martes, 30 de junio de 2020
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
La imagen es sencilla. Una mujer observa el bosque. La imagen es frecuente, a muchas mujeres les gusta ver el bosque. El concepto bosque es masculino. Hay hombres que ven con agrado la hierba, hierba es un concepto femenino. El mundo del lenguaje está concebido a imagen y semejanza del modo como Dios creó el universo, en una mano puso a Adán, y como vio que no era bueno que el hombre estuviera solo, puso a Eva en su otra mano. Nadie reniega de la creación. Así es el lenguaje, está formado con términos masculinos y femeninos.
Acá hay una mujer que (así se ve en el pie del fotograma de un video exhibido en Youtube) se llama Rosario. Rosario no es un nombre exclusivo para mujeres, hay hombres que llevan dicho nombre. En mi infancia conocí a un hombre que se llamaba Rosario, trabajaba como chofer en la casa. Todo mundo le decía Chayo. Era un hombre fuerte, en su adolescencia había pedido un curso de fisicoculturismo, a través del correo. Me contaba que fue feliz el día que le llegó el libro que, en diez sencillos pasos, le prometía tener el mismo cuerpo que tenía el creador del programa de tensión dinámica: Charles Atlas. Chayo, que era un alfeñique, gracias a las lecciones del maestro y a su constancia, logró tener un cuerpo que parecía modelado por los grandes escultores griegos.
Esta Rosario, igual que Chayo, el chofer, tiene apellidos, ahí se lee: Figueroa Castellanos. ¡Sí!, ahora la identificamos, es una de las grandes escritoras del siglo XX, orgullo de Comitán, Chiapas, México.
Rosario mira el bosque. Conforme avanza la proyección nos enteramos que esta mujer no observa cualquier bosque, porque, en bosques también hay grados. Hay bosques que son tan anchos como el río Lacantún y bosques que son como pequeños arroyuelos. El bosque que Rosario mira no es un bosque modesto, no es un simple arroyuelo, ¡no! El bosque que ella observa, que bebe con su mirada, es el Bosque de Chapultepec, en la Ciudad de México. Un bosque lleno de magia, bosque sublime.
Y luego, en la proyección, nos enteramos que hubo un instante (ya viviendo en la Ciudad de México) que don César (padre de Rosario) compró una residencia de tres pisos, que daba justo frente al bosque. Esta imagen entonces, donde una mujer mira al bosque, no es más que la imagen de cualquier hora donde Rosario abría la puerta de su estudio, salía a la generosa terraza y se acodaba en un murete y se bañaba con el aire de Chapultepec.
Los que saben dicen que Chapultepec es una palabra náhuatl, compuesta de dos términos: Chapulli, que significa chapulín, y Tepe, que significa cerro; por lo tanto, Rosario vivía frente al cerro del chapulín.
Acá se ve la armonía de su mirada. Rosario bebió savia de un árbol lingüístico enormísimo, fue un cenzontle que brincó de la rama maya a la rama náhuatl con ligeros brinquitos. Ella, hija de Balún Canán (términos que significan Ciudad de las Nueve Estrellas), se llenó del aire emanado del tepe donde habita el chapulli.
Acá no hay más, son cuatro esencias las que aparecen en la imagen: el bosque, el aire, la mujer y el vuelo de su mirada. Rosario (la comiteca Castellanos Figueroa) embebió el bosque y se volvió un árbol, una ceiba, que oxigenó la cultura de este país y del mundo. Ella, la de las Nueve Estrellas, brincó como chapulín. Su mirada bebió los pinos del bosque de su rancho Chapatengo y, luego, los ahuehuetes de Chapultepec (siempre la che).
Chapultepec, para ella, no fue más que una extensión de Chapatengo. Ese bosque fue como el pequeño corazón donde se refugiaba el recuerdo de su Chiapas (siempre la che).
La che es femenina. Rosario es nombre para mujer y para hombre. ¿Puede usarse la che en masculino? Sí, también, ahí está el famosísimo Che. Cuando queremos hacemos el mundo más limpio, más terso. Hacemos más tersa nuestra mirada cuando nos paramos frente a un bosque y bebemos sus cantos y sus rumores. Ah, el aroma de la juncia fresca.
lunes, 29 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN PAISAJE DESLUMBRANTE
Querida Mariana: La mirada de las personas debe llenarse con luz, como si fuera un vaso de jocoatol que tomamos todas las mañanas.
Vos, por ejemplo, tenés la bendición de tener un cuarto en la planta alta de la casa y contar con una azotea que te permite ver los techos del caserío del pueblo, con sus árboles y con alguno que otro rotoplas panzón que jode la vista, pero podés mirás hacia el horizonte y tu mirada se llena de luz.
Mónica tiene la bendición de vivir en una casa que está construida en una lomita, a las afueras de su ciudad, le basta abrir la puerta de cristal de la sala para recibir el oleaje del viento que proviene del bosque que tiene al frente y sus ojos se llenan con las frondas y el vuelo de los pájaros y se posa, en la lejanía, en la sábana donde se acunan las casas de sus paisanos.
Leylani abre la puerta de su sala y camina sobre el césped y, a veinte pasos, mete sus pies en el agua tibia de la alberca y su mirada, igual que la mirada de Mónica, se llena con los árboles del parque que tiene a sus pies. La casa de Ley también está sobre una lomita. La diferencia de la casa de Mónica es que está en la periferia de la ciudad. La casa de Ley está inserta en el conglomerado de casas, pero tiene la bendición de estar construida en un altito y que al frente tiene un parque lleno de árboles.
Recuerdo que en un video acerca de la vida de Rosario Castellanos se ve que ella vivía, en la Ciudad de México, en una casa con tres pisos, casa que estaba ubicada frente al Bosque de Chapultepec. ¿Imaginás mayor bendición? El estudio de Rosario estaba en el tercer piso, abría la puerta y salía a una terraza que daba, exactamente, frente al bosque. Ella se acodaba y dejaba que su mirada, como pájaro, recogiera las semillas que, con el pico abierto, le demandaba su polluelo interior.
Ah, qué bendición. Vos sos consentida de Dios. No todo mundo posee la gracia de vivir en un espacio donde puede ver parte del pueblo. El maestro Óscar también tiene ese privilegio: cuando sube a su biblioteca, se asoma al ventanal y mira el valle donde descansa la Ciénega. Ah, sin duda que ahí pepena nubes e hilos de luz que luego vuelca en sus textos.
Tengo amigos que viven en la parte alta de la ciudad. Te he contado que Marco tiene una propiedad en lo alto del cerro, cerca de la Piedra de La Ametralladora, desde ahí domina todo el valle. El patio de su casa es como la proa de un enormísimo barco que, al estilo del navío de Peter Pan, navega entre nubes.
Los amigos que tienes sus casas en partes bajas o en casas de un solo piso han arreglado sitios y jardines bellísimos, para que sus miradas se llenen con rojos tulipán, con amarillos girasol, con blancos margarita y azules no me olvides.
Todos ustedes son consentidos de Dios. Yo también soy consentido de Dios, pero mi casa es pequeña, no tiene sitio, apenas, al frente, una cochera que, gracias a Dios, tiene las manos de mi madre y de mi Paty, porque si no fuera por ellas, que han improvisado un jardín lleno de helechos, orquídeas, suculentas, calanchoes, bromelias y lazo de amor, las paredes harían un paisaje triste. Por ello, debo levantar la vista, para llenarme con los azules, grises y blancos del cielo del pueblo. Para beber lo mejor de la vida no puedo mirar al frente, porque me topo con muros y los muros son la cárcel de la mirada, no la dejan volar en toda su plenitud. Salgo al breve espacio de la cochera y miro hacia arriba, siempre hacia arriba y encuentro figuras en las nubes, chuchitos, elefantes, leones y, de vez en vez, algún alacrán.
Por esto, sé que Dios me compensó con el don de la lectura. Mario Vargas Llosa dice que Borges escribió: “Muchas cosas he leído y pocas he vivido.” Yo no puedo competir con la capacidad lectora de Borges, que fue un hombre libresco, pero sí puedo decir que he leído algunas cosas y he vivido muchas, porque (vos lo sabés) casi no salgo de casa y pocos viajes he realizado, pero, desde mi silla, a la hora que tomo un libro, viajo y vivo cada una de las vidas que por ahí caminan. Siempre que abro un libro dejo de lado los muros de mi casa y me meto de lleno en esos espacios llenos de luz de otros paisajes, de otras calles, de otros cafés, de otras casas. Estoy en la mesa donde platican los personajes, en las camas donde retozan, en las orillas de los grandes ríos que caminan, en las playas de los mares generosos donde descansan. Vivo cada acto, vuelo con los vuelos de los escritores. Así compenso la brevedad de mi mirada en casa, que a cada rato se topa con muros. Mis ojos se llenan de puentes colgantes, de jardines llenos de fuentes y de árboles; mi mirada se extasía con el vuelo de tanta guacamaya en las selvas y se sorprende ante los abismos profundos de los fiordos, ante la belleza de la chica que se desnuda y entra al baño y se enjabona cada parte de su cuerpo. ¡Ah, qué bendición para mis ojos!
Posdata: Ahora agradezco a los dioses del arte por ese legado, por hincar en mi espíritu el don de la lectura. Parodiando a Borges digo: Pocas cosas he leído, pero he vivido muchas, porque el camino de mi vida es el camino de la lectura.
sábado, 27 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON PLÁTICAS DE SOBREMESA
Querida Mariana: Cuando era joven (ya hace un buen rato), había un programa en la XEUI, estación local de radio, que se llamaba “Sobremesa musical”. Como has de comprender, el horario era precisamente en el momento que la familia terminaba de comer y platicaba, con un cafecito bien caliente o un digestivo o un postre (a mí me encantaba comer obleas o quiebramuelas. Todavía tenía muelas para quebrar. Ahora ya no como quiebramuelas, porque, a la primera mordida, se convertiría en quiebra prótesis dental y yo sólo comería shopitas y hablaría como lo que soy: un viejo.)
