay detrás de la montaña.