Los encargados de la programación seleccionaban una música suave, instrumental. Antes (no sé ahora, porque casi no escucho radio) había barras programáticas con música especial, así, en la mañana había un programa llamado “Amanecer ranchero”, donde, como su nombre lo indica, trasmitían pura música ranchera. Ah, este programa era muy escuchado en las comunidades rurales. En la noche había un programa con música romántica, para enamorados. Pero, el que ahora recuerdo es el de “Sobremesa musical.” Y lo recuerdo, porque la sobremesa era un momento importante en la casa comiteca. Después de andar del tingo al tango durante toda la mañana (los papás en la chamba, los niños en la escuela, los abuelos leyendo el periódico en el corredor de la casa, las mamás preparando la comida y las abuelas regando las plantas del jardín), los integrantes de la familia regresaban a casa para comer.
No sé en casa de tus abuelos, pero en casa, a la hora de comer no se platicaba, porque era de mala educación y porque al comer una costillita y reírte con la bobera que platicaba el tío podías atragantarte. Por eso, cuando la comida había terminado, la sobremesa iniciaba y los mayores prendían un puro y tomaban un digestivo y las mamás sacaban el bordado y mientras la plática se daba en forma natural, la radio, como fondo, nos acompañaba con la Sobremesa Musical.
A mí me encantaba esa burbuja de silencio que sólo era rota a la hora de sorber la sopa, a la hora de cortar la carne con cuchillo y tenedor, a la hora de masticar las verduras o de beber un sorbo de limonada. En ese tiempo no lo sabía, pero los de casa practicábamos un precepto del zen: nos concentrábamos en lo que hacíamos, disfrutábamos cada bocado que (decía la abuela Esperanza) debía ser masticado en forma suave, pero constante, hasta casi hacerlo papilla.
Sí, querida mía, eran otros tiempos, tiempos más sosegados. Ahora, la sobremesa ya no se da. Los tiempos (antes de la pandemia) nos exigían comer parados, incluso, calentar las tortillas de manera rápida, porque había que regresar al trabajo o porque nos esperaban las clases de natación o porque quedamos de vernos con nuestra chica a las cuatro en punto, en la fuente del parque central. Todo era muy apresurado.
¿Se da la sobremesa en estos tiempos? No. Hubo un tiempo (Dios mío) donde la gente no sólo acostumbraba la sobremesa; es decir, la charla después de la comida, sino que también tenían costumbre de practicar la siesta. Los mayores entraban a sus habitaciones y, con la cama tendida, se quitaban los zapatos, se recostaban tantito y echaban un pestañazo. Era momento en que los niños aprovechábamos para ir a jugar al sitio, para hacer caminitos en los montones de arena y jugar carritos, para trepar a los árboles de jocote o, con un palo, cortar limas de pechito; era momento en que los mayorcitos jugaban a las escondidas con las primas.
Sí, eran otros tiempos, tiempos más cándidos, si me permitís la palabra, tiempos más inocentes, más de té de limón calentito.
Las calles comitecas también adquirían otro tiempo, un tiempo más dúctil. Los ruidos se escondían en una sombrita y descansaban; el silencio asomaba su cara de radio apagado y caminaba en puntillas.
Digo que sólo en los sitios y en los patios de las casas había movimiento con el rebumbio del juego de los chicos. Los papás y abuelos dormitaban adentro de los cuartos, que permanecían con las puertas abiertas.
Pau, cuando era más pequeña, con su inteligente inocencia me preguntó si la sobremesa era un juego donde nos trepábamos sobre la mesa. Su mamá rio mucho. Le expliqué a Pau en qué consistía la sobremesa, le dije que era un tiempo que, después de la comida, se usaba para platicar. Ella me vio con su carita de carpeta tejida en crochet y dijo que entonces era bobo llamarle sobremesa si todos estábamos sentados ante la mesa. Pucha, pensé. Su mamá volvió a reír. Le dije a Pau que su argumento era razonable.
Y cuando Pau preguntó si era un juego sobre la mesa, pensé que la mesa es el chunche integrador por excelencia. En torno a la mesa nos reunimos para celebrar la vida. Los otros objetos de casa no tienen esa capacidad de convocatoria, de aro luminoso. En la cama descansamos y, a veces, retozamos, pero (salvo prácticas raras) en la cama no pasan de tres integrantes; los sofás ayudan a la integración, pero hay love seat (para dos) o, igual que en la cama, sofás donde se sientan tres, no más. Las sillas (salvo prácticas raras) sólo admiten a la abuela, a la hora que teje o ve la tele o toma el café y platica con la comadre, los chismes del día.
Los juegos de mesa son variados, son un invento genial, porque ayudan a extender la cuerda del afecto entre amigos y familiares. ¡Ah, en el Comitán de antes, era tradición reunirse en torno a la mesa para jugar la sencilla lotería! Al grito de la lectura de las cartas, los jugadores colocaban granitos de frijol o de maíz en la casilla correspondiente, y era un momento excepcional cuando alguien colocaba la semilla, levantaba los brazos y gritaba ¡lotería!, la planilla estaba completa. El gozo de uno era el desencanto de los demás, pero, como todo era un juego, volvían a comenzar.
El premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, dice que el juego “sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte…” ¿Mirás?, el juego es una burbuja mágica. El juego, igual que la mesa, es una sustancia integradora. Los seres humanos tenemos al juego como una actividad esencial. Nos reunimos para jugar fútbol en el campo o en el patio de la escuela; nos reunimos para jugar básquetbol en el auditorio; nos reunimos para jugar baraja en la mesa de cantina o en la mesa de la casa; vamos al billar para echar un jueguito de pool o de carambola; nos encanta brincar la cuerda en el patio de la casa, trepar a los árboles de durazno y aventarnos, desde las ramas, sobre los montones de arena. El juego convoca. Millones de aficionados presencian, por televisión, un juego de fútbol soccer que sucede en Barcelona, España. Jugamos el juego de los otros y los otros juegan para que juguemos.
Ahora, en época de pandemia, reconocemos el valor del juego y la riqueza de la sobremesa. La mesa sigue siendo un elemento fundamental para la integración de la familia. Mientras comemos butifarras, tamalitos de bola, pan comiteco y bebemos café orgánico o cerveza o un vaso de vino, desplegamos sobre la mesa, como si fueran naipes, las anécdotas de siempre. Ahora, qué pena, pero es la cruel realidad, aparecen noticias desagradables, por situaciones que suceden en todo el mundo y, de forma ingrata, en nuestro pueblo. Pero, cuando, después de la comida, alguien propone un juego de mesa: naipes o dominó o ajedrez o lotería o turista o monopoly, la vida se trepa sobre la mesa y baila y canta y se para en un pie y luego en otro y levanta las manos como si quisiera volar, volar.
Recuerdo con emoción los instantes donde mi papá, mi mamá y yo, hacíamos la sobremesa y escuchábamos el programa musical de la XEUI. La vida tomaba un rostro de mariposa volando sobre claveles, la armonía era una muchacha que nos acompañaba y nos regaba pétalos de aire. Asimismo, recuerdo los momentos donde jugábamos juegos de mesa. Mi tía Emelina, en una visita que nos hizo, trajo un chunche fabuloso, era como una nave interplanetaria, con canicas en su interior. Lo colocábamos al centro de la mesa y a quien le tocaba el turno daba vuelta a una perilla en el centro, donde se agrupaban todas las canicas. Al accionar el mecanismo, las canicas se desplazaban a la periferia donde había agujeros con números. Muchas canicas entraban a los agujeros y otras regresaban al centro. Con pluma y papel anotábamos la puntuación lograda, era genial, cada agujero tenía una numeración por color de canica, así, por ejemplo, una roja valía cinco puntos y una blanca un punto. Luego le tocaba a otro jugador. Así nos pasábamos horas y horas, como dice Mario: Olvidándonos de la verdadera realidad. El juego no sustituye la realidad de la vida, coloca a ésta en una pausa, la hace tantito a un lado y le pinta un rostro de alegría.
Posdata: Deberíamos regresar a tiempos donde la sobremesa era un lapso integrador de la familia, donde unía a todos los integrantes, donde reafirmaba el valor esencial de la unión familiar. ¡Salud!, querida niña. ¡Salud, siempre!
viernes, 26 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN PAPALOTE
Querida Mariana: ¿Has oído hablar de “Casa Rosario? ¿Sí? ¿No? Bueno, hoy te contaré algo de “Casa Rosario”.
Pero, antes, diré que, igual que vos, igual que medio mundo, ahora tengo a la incertidumbre como compañera fiel. Igual que en las casas de muchos comitecos, esta compañera no convocada, casi indeseable, llegó en el mes de marzo y, sin tocar la puerta, entró, se sentó en una silla de la casa y ahí ha estado desde entonces. Ella, cínica, muy quitada de la pena, abre el refrigerador y come y bebe lo que encuentra. Cada día que pasa la veo más gorda, más cachetona, mientras yo, con las manos en las bolsas del pantalón, me pregunto: ¿Hasta cuándo seguirá la incertidumbre comiendo mi comida? ¿Cuándo, Dios mío, tendré una línea de mínima certeza? Ella no habla, me queda viendo, come una papa, y leo en su mirada algo como la mínima certeza que pido: Llegué junto con el virus y tardaré mucho, mucho tiempo.
Por esto, querida mía, me reconforto, cuando en el cielo de nuestro pueblo aparece un rayo de luz que ilumina el patio.
La próxima semana, mis amigos Fredy y Malena abrirán un local donde aliarán todos los conceptos que ellos han manejado en sus empresas.
¿Mirás qué buena noticia? Mientras, a diario, vemos notas que hablan de pérdida de empleos, de una posible recesión económica, de cierre de empresas, en el cielo comiteco aparece un papalote lleno de colores, que vuela alto, que ondea libre, que es un trapito que quita la mancha de la incertidumbre. ¡Es una buena señal! Es la señal de la existencia de personas que, contra viento y marea, siguen remando, porque la vida, siempre, ¡siempre!, está por encima de la desesperanza, del temor, de la incertidumbre, de la muerte.
Con la apertura de “Casa Rosario” un mensaje de luz aparece en lo alto: ¡La vida continúa! El local, con un diseño arquitectónico de vanguardia, con muy buen gusto, lleno de luz (distintivo permanente de la firma Culebro – Jiménez), ofrecerá cuatro espacios para satisfacer los deseos de su clientela.
¿Quién no conoce “La huerta orgánica”? Bueno, pues ahora, la huerta estará, no en el traspatio de la casa sino en el centro de este generoso espacio. Estos tiempos exigen productos sanos para el cuerpo. La “Casa Rosario” aporta su granito de luz para cumplir tal exigencia. Los clientes podrán acudir a la huerta y, respetando las normas sanitarias de esta pandemia, adquirir productos orgánicos.
Además de “La huerta orgánica”, “Casa Rosario” albergará la conocida Galería Nanishaw, que desde hace años fundó su propietaria María Elena Jiménez (la exposición inicial será con pinturas de Robie y Ninfa, dos connotados artistas plásticos); la tienda de artesanías Bejak (que incluirá talleres, dirigidos por Luis Guillén, destacado promotor cultural); el taller de diseño de Fredy Culebro Meza, empresario importante de la región; y, por último, Casa Romina, que ofrece artesanías y bisutería finas del país. ¿En dónde está ubicada “Casa Rosario”? En el Bulevar de La Federación, en el kilómetro 1260, yendo a la Plaza Las Flores, antes de llegar al desvío a Zapata.
¿Mirás? Cuando me enteré de esta buena noticia, que, insisto, coloca signos de esperanza en nuestros cielos altísimos, vi a la incertidumbre y le dije que en mi pueblo no nos vencemos, no nos echamos para atrás, seguimos, a pesar de los pesares (que son muchos) sembrando semillas de buen porvenir.
Posdata: La pandemia nos obligó a muchos a quedarnos en casa, la casa es el símbolo de protección en estos tiempos. Por esto, me agrada que Malena y Fredy, reconocidos empresarios de nuestro pueblo, hayan nombrado “Casa Rosario” a esta innovadora propuesta de servicios. Que la casa sea el rayo de luz que entre por la hendija e ilumine el corazón de la esperanza. El mundo no se detiene, la vida debe seguir, así, con buen ánimo, apostando por el porvenir, un porvenir (esperamos) que diluya poco a poco a esa mujer tan malévola, que se llama incertidumbre.
jueves, 25 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON LO MISMO, PERO DIFERENTE
Querida Mariana: En mi carta de ayer te contaba que una noche de 1967, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Aurora Bernárdez, estaban en Grecia, mientras yo, en la tarde, estaba en Comitán. Y ahora resulta que, “un día de la lluviosa primavera de 1957”, el gran escritor Gabo, que en ese momento no era tan famoso como lo fue después, en el bulevar de Saint Michel, en París, reconoció al Ernest Hemingway, otro gran maestro de la literatura mundial. Gabo dice que Ernest paseaba al lado de su esposa.
Y entonces hice mi línea del tiempo y vi que, cuando Gabo miraba caminar a ese enormísimo barco, con velas desplegadas, yo nacía en el luminoso pueblo de Comitán, distante saber cuántos kilómetros, saber cuántas nubes, de la Ciudad Luz.
Gabo también caminaba por el bulevar. Gabo perseguía su sueño. En esa persecución te topó con uno de los grandes. ¿Imaginás el momento, tal como lo vemos ahora? En ese instante, en un bulevar de París coincidían dos de los grandes creadores de la literatura, uno más joven que el otro, pero con la misma cuerda. Gabo dice que cuando lo reconoció le saltó el conejo periodista y tuvo el impulso de entrevistarlo, pero, ay, Señor, Gabo no dominaba el inglés y dudó con el español de Ernest. No hizo más que poner sus manos como bocina y gritar: ¡maestro!, el maestro volvió la mirada y se despidió de Gabo y fue, digo yo, como si se despidiera del mundo.
Mientras tanto, yo tal vez hacía caca en el pañal de tela (que luego lavaría la sirvienta y pondría a secar en los lazos del sitio); o, tal vez, qué bendición, como becerrito estaba pegado a la teta de mi mamá y bebía el calostro que me ayudaría a no estar tan enclenque.
Ese París del cincuenta y siete seguía siendo la ciudad deslumbrante, la ciudad donde llegaban los artistas de todo el mundo (incluidos los de la moda, porque París era la meca del arte en general). El Comitán del cincuenta y siete era un pueblo igual de deslumbrante que París, sin la fama de aquella hermosísima ciudad. El deslumbre comiteco siempre ha sido modesto, muy de camisas en manga, comparado con las estolas y los fracs del entorno francés. El Comitán del cincuenta y siete era un pueblo con aromas de tenocté, de ciprés, de eucalipto y de huele de noche, ese Comitán fue el que me recibió el año de mi nacimiento. El París que caminaron Ernest y Gabo tenía el aroma del perfume francés, algo así como el Chanel, número 5, que ahora usan algunas comitecas de caché. Los comitecos se bañaban con jabón de bola, los franceses casi no se bañaban, por eso se echaban encima el frasco de perfume.
El Comitán de la primavera del cincuenta y siete no tenía las flores cuidadas del Jardín de Las Tullerías, con simétrico diseño; ¡no!, el Comitán del año en que nací era el desordenado amontonamiento de colores y aromas que crecían en arriates, delimitados por ladrillos de barro recocido, del barrio de Yalchivol.
No teníamos bulevares, las calles eran empedradas y eran transitadas por los caballos de los hacendados y por los burros que cargaban los barriles con agua de La Pila.
En la Ciudad Luz las noches eran promesa de vida en los cafés, en los bares, en los salones, en los teatros; Comitán, ciudad también luminosa durante el día, era promesa de sombra durante las noches. Las luces de este pueblo en el cincuenta y siete eran como culitos de mushcac (luciérnagas), los encargados del servicio prendían las lámparas a las seis de la tarde y la apagaban a las seis de la mañana, pero, en algunos barrios de la periferia, los quinqués daban más luz que los focos.
En 1957, Gabo ya había publicado cuentos y su novela “La hojarasca”, donde aparecen algunos valles y montañas del mítico Macondo, que brotaría después como volcán en su famosa novela “Cien años de soledad”.
¿Y Hemingway? ¡Ah, el viejo, que caminaba el París del cincuenta y siete, ya era una celebridad! Ya había ganado el Pulitzer y el Nobel de Literatura. Por eso, cuando Gabo lo vio caminar por el bulevar fijó el instante para conservarlo por siempre en su mente y en su corazón.
Ahora, a la distancia, nos maravillamos al ver que, en la primavera del cincuenta y siete, año de mi nacimiento, dos Nobel de Literatura coincidieron sin coincidir en un bulevar de París, y no coincidieron, porque Gabo se concretó a verlo de lejos. En ese lluvioso día, Gabo soñaba, pero no sabía que su sueño alcanzaría la altura que ya había logrado Ernest, quien estaba a escasos cuatro años de ponerse una escopeta en la boca y desmoronarse los sesos, los sesos que habían dado tantas historias perfectas.
Posdata: Vos, como lo dije ayer en mi carta, podés jugar también el juego de qué hacías el año que murió José Saramago, quien murió en 2010. En 2010, yo… pero no, no puedo seguir, porque, como diría Nana Goya, eso es otra historia.
miércoles, 24 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA LÍNEA DE TIEMPO
Querida Mariana: El juego es muy conocido: ¿Qué hacías tal día, cuando sucedió tal cosa? Ayer releí el texto de introducción a los cuentos de Julio Cortázar, escrito por Mario Vargas Llosa. Mario escribió que 1967 fue el año donde vio juntos por última vez a Julio y a su esposa Aurora Bernárdez, porque, luego, a Julio se le calentó la cola y se separó de ella y fue a vivir con otra muchacha bonita, una que le gustaba el chupirul (Ugné Karvelis), y ¡así le fue! Con Aurora, dice Mario, todo era una complicidad genial, donde la literatura era la ventana más amplia, la más luminosa. Con Ugné, Julio la pasó mal.
Pero, digo que, cuando me enteré que en 1967, Julio, Mario y Aurora estuvieron juntos en Grecia, donde los tres oficiaban de traductores “en una conferencia internacional sobre algodón” y, en sus ratos libres cenaban en restaurantes frente a la Acrópolis, pensé que ese año yo tenía diez años, iba en quinto grado de primaria, en la escuela Fray Matías de Córdova, y mi mentor era el maestro Juanito Pérez, papá de la poeta Mirtha Luz Pérez Robledo; mi papá ya había construido la nueva casa, casa que estaba a cuadra y media de la escuela, por lo que yo salía de casa cinco minutos antes de la entrada a clases y llegaba a tiempo. Mientras Aurora, Julio y Mario platicaban de Edgar Allan Poe y de Marguerite Yourcenar, yo, en las tardes corría a la Proveedora Cultural, de don Rami Ruiz, y compraba las revistas de monitos de Memín Pingüín, de Kalimán, del Diamante Negro o Archie y, en casa, me sentaba en el piso del corredor, me reclinaba sobre una pared y, con el patio central frente a mi vista, leía con delectación. Eran tardes sublimes. Julio, Aurora y Mario estaban frente a estructuras de siglos, yo, más modesto, estaba frente al patio reciente de la casa reciente, donde había rosales y el cielo comiteco era un cielo blando, como de sábana recién lavada.
Te he contado que, luego de ser un lector apasionado de revistas de monitos, di el gran salto a la literatura.
En 1969, cuando Julio ya andaba con Ugné, yo corría (siempre ahí) a la Proveedora Cultural, que estaba en la llamada Manzana de la Discordia (frente al parque central) y compraba el ejemplar de la semana de la Biblioteca Básica Salvat. Recuerdo con gran precisión que el primer número de dicha colección fue “La tía Tula”, de Miguel de Unamuno. ¡Ah, qué deslumbre! Esa colección, que era de grandes tirajes a nivel mundial y, asimismo, de costo muy accesible, fue el detonante para que me convirtiera en el gran lector que soy.
Ahí conocí obras de Dostoievski, de Camilo José Cela, de Shakespeare, de Jonathan Swift, de Goethe, de Ana María Matute, de Julio Verne, de Cervantes (con el Licenciado Vidriera y otras novelas ejemplares), de Daniel Defoe (¡ah!, qué emoción recorrer cada página de Robinson Crusoe), de Tolstoi, de Chejov, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, de Pavese, de Virginia Woolf, de Borges, y de (¡sí!), Julio Cortázar y de Mario Vargas Llosa (mis amigas feministas protestarían en forma enardecida. Sí, las autoras publicadas en la Biblioteca Básica Salvat fueron escasísimas, contadas con los dedos de una mano, de una mano. ¿Por qué? Ah, no sé. La historia ya es vieja.)
En ese momento, yo no sabía que Mario, Julio y Aurora, años antes, se habían conocido en París y Julio había permitido que el joven Mario Vargas Llosa fuera un afecto cercano, porque Julio también fue escaso para relaciones de amistad; y Julio, Mario y Aurora se reunían en París, en la casa de la pareja y tomaban café y platicaban de los grandes autores que yo leía en el Comitán sacrosanto de los años sesenta.
Cuando Julio murió, en 1984, ya me había casado con mi Paty y teníamos a nuestros dos hijos: Alejandro y Fernando. Ya el maestro Jorge me había dado trabajo en el Colegio Mariano N. Ruiz e impartía la clase de dibujo a chicos de secundaria. Cuando caminaba con rumbo al trabajo, con rumbo al parque de San Sebastián, siempre llevaba un libro debajo del brazo. Mis horas libres las utilizaba en la lectura.
De lo que ahora te cuento, de este juego de qué hacía yo cuando tal suceso mundial ocurría, saco una hebra de hilo que es un hilo que siempre une a los escritores con los lectores: Ellos, como si jugaran con un gato (Cortázar fue amante de este animalito), nos sueltan un bollo de hilo, bollo que, nosotros los lectores, tomamos con nuestras manitas y desenrollamos felices. Al final, los otros, los que no son lectores, se enojan porque hacemos un desorden en el piso y dejamos tirada una serie de tallarines luminosos. Los no lectores, los que viven tranquilos sin acercarse a la lectura, no comprenden por qué los lectores necesitamos del libro como si fuera la fruta de la mañana, como si fuera la limonada de medio día, como si fuera la taza de café en la tarde, como si fuera el aire que infla el globo de nuestra vida.
Posdata: Vos podés jugar también este juego. En 2012, cuando murió Carlos Fuentes, ¿dónde andabas?, ¿qué hacías? Yo, el año de la muerte de Carlos había vuelto a Comitán, después de radicar en Puebla y… pero, bueno, esto, como diría Nana Goya, es otra historia.
martes, 23 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN TEXTO DE UNA TOCAYA TUYA
Querida Mariana: No todos los Alejandros son bonitos, yo salí medio escalera torcida; asimismo, no todas las Marianas son inteligentes como vos. Pero, ahora estoy contento, porque supe de una tocaya tuya que es escritora. Ella, Mariana Gómez Guillén, es hija de dos amigos míos: José Alberto Gómez Conde y Rosa Valeria Guillén Aguilar; es hermana de una niña linda que se llama Diana. Así pues, ahora, toco diana diana conchinchín por esta familia y aplaudo saber que Mariana es escritora, y digo esto porque conozco a muchos que se dicen escritores y no escriben. Mariana, a sus escasos once años (acaba de concluir la educación primaria en el Itaes) escribe y lo hace con gran frecuencia. Le gusta escribir. Me emociona saber que hay niñas que leen y escriben, porque a tu tocaya también le gusta leer. Bueno, no lee tanto como vos, pero, todo parece anunciarlo, sí se convertirá en una gran lectora, porque, vos lo sabés, los escritores deben leer mucho, mucho. No hay otra manera de apropiarse de conocimientos, necesarios a la hora de ejercer el acto creativo de la escritura.
Mariana es una niña sensible, atenta a lo que sucede en el mundo, y cuando advierte algún suceso corre a su computadora y su pensamiento y sus sentimientos los convierte en palabra escrita. Muchas niñas del pueblo (y de todos los pueblos del mundo) hacen ejercicios de redacción cuando la miss se los indica, pero son muy pocas las niñas que tienen la vocación, que sienten el llamado divino.
Por el momento, Mariana escribe ensayos. Recibí uno que habla acerca de la preocupación. Vos podés estar de acuerdo o no con lo que ella expresa, pero lo que no podés hacer es ignorar esa cuerda divina que la lleva a escribir, a ser, a su escasa edad, ¡una escritora!, una escritora comiteca.
Ahora recuerdo que Rosario Castellanos también comenzó a pequeña edad. Rosario envió sus primeros poemas a un periódico de Tuxtla y saltó la cuerda de la emoción el día que vio sus líneas en un periódico de distribución estatal.
En todos los pueblos del mundo hay ríos de agua limpia. En nuestro pueblo también hay muchos hilos de luz. Brindo por Mariana, deseo que esa cuerda invisible le permita volar muchos papalotes y sea el orgullo de sus papás y de nuestro pueblo y de todo el mundo. ¡Adelante! Sé que vos le dirías que lea mucho, mucho, mucho, para hallar un estilo propio y para que su acto creativo sea más diáfano, para que tenga una excelente ortografía y una correcta sintaxis. Yo le diría que escriba no sólo con mayúsculas, le diría que redacte sus textos con altas y bajas. Pero, bueno, ni vos ni yo estamos para andar dando recomendaciones donde sólo cielos altísimos cobijan el talento.
Con permiso de ella, te comparto el texto que escribió, para que mirés por dónde va el pensamiento de esta chiquilla, que ya es una escritora, porque ¡escribe!, y le gusta hacerlo y disfruta a la hora que llena de palabras la difícil hoja en blanco.
“La Preocupación
La gente se preocupa por todo. No digo que sea algo malo, pero cuando una persona se preocupa de más deja de hacer muchas cosas; puede caer en depresión, en la histeria; deja de pensar en las personas que lo quieren y se rinde. ¿No te has preguntado por qué la gente se rinde tan fácil? ¡Por el miedo!, es la respuesta. Cuando la gente tiene miedo no sabe qué hacer, pero el miedo te ayuda a ser más fuerte. La gente le tiene miedo a muchas cosas. Por ejemplo, uno de mis muchos miedos es la soledad. Sé que nunca estaré sola en la vida, siempre tendré compañía. ¿A quién no le da miedo estar solo toda su vida? Otras personas le tienen miedo a la muerte. En mi caso, yo pienso que la muerte es un camino diferente de hablar de religión. Hay gente que cree que existe la reencarnación, que cuando nos morimos vivimos una vida nueva o que vas al cielo, y hay gente que no cree en nada. El punto es que de tantas posibilidades, te preocupa la muerte. No sabes qué pasará cuando mueras, pero siempre, al final de todo, morirás, y ¿qué nos dice eso? ¡No te preocupes por la muerte! Tal vez llegará, pero eso no tiene que detener la vida. Es sólo aceptarlo y no pensar en eso.
“Otras personas se preocupan por el pasado. Que no hice esto, que no hice aquello. Esa es la gente que no hace algo, ¡se deprime! Oh, por Dios, es la tontería más grande de la humanidad. Tú decidiste lo que decidiste, y con eso te quedarás. Por eso, la gente no se debe de guardar nada. Vive tu vida al máximo y ya. Claro que hay que valorar la vida, tienes que preocuparte por tu vida, pero no en exceso. La gente se preocupa por todo, por el dinero, por su pasado, por la soledad, por la belleza. ¿Por qué la humanidad es así? ¿Por qué tenemos que preocuparnos tanto por tonterías, por cosas que no valen la pena? Ya lo dije una vez y lo volveré a decir: La preocupación es buena, porque ¿cómo fuera una madre que no se preocupa por sus hijos? Personas que no les importa sus vidas, serían personas que ya sufrieron por algo o que no quieren preocuparse por las cosas que de verdad importan, y se preocupan por las que no valen la pena.
“La gente debe cambiar en muchas cosas, y no se dan cuenta, nadie se da cuenta, que cuando alguien le dice a otra persona algo que no está bien, la otra persona se enoja, sin darse cuenta que la otra persona le dice eso porque la quiere.”
Posdata: Acá está, querida Mariana, la reflexión de tu tocaya en tiempos de pandemia. No es una tarea escolar, es el texto de una niña recién egresada de primaria, que escribe, por lo tanto, insisto, es desde ya ¡una escritora!
El maestro Beto Gómez fue mi maestro en el tercer grado de primaria, en la gloriosa Escuela Fray Matías de Córdova. La escritora Mariana es bisnieta de mi maestro. Uf, qué puente tan de hamaca luminoso, bien tejido.
lunes, 22 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, DONDE HAY UN CUERPO QUE ENCUENTRA SU CABEZA
Querida Mariana: Mirá la imagen que te anexo. Corresponde a un fotograma de un video hecho por integrantes de la Escuela Primaria Víctor Manuel Aranda León, de Comitán.
Mi amigo Armando Avendaño Rivera me etiquetó en esta publicación. Armando es maestro de Educación Física, de la escuela que lleva el nombre de quien fue director de mi escuela primaria, la Fray Matías de Córdova.
Siempre me encanta hallar esas cuerdas donde hay coincidencias, porque un hilo me lleva a otro y se hace un bordado bien bonito.
Y en este video, sencillo, de apenas cuarenta y cuatro segundos de duración hallé otra feliz coincidencia.
Te cuento. La historia es sencilla. ¿Mirás que acá hay un rostro y un cuerpo? Bueno, el video cuenta la historia de caritas de niños que andan en busca de sus cuerpos. Eso es todo. ¿Eso es todo? Uf, qué cuerda de luz tan impresionante, ¿no?
El video, insisto, es sencillo. El dibujo del fondo siempre está como escenario de la transmisión, está inamovible. Los que se mueven son los rostros y los cuerpos, los rostros que están en busca de sus cuerpos.
¿Una historia sencilla? ¿Una simple historia de caritas que buscan sus cuerpos? Sí, eso, no más. Pero con mucho más. Si pensás en lo que eso significa, la historia, hecha con elementos mínimos, sencillos, toma una dimensión fantástica. Rostros de niños que están en busca de sus cuerpos. Si la historia la llevás al plano de los símbolos, la historia toma una anchura que el río Jataté se queda angostito.
Pero, hay más. Y por eso digo que me encanta toparme con ventanas que abren a patios sorprendentes.
Al inicio del video, el rostro del niño que acá mirás aparece en el extremo superior y el cuerpo, un poco después, aparece en el extremo inferior. El buscador dice: “Cuerpo, cuerpo, vení para acá, pue, cuerpo. Si no venís te vo’a regañar”, y cuando el cuerpo se une al rostro, el niño dice: “Oh, gracias, cuerpo, por llegar, ya estaba bien cansado.”
Esto es un prodigio, mi Mariana querida. El rostro está cansado de andar como globo por el aire, necesita de su cuerpo. Pero (perdón, por la insistencia), eso no es todo.
Otro patio luminoso es el que se abre con el lenguaje que usa el niño, un lenguaje mero comiteco que suena hermoso, suena como canto de cenzontle alborotado. Vení para acá, le dice al cuerpo; si no venís te voy a regañar. Ah, qué hermoso suena el vení. Sé que es muy difícil trasmitir la voz del niño, pero, por favor, leé con voz infantil, como si vos anduvieras en busca de tu cuerpo y lo llamaras diciendo ¡Vení, cuerpo, vení!
Mi corazón se puso contento al ver que una producción en video retoma lo mejor de nuestra identidad y promueve nuestro modo de hablar.
En el video, de apenas cuarenta y cuatro segundos, luego aparece un cuerpo completo que dice: Quiero volar, y está volando; y al final, un nuevo rostro de chiquitío aparece y llora, llora, niña mía, y con la voz entrecortada, dice: “No encuentro mi cuerpo” y el espectador sufre porque ese rostro es como un globo extraviado, pero un segundo después ve ese árbol que parece una jacaranda y su voz cambia, se alegra y dice: “Mi cuerpo puede ser el árbol”, y su carita queda en el centro de la fronda y concluye: “Uf, por fin, tengo mi cuerpo”, y ahí queda, sustentado en ese rotundo tronco.
¡Qué maravilla! Qué producción comiteca tan sencilla, qué producción comiteca tan sublime.
Y entonces pensé en la unión de las ventanas, y pensé que este video, hablado en comiteco, donde rostros de niños buscan su cuerpo, es una metáfora visual de lo que pasa en nuestro pueblo. Andamos como rostros extraviados sin hallar el cuerpo. Hemos perdido el tronco con raíces que nos daba sustento e identidad.
Muchos jóvenes ya no usan el voseo, en algún momento lo botaron y adoptaron el lenguaje del centro de México.
Posdata: El poeta Balam Rodrigo dijo un día que nuestro pueblo es más rico porque habla de tú y de usted como en el resto de la república, pero tiene un mojol exquisito: el voseo. Y estos niños lo demostraron en este video, video que debía transmitirse en todo el mundo, porque es un video muy modesto en su producción, pero muy valioso en su propuesta. Uf, mi cabeza sigue dando vueltas. Son cabecitas de niños que andan en busca de sus cuerpos. ¡Uf!
Ahora que terminé la carta, alguien me dice que este videíto lo hizo el niño Samed Fidel Roig Chaine, con la asesoría de su familia, y ganó un concurso convocado por el Instituto Nacional de Cinematografía de México. ¿De verdad? No sé bien a bien si la información es cierta, pero puede ser, porque, insisto una vez más, el corto cortísimo es muy bueno, buenísimo.
¡Sí, sí, es cierto! Ya chequé los resultados de la convocatoria del IMCINE, concurso que se llamó “Un minuto de mi día en casa.”, y “Cuerpos perdidos” de Samed fue seleccionado como uno de los diez mejores trabajos. ¡Pucha! ¡Genial! Con decirte que María Novaro, la gran directora de cine mexicano, fue integrante del jurado digo todo. ¡Todo está dicho! Este video de un niño comiteco pone en alto los nombres del alumno, de su escuela, de su familia y de nuestro pueblo. ¡Bien! ¡Felicidades!
sábado, 20 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON SONRISA DIVINA
Querida Mariana: Antes de saludar, pido que mirés la foto con atención. ¿Alcanzás a ver el prodigio? Sí, ahí está un colibrí, tumbado con el pico boca arriba, como si estuviera en una playa de aire y tomara el sol al mismo tiempo que toma el néctar.
Pero, si mirás con más atención, verás que el espacio lleno de flores también tiene una corona luctuosa y una vela prendida. ¿Si lo alcanzás a ver? ¿Por qué? Bueno, porque es el velatorio de doña María Natalia Jiménez Solís, una querida señora del barrio Los Sabinos, que falleció, por un padecimiento que la agobiaba desde hace tiempo. El velatorio de doña María Natalia fue en su domicilio, casa donde cultivó con amor y pasión un jardín que nada le pedía a los jardines más bellos del mundo. Como si regara maná, todas las mañanas regaba agua y regaba semillas y flores con amorosísimo cuidado. No es raro, entonces, que el jardín siempre esté lleno de catarinas, de mariposas, de lentos caracoles y de muchos, muchos, colibríes. La sonrisa de doña María Natalia era la sonrisa de todos los colibríes que, con su aleteo infinito, hacían viento para que la dueña de ese jardín sintiera la brisa divina.
Porque, vos lo sabés, la leyenda cuenta que el colibrí es el espíritu de las almas buenas. Cuando un colibrí llega a un jardín cuelga hilos de luz. ¿Imaginás lo que sentía doña María Natalia cuando veía su patio lleno de colibríes? Ah, su corazón aleteaba al mismo ritmo que lo hacían los colibríes, sonrisa de Dios. Pero esta semana (es inevitable, es la ley de la vida), el corazón de doña María Natalia dejó de aletear, se posó sobre la flor del misterio y trincó el piquito.
Y digo que la fotografía es prodigiosa, porque a la hora que los dolientes rezaban un padre nuestro frente al féretro, todos vieron el vuelo grácil, liviano y portentoso de un colibrí, de un colibrí que parecía buscar algo especial. Todos se asombraron ante esa visita inesperada. La razón dicta lo más cercano a la ventana: El colibrí, acostumbrado a libar la miel de las flores, vio un manantial morado y entró a chupar miel (en Comitán, al colibrí también se le llama chupamiel). Pero, cuando uno deja a la razón de lado y toma la flor del misterio piensa que este colibrí quiso enviar un mensaje especial, porque miles de estas flores había en el jardín de siempre. ¿Por qué este enviado selecto eligió flores que estaban en la sala donde velaban a la dueña del jardín, a quien, con amorosa entrega, toda su vida cultivó flores para que los colibríes de la región tuvieran la miel de la vida? ¿Fue, como dicta la leyenda, el espíritu de un alma buena que llegó a despedir a la difunta? ¿O fue un animalito que, acostumbrado a ver a doña María Natalia todas las mañanas, extrañó su presencia y quiso, como mamá águila, tomar un poco de alimento con el pico para llevarle comida a su cría? ¿O fue la manera de recibir el espíritu de doña María Natalia? Porque, si hacemos caso a la leyenda (y el corazón así lo dicta) doña María Natalia, en el instante que dejó esta vida, se convirtió en un espíritu de alma buena.
El colibrí libó de flor en flor, cuando se hartó, levitó un instante sobre la sala y, con su corazón acelerado, salió de la sala. Algo como una sonrisa sembró en el aire, algo como un renuevo de aire dejó colgado en las lianas del corazón apachurrado de todos los que lloraban la ausencia de la madre, de la tía, de la amiga, de la vecina.
Ahora, días después sólo nos queda esta imagen. La imagen del colibrí (El Dios de la naturaleza lo bendiga siempre) que llegó a despedirse de la mujer buena.
Tal vez vos, querida mía, igual que yo, cuando mirás un colibrí en el jardín de la casa gritás para que los demás salgan a verlo, con mucho respeto permanecés en el dintel de la puerta y mirás ese prodigio y sentís que esa ave tiene un misterio especial. Su vuelo atolondrado, pero puntual, nos trae mensajes. Casi puedo asegurar que ninguna otra ave causa tal armonía. He visto loros volando por encima de la casa, pasan, según decía el poeta, como “un relámpago verde” y lo hacen con gran argüende, como si dejaran caer papeles con chismes. Cuando miro a los loros mi espíritu se alegra, baila a ritmo de mambo; he visto gaviotas a la orilla del mar, “cintas blancas, como cuerdas en medio del aire” y he pepenado un aroma de sal, de suspiro húmedo. Han sido imágenes soberbias, puño de nube. Pero, cuando, en el patio de la casa, sin tanto bombo y platillo, aparece un colibrí, mi espíritu siente un aleteo diferente, es como si una mano liviana acariciara la piel de mi alma. ¡Ah, qué paz! Y pienso, ¿cómo es posible que un animalito que aletea sin descanso, febril, injerte tal tranquilidad en mi alma? Y pienso que es porque el colibrí, en su batir rapidísimo de alas logra que el movimiento se vuelva cero; es tan sabio su movimiento que parece suspendido en el aire, como si una mano divina lo sostuviera. Así siento mi espíritu cuando veo un colibrí, suspendido por la mano de Dios.
Por eso, la noche de despedida del cuerpo de doña María Natalia, los rezos y plegarias y lloros hicieron que su espíritu flotara en armonía hacia el camino de la eternidad, pero fue el vuelo del colibrí, su colibrí, el que hizo que ese espíritu hecho de la Nada divina sonriera y sintiera una especie de sosiego eterno.
¿Cuántas personas tienen la despedida de sus animalitos? Conozco historias (vos también) de perros que se recuestan en la tumba fresca donde, minutos antes, enterraron a los amos. Pero, jamás había tenido la experiencia de la imagen donde un colibrí chupa la miel de las flores que están en un velorio.
¿Y por qué tengo esta imagen? Sucede que doña María Natalia es la mamá de Yessi Gómez Jiménez, quien fue mi alumna en la universidad. Cuando supe del fallecimiento de su mamá le envié un abrazo respetuoso, pero un día después hallé esta fotografía y, con la emoción caminando como tzisim en mis brazos, le pedí me diera permiso de pasarte copia y de platicarte lo que sentí, lo que siento. Le pedí permiso para decirte que acá hay un testimonio de la continuidad de la vida, porque, en medio del dolor de la muerte, está, como flama de vela, el encanto de la vida.
Yessi cuenta que en su casa tiene un jardín impresionante (así lo define), fue moldeado por las manos prodigiosas de su mami, esas manos que ahora están quietas, que florecen adentro de la tierra, tierra que le prodigó las flores más hermosas. Sí, yo he visto fotos de ese jardín, he visto fotos de unas enredaderas que cuelgan como frutos luminosos. Esas enredaderas son las consentidas de los colibríes, que, como niños acólitos, se cuelgan de sus campanas amarillas y rojas. He visto esas enredaderas en el corredor de la casa del doctor Roberto y en los corredores, espléndidos, del restaurante Villa Victoria, he tomado un té al lado de esa cascada que, sin alardes, humilde, nos habla de la bondad de esta tierra.
¿Y ahora? Ahora queda a los deudos seguir cultivando el jardín de doña María Natalia. Hará falta su mano bendita. Por supuesto que sí, porque ahora ella ya no abrirá los huecos en la tierra húmeda, ya no eliminará los bichos “perjuiciosos”. No, ahora, todos lo sabemos, será un colibrí que llegará a chupar miel de su jardín. Por esto, sus familiares no pueden abandonar el jardín, su jardín, deben cultivarlo con el mismo amor, para que cuando llegue doña María Natalia encuentre mucha miel en las flores y en el corazón de sus personas amadas.
Doña María Natalia no falleció por el virus tan letal. ¡No! Ella dobló sus alitas por otra dolencia. Es la ley de la vida. Los colibríes también mueren, dejan de aletear, dejan de batir sus alas, dejan de dar aire al aire.
Nadie puede dudar que doña María Natalia fue una mujer buena. Los hombres buenos son los que cuidan jardines, los que aman a los animales, los que echan abono todas las mañanas a la tierra donde crece la familia, los que respetan a la naturaleza.
Doña María Natalia fue técnica en contaduría. Muchas personas la conocieron en las oficinas del antiguo Banamex. Cuando nació el hermano de Yessi renunció al trabajo. Había decidido dedicarse de lleno a la atención de su familia, a cultivarlos como arbolitos de limón para aspirar el aroma del azahar, para (en lugar de libar) proveerles de la miel necesaria.
¿Y sabés qué? Fue una gran lectora, Yessi cuenta que su mamá, después de estar de arriba hacia abajo en la casa todo el día, tomaba un libro y se desvelaba leyendo. Pero, además, fue siempre muy desprendida. Si tenía una plantita de más la regalaba, porque, doña María Natalia siempre dijo que quien cuida a la naturaleza cuida el mundo y se cuida a sí mismo. Ah, decía: “son tan agradecidas las plantas que con un poco de agua adornan la casa.”
Posdata: ¿Mirás por qué le pedí a Yessi me permitiera pasarte copia de esa fotografía y contarte un poco, mínima parte, de la vida de su mami?
Doña María Natalia fue una mujer buena. El jardín de la casa ahora tiene una flor menos, pero, bendita naturaleza, ahora tiene un colibrí más. Cuando Yessi salga al jardín y mire el vuelo de un colibrí sabrá, lo sé, que ese espíritu bueno es el de su madre que llega a saludarla, a darle los buenos días, a desearle una buena vida, a decirle que siga amando las flores y a las catarinas y a las mariposas y a las babosas y a los caracolitos. Y su familia debe seguir poniendo los discos de Mozart, Vivaldi, los valses de Strauss que tanto gustaban a doña María Natalia y que tanto disfrutaban los colibríes que hace días recibieron a su mamá en el territorio del misterio eterno.
viernes, 19 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON MENSAJE EN LA PARED
Querida Mariana: No recuerdo si fue el maestro Beto o el maestro Luis, lo que sí recuerdo es la voz autoritaria, que hizo que los alumnos nos quedáramos congelados, a la hora que dijo: “El que pinta pared y mesa ¡demuestra su bajeza!”. Con una regla de madera que golpeaba sobre la palma de su mano, señaló el pupitre con una serie de rayones, que alguno de nosotros hizo con un clavo o con un punzón.
Tampoco recuerdo cuál era el dibujo o mensaje pintado, porque el maestro pidió que el conserje se llevara el pupitre y lo sustituyera por otro. El conserje, dijo el maestro, sería el pagano, porque él lijaría y barnizaría el mueble de nuevo. Y el maestro nos recordó que eso costaba dinero y que la nuestra era una escuela pública que carecía de recursos y, ya, trepado en el tren del civismo, nos invitó a ser niños buenos, para que, en el futuro, fuéramos buenos ciudadanos. ¡Ay, el profe! ¿Quién de nosotros pensaba en el futuro? El futuro era la hora del recreo que ya se acercaba, hora en que comeríamos chinculguajes con un vaso de atol de granillo, hora en que jugaríamos trompo o canicas, hora en que jugaríamos una reta de fútbol o de básquetbol en la cancha. El futuro estaba a la vuelta de la esquina del tiempo; es decir, a menos de una hora. Ninguno de nosotros pensaba en ser buen ciudadano, nos importaba ser buenos a la hora de jugar básquetbol y encestar muchas veces.
Pero, el mensaje quedó grabado en mi mente: “El que pinta pared y mesa ¡demuestra su bajeza!” Se entendía que la sentencia incluía, por supuesto, a los pupitres de la escuela.
Ahora, ya viejo, a veces, me siento mal, porque a mí (perdón maestro Beto o maestro Luis) me encantan las huellas que quedan en las paredes o en las mesas. Me encanta pasar mis dedos por una mesa de madera que tiene líneas de cortes con navaja o letreros que alguien, en algún momento, escribió. En Comitán (qué pena) muchos demostramos nuestra bajeza pintando enormes letras que decían el tradicional Cotz o pintando mensajes que decían: “Siga la raya…”, y con el dedo, como si fuera trenecito, seguíamos la raya que terminaba con un “Chinga tu madre.”, y sonreíamos, porque no era para tomarse la mentada en serio, porque no había a quién reclamar, más que a nosotros mismos por ser tan incrédulos de seguir la raya.
Sé que a una mesa de colección, una mesa de cedro que perteneció a la familia Castellanos, del siglo XIX, una imperfección le resta valor, pero una mesa de modesto pino se llena de vida cuando tiene rayas, cuando tiene pintas, cuando alberga un corazón que algún enamorado dibujó una tarde lluviosa.
A veces, cuando llego a una escuela, reviso los pupitres y disfruto mucho los letreros hechos por alumnos que, Dios mío, ¡demostraron su bajeza! Me gusta, no puedo evitarlo, las paredes que tienen mensajitos pintados.
Por esto, mi gozo no cupo en su bolsita, cuando miré la foto que te anexo. ¿Ya miraste? En una pared de una calle del barrio de mi pueblo, pintado en un coqueto rosa mexicano Barragán, con horma de ventanilla para solicitar sueños, apareció un letrerito. La frase fue tomada de una de las cartas que te mando. ¡Pucha, es nuestro privilegio! ¿Y sabés quién mandó a pintar ese letrerito? ¡Una maestra! Una maestra linda que me honra con su amistad. La maestra ha mandado pintar mensajes diversos, mensajes que motivan a los peatones; ella, con toda su familia, ha embellecido las calles del entorno, “plantando” macetas con flores en las banquetas. Y ahora, oh, señor, qué bonito, eligió unas palabras que te escribí algún día y las pintó sobre la pared. ¡Pintó una pared! ¡Ah, traviesa, niña buena!
Cuando su hija Chusy me mandó la fotografía mi corazón saltó la cuerda, se trepó en la rueda de caballitos, comió un algodón de París, voló como papalote con una gran cola (porque mi Paty, siempre que se enoja conmigo y reclama algo me dice: “Y no te das cuenta de la gran colota que te pisás.”)
Posdata: No sé cuándo escribí esto de: “En todos los pueblos del mundo hay personas que no talan árboles; al contrario, hacen nidos con sus manos.” Si pienso que no lo escribí yo, pienso que es una cita certera, en todos los pueblos del mundo hay personas que hacen nidos con sus manos. La maestra María Elena y su familia son de esas personas. ¿Mirás lo que hacen? Dignifican el entorno, siembran plantitas en las banquetas y siembran imágenes y palabras motivadoras en las paredes. ¡Qué familia tan bella! No todos los que pintan paredes y mesas demuestran sus bajezas. Hay muchos Picasso en el mundo que transforman esos materiales utilitarios y los convierten en bellas obras de arte, hacen nidos con sus manos.
jueves, 18 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON TÍTERES Y LIBROS
Querida Mariana: ¿Ya viste quién está en este fotograma? ¡Es Samy! El mayor librero de Comitán, el dueño de la Librería Lalilu. Es un títere que lo representa, es su avatar, hecho en Argentina. Uno de estos días, Lalilu, en coordinación con los titiriteros argentinos Manu Mansilla y Julia Sigliano (bebedores exquisitos de mate cultural), presentaron una función de títeres a través del Youtube. Los espectadores pagaron cien pesitos y disfrutaron la magia de los títeres, con una producción profesional, realizada desde Argentina.
El otro día vi en HolaTv la historia de un actor que, confinado en un hotel, presenta un monólogo los fines de semana, con la misma dinámica, los espectadores compran la entrada y desde la comodidad de su hogar, disfrutan con la magia del teatro. ¡Ah, benditos chunches tecnológicos que permiten esta maravilla!
Cuando Samy apareció en la pantalla (digo, su títere), Pau me mandó un mensaje: “Es igualito.”, escribió, y es que Pau conoce a Samy, porque, vos lo sabés, Pau es una gran lectora, por fortuna. Cada fin de mes entra a la cocina, se pone las manos en la cintura y le dice a su mamá que si ahora sí la llevará. La mamá de Pau no siempre puede, pero hace la fuerza de comprarle libros a su hija. A veces yo le llevo un libro de regalo y ese día la Pau es feliz.
Cuando Pau dijo que el títere de Samy era igual, por la barba, los ojos de chango lector y la montera que le escasea un poco, pensé que el títere estaba más bonito que el real, pero nada le dije a Pau, porque de lo que se trataba era de disfrutar lo que en el escenario ocurría. Le respondí: “Sí, es igualito.”
La función tardó como media hora. Los niños (todos, chicos y grandes), disfrutamos la función (Hugo me envió una cortesía.) Los títeres, vos lo sabés, tienen una magia especial, y Manu y Julia son titiriteros supremos. Una vez, te conté, Julia y Manu estuvieron en el programa Crónicas de Adobe, que conducía al lado de mi amiga Paty. Ah, tipos geniales, tipos lindos (diría Samy, con pronunciación Bonaerense.) Todo mundo quedó con ganas de más, de otro poquito, cuando terminó la función en Youtube. Pero nada, acabó el veinte, dijeron. A mí eso me gusta, que siempre los espectadores o los lectores quedemos con ganas de más, eso significa que la presentación fue divertida. A veces he ido a presentaciones de libros que son un Nembutal, esa pastilla que causa sueño. Los asistentes bostezan y piden que ya terminé el acto. Uf. Qué feo. Pero, lo que presentó Lalilu fue divertido, bonito.
La puesta en escena de Julia y Manu se llamó “La fantástica aventura de Teo y los libros.” (ahí se ve Teo en la parte inferior de la fotito.) ¡Ah, fue una historia bien divertida! El tal Teo (que acá se ve la montera color zanahoria), frente a la puerta de la Librería Lalilu piensa que ese lugar es un lugar aburrido. Ah, qué joda, libros, piensa, cuando hay tantas cosas por ver en el mundo. Pero una vez que está adentro, unos libros vuelan por encima de su cabeza y cuando los abre, las historias fantásticas aparecen. Manu y Julia dieron vida a personajes de cuentos infantiles y Teo se maravilló con esas historias.
Todos los espectadores vivimos la experiencia. Lo que contienen los libros hace que la imaginación vuele como papalote, llenan nuestras vidas con una luz maravillosa. Teo terminó pidiendo lo que pedimos los espectadores de la función: ¡Más, más historias!
Samy, el librero mayor del pueblo, ha realizado durante los cinco años que lleva con su librería una serie de actos que han dado vida cultural a Comitán. Ha implementado talleres diversos; presentado funciones de cine, de teatro, libros y más, mucho más. Su presencia ha sido un globo amarillo (naranja zanahoria) que ha llenado de oxígeno los pulmones de los niños, de los jóvenes y de los viejos.
Posdata: Samy ha traído el mundo al patio de Comitán; nos ha entregado libros, muchos libros; y nos ha dado la posibilidad de conectarnos con la inteligencia de otras partes, como lo hizo en esa tarde titiritera. Desde marzo no voy a la librería, por la contingencia. Ya te conté que bajé una aplicación en mi computadora y he comprado libros digitales en línea. Ahora leo un libro de Carol Joyce, que se llama “Memorias de una viuda”. Pero (Dios lo permita) pronto volveremos a salir e iré a saludar a Samy, a gozar ese espacio tan bello que tiene y me sentaré en una banquita para ver el jardín y descubrir el colibrí de lo inédito, de lo sorprendente, de la imaginación; y me solazaré frente a los estantes y, espero, hallaré algo que me jale con una cuerda de luz y sacaré mi paguita y lo compraré (no lo diré, pero a la hora que vea al Samy real y lo salude, pensaré que su avatar estaba más lindo, pero no lo diré, porque puede molestarse y Samy es un niño lindo, al que no debo hacer enojar.)
miércoles, 17 de junio de 2020
UNA HOJA DE LIBRO
Imaginá que te llamás hoja de libro, que sos hoja de libro. Imaginá que entrás a una librería y elegís qué tipo de hoja querés ser. En primer lugar tenés qué elegir entre ser hoja grande, mediana o pequeña; luego elegirás entre la clase de papel que querés ser, porque (lo sabe medio mundo) hay papeles finos (fifís los llamarían ahora) y papeles económicos. Hay hojas que brillan, porque están hechos de papel cuché; y hay hojas que son opacas, porque son plebe, son como de libro de texto gratuito.
¿Qué elegiste ser? ¿Hoja de libro pequeño? ¿Con ilustración o con pura palabra? ¿Hoja de libro grande con ilustraciones? Sí, tal vez te gusta ese libro que está en el estante de abajo, que cuenta la historia de los dinosaurios, o tal vez elegís aquel otro, el que está al lado de la Biblia, y que cuenta el cuento del barco que tenía alas y volaba.
Si elegís ser hoja de libro con puras palabras tenés mil opciones. Podrás elegir entre muchos temas. ¿Te gustan las biografías de personajes célebres de la historia de la humanidad? Ah, sería bonito que eligieras ser hoja de la biografía de Gandhi, por ejemplo, la página donde se cuenta cómo el Mahatma decide, antes que ser violento, luchar por sus derechos a través de la resistencia pacífica. Sé que suena un poco fuera de época, porque en estos tiempos todo mundo cree que es a través de la fuerza física que se logran las transformaciones.
¿Y si elegís ser hoja del libro que cuenta la biografía de Frida Kahlo? Ah, serás una hoja muy leída, porque a medio mundo le encanta la vida de la pintora mexicana. Pero, qué pena, si te toca ser la página donde cuenta que Frida seduce al viejo ruso de la piocha, también conocido con el nombre de Trotsky, o la página donde la mujer de Diego Rivera, la tal Frida, hace jueguitos de cama con Chavela Vargas. Bueno, como ya viste, podés ser una hoja de libro con chismes o con juegos o con información científica, porque podés elegir ser hoja de un libro que cuente la biografía de Einstein o ser una hoja de libro que cuente la biografía de Stephen Hawking para poder descubrir los Agujeros Negros del Universo.
Pero, me sonrojo al decirlo (me chiveo), podés elegir ser hoja de un libro de Sade. Con esto garantizás que serás muy leída por viejos perversones, porque, lo sabés, Sade agotó el tema de cómo manifestar una pasión sexual, sin tapujos, digamos que la historia sin biquini, la historia como si estuviera en Zipolite, playa oaxaqueña, maravillosa, donde los visitantes andan encueraditos, sin trajes de baño.
Pero, también podés elegir ser hoja de un libro con gran ternura, el que se llama “El Principito” y ser una página donde la gente se inspire y reflexione en las palabras que dice el bolencón: “Bebo para olvidar que soy borracho”. Por supuesto que esta cita es más importante que la conocidísima “Sólo con el corazón se puede ver bien”, porque la del bolo está más llena del misterio de la vida.
Pero, de igual manera podés ser página del libro “Rayuela”, de Julio Cortázar. Tené la seguridad que yo te leeré frecuentemente. Podés elegir ser cualquier página de ese libro maravilloso. Este libro es como, dicen los expertos, resulta la Biblia: En la página que lo abrás hallarás motivos de reflexión. Ahora, que escribo esto, hago la prueba porque tengo a mi lado la novela y la abro al azar y me topo con lo siguiente: “La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que en Ciudad del Cabo…”, y pienso que a muchas personas les sucede lo mismo: la vida termina siendo una confusión de pasajes, agencias de turismo y visados y terminan viviendo donde jamás imaginaron, donde, tal vez, no les correspondía, donde no querían.
En fin. Si imaginás que te llamás hoja de libro, si sos hoja de libro, te divertirás como si, a cada hora, te cambiarás de zapatos. Hay zapatos que son más cómodos que otros. ¿Qué necesidad de usar zapatos que sacan callos? Vos podés jugar a ser mil, cien mil, hojas de libro.
martes, 16 de junio de 2020
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA
El león no es como lo pintan, pero el gato sí. Acá, no hay misterio, está un gato orgulloso de poseer siete vidas, como si la vida fuese una semana y una vida se llamara lunes y otra martes y así. Los gatos saben que la séptima vida es la más sosegada, alejada de estar en busca de gatitas en tejados. La séptima vida tiene el sosiego del domingo. La séptima vida es para ir al parque con los nietos, comprarles globos y chunches para hacer pompas de jabón y algodones de París. La séptima vida es para sentarse en las bancas de los parques y platicar con los amigos de los tiempos idos, de cuando se aventaban de un segundo piso y caían parados.
Porque el gato de esta fotografía (que debe tener un nombre, pero que no quiso decirlo) se lanzó como puma desde el cuarto escalón y cayó sobre sus cuatro patas en el piso.
La fotografía es de lo más común, siempre y cuando no se reflexione en la paradoja. Y no me refiero a la clásica que menciona que es dos animales a la vez, porque es gato y araña. ¡No! Me refiero a que es un gato, un lindo gatito, que está en una escalera de caracol. ¿Lo ven? Un gato sobre un caracol. Si alguien quisiera hacer una relación extraña podía contar un cuento donde un caracol viaja encima del lomo de un gato, pero ¿cómo explicar a un adulto que un gato se posa sobre un caracol? ¿Cómo explicar a un adulto serio, de esos que usan traje y llevan portafolios de cuero y hablan por teléfonos celulares de última generación, que una escalera de caracol sirve para subir a la azotea dando vueltas y vueltas? Los adultos están acostumbrados a subir por escaleras amplias, anchas como ansias del mundo que sueñan con comérselo. Porque yo me he topado con muchos jóvenes que sueñan con comerse el mundo. ¿De verdad?, les pregunto: ¿Ya lo pensaron bien? El mundo, visto desde acá, de mi ventana, no parece muy saludable y les enseño fotos de lagunas contaminadas, de ciudades con cielos oscuros por tanto hollín, de peces con la panza bocarriba, con toneladas de basura, con cadáveres de perros (chuchos) en callejones donde dormitan borrachos al lado de suripantas de a dos por cinco. ¿Esto es lo que quieren comer? Y entonces, ellos, un poco chuchos, dicen que no, y contratacan y muestran imágenes donde hay chicas en biquini tumbadas en playas de arena fina, y me señalan los yates y los autos de lujo y los pent-house de edificios inteligentes y las mesas con botellas de champaña y pequeños trozos de pan con decenas de huevecillos negros obtenidos de la panza del esturión. Y ponen una sonrisa de cuchillo fino en sus rostros y me dicen que eso es lo que quieren comer, es lo que les espera, y yo, desarmado, ante tan contundentes argumentos les deseo suerte, les digo buen provecho y tomo un sorbo de mi limonada sin azúcar y veo la chica que pasa delante de mí y lleva lentes oscuros y una playera roja y unos jeans ajustados, y pienso que camina como una gatita bonita, pienso que ella no es chucha, como otras.
A mí me gustan los gatos, son tan discretos, tan soberbios, tan sin la fidelidad de los perros. Este gato, imagino, debe estar en su segunda o tercera vida, porque aún tiene la mirada alerta del cazador, del que corre detrás de un ratón y lo atrapa y lo engulle; la mirada del que detecta una gatita bonita en el tejado de enfrente y brinca sobre pretiles y elude la ropa que está puesta a secar y tamborilea, como conejo sediento, sobre las tapas de los tinacos y ronronea y seduce a las inocentes y les ensarta su pito que es como varita llena de espinas.
Cuando una sobrina vio la fotografía dijo que este gato tenía el pelaje atigrado. ¡Claro!, pensé. El gato (todos los gatos del mundo) son parientes lejanos de los tigres, de los leones, de los pumas. Por esto, a mí no me sorprende cuando alguien, detrás de un mostrador, fumando un cigarro, dice que en un viaje que hizo a África se topó con un gato empumado.
El gato que está sobre la escalera de caracol tiene los ojos verdes aceituna, pienso que en alguna de sus vidas ese color irá cambiando. Porque, ya lo dije, pienso que está en su segunda o tercera vida; es decir, si fuera un fruto diría que está verde, que está pollito (uf, qué mescolanza de idioma el nuestro. ¡un gato pollito! ¿Dónde se ha visto eso?) Conforme pase a la siguiente vida su carácter irá tomando un mejor color, irá madurando, hasta terminar en un amarillo Van Gogh. Por el momento tiene un verde Sergio Hernández.
¿Cómo explicarle a un adulto que los seres humanos sólo tenemos una vida y ésta no debería gastarse en soñar con comer el mundo? La vida de los seres humanos, para llamarse tal, debería ser como subir de a poco sobre escaleras de caracol, haciendo pausas en cada peldaño para ver desde arriba lo que hay abajo. Desde la posición de este gato, los yates no son tan imponentes, los autos de lujo se despedazan si chocan contra un árbol, contra un simple poste de luz. Y ya no sigo porque ahora pensé que también es motivo de reflexión decir ¡poste de luz!
lunes, 15 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN ALTO VUELO
Querida Mariana: Elías, siempre optimista, siempre luminoso, me dijo ayer por inbox: “Sí, Alex, ya lo dijo el poeta: “Volverán las oscuras golondrinas.” Si las oscuras golondrinas vuelven, ¡qué de menos nosotros! ¡Volveremos!”
Y mi rostro se alegró con esa línea iluminada. Volveremos. Igual que las oscuras golondrinas de Bécquer, nosotros volveremos a colgar nuestros nidos en los balcones de la esperanza, en la ventana de la vida.
Y nuestro pueblo volverá a ser ese camino blando que siempre ha sido. Volveremos a preocuparnos por minucias, porque el de vialidad impide que estacionemos el auto en disco rojo o porque el cajero de la CFE no nos permite abonar dinero para el servicio de energía eléctrica. Volveremos a enojarnos porque ese tipo de organización estacionó su camioneta justo en la entrada de nuestra cochera o porque la amiga que nos citó en el café se tarda más de una hora en llegar. Volveremos a molestarnos por bagatelas, por cosas que, puestas en la dimensión universal, son el vacío que llena la nada.
Pero también volveremos a sonreír al ver a nuestros niños trepados en sus triciclos, dándole duro por todo el parque de la Colonia Miguel Alemán.
Volveremos a pintarnos un tatuaje de tenocté a la hora que miremos a nuestros muchachos corriendo como conejos en una maratón. ¡Ah, qué alegre será, cuando sin bozales, volvamos a sonreír, aunque estemos chimuelos! Y volveremos a abrazar a los amigos a la hora de buscar una mesa para tomar la cerveza, para tomar el café, para beber un té o una limonada, a la hora de zamparnos un hueso de tío Jul o un pan compuesto. ¡Ah, qué delicia!
Volveremos a disfrutar el aire y el agua de Uninajab; abriremos nuestra boca como gaveta frente a la fachada de siglos del templo de San José Coneta; y caminaremos a mitad de la noche y miraremos los balcones donde duermen las golondrinas de Bécquer y donde se alimentan los sueños de las muchachas bonitas del pueblo. Y todo será como un patio amable y no tendremos que caminar como si fuésemos una pareja entrando a un motel. Todo será como un árbol de limón. Y, al cerrar los ojos, aspiraremos el aroma de los azahares y sabremos que ahí está la cuerda de la vida.
Y volveremos a reunirnos con la familia, en el patio, con la mesa de mantel blanco, y brindaremos con una copa de comiteco y bailaremos sobre la juncia fresca y miraremos los festones y la reja de papel de china que sirvió para celebrar al festejado. Y nos recargaremos en la pared del corredor y escucharemos la marimba.
Y las embarazadas ya no tendrán esa incertidumbre que ahora tienen; los enfermos de presión arterial recibirán la atención de siempre; las muchachas bonitas besarán a sus amados sin restricciones; los niños comerán su pizza favorita y pedirán un chimbo de postre; la gente saldrá de su casa e irá a escuchar marimba frente a la presidencia municipal, e irá al estadio y volverá a corear el gol y beberá cerveza y pedirá permisito, permisito, a la hora que le gane la gana de ir a hacer pis; y todo mundo irá al campo; y caminará por las banquetas llenas de laja y saludará al compadre y hará fila en el cajero y entrará a la tienda del compadre, no a comprar, a argüendear, a enterarse de los chismes. Y los temas de las pláticas serán los de siempre, lo de la hija de Estelita que salió con su domingo siete y tiene una panza de cinco meses, lo de la enfermedad de tío Milo, que no se compone; lo del Matías que abandonó la universidad, bobo, cuando sólo le faltaba dos semestres para titularse, todo por caliente, porque la muchachita loca, esa, le absorbió el seso y ya quiere casarse.
Volverán las golondrinas, volverán llenas de luz, abandonarán la oscuridad y volarán como avioncitos de papel, como papalotes hechos con carrizo y papel de china.
Volverán las serenatas con mariachi o con tecladista. Y los cielos serán limpios y altos, como siempre han sido; y los turistas regresarán a este pueblo mágico y tomarán una limonada o una cerveza en los cafés al aire libre del andador San José y regresarán a sus pueblos a contar que conocieron una ciudad llena de armonía, un pueblo que come hormigas, que habla de vos, que tiene un cantadito especial a la hora que habla, que descuelga nubes a la hora que sueña.
Sí, me encanta que Elías sea optimista, que siempre vea el lado oscuro de la luna y la ilumine. Pero cuando respondí el mensaje, su siguiente línea me volvió a la realidad: “Sí, mi querido Alex, todo volverá a tener buena cara, pero ahora debemos cuidarnos mucho, no salir de casa, para que luego regresemos como las golondrinas.”
Posdata: La amistad con Elías es mi privilegio. Es un hombre que siempre desborda optimismo, pero también es muy realista.
Todos pedimos, todos queremos, todos esperamos, que la vida tome una cara más amable. Mientras tanto, hay que seguir cuidándose, hay que usar el cubrebocas, hay que mantener la sana distancia, y si no tenemos que salir de casa, nos quedemos en ella.
Te he extrañado, pero pienso que este tiempo es como cuando vas a Guadalajara a tomar cursos y no te veo por tiempo largo. Algún día, Elías lo augura, ¡volverás! ¡Claro que sí! Si vuelven las oscuras golondrinas ¡qué de menos mi colibrí iluminado! Colibrí mano de Dios sos vos. ¡Salud!, siempre, siempre.
sábado, 13 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO
Querida Mariana: con pesar digo que murió la maestra Vigi. Ella es comadre de mi mamá, porque mi mamá es madrina de Verónica, su hija. Ambas se quieren mucho. Yo fui alumno de la maestra Vigi y fui su amigo y soy amigo desde siempre de su hijo Luis Ignacio y fui colaborador de su nieto cuando éste fue presidente municipal de mi pueblo. Esta relación ha sido mi privilegio, y te lo cuento para certificar que estuve cerca de ese árbol bonito, como tenocté, que iluminó muchas vidas, porque mi maestra era muy simpática, muy ingeniosa.
El miércoles, mi Paty se acercó a la mesa donde yo escribía y en una servilleta me pasó el siguiente mensaje: “Murió la mamá de Luis Ignacio” y señaló hacia mi mamá, quien estaba sentada en la sala y tenía en las manos un cuadernillo de oraciones. En voz baja le pregunté a mi Paty si debíamos darle la infausta noticia y me dijo que sí. Paty se alejó y yo vi a mi mamá, le dije: Qué bueno que estás rezando, fijate que hay una mala noticia, murió tu comadre Vigi, echale un padre nuestro por su alma, así sin muchas vueltas se lo dije, como si hablara de la lluvia o como de la llegada de la noche. “Ay, mi comadre.”, dijo mi mamá y comenzó a llorar, sus manitas hicieron temblar el cuadernillo. “Desde hace dos días estoy que le iba a hablar a Vero y no lo he hecho. Le hablaré mañana.”, dijo, se limpió las lágrimas, abrió el cuadernillo y escuché que dijo, en el tono con que siempre reza: “Por el alma de mi comadre…” y sus labios se movieron en forma tenue, como si fueran la flama de una vela en un cuarto cerrado.
Si la ausencia de un afecto es lamentable en cualquier tiempo, en estos tiempos de pandemia todo parece más oscuro. Estar en cuarentena evita el contacto con los amigos, con las calles llenas de vida. La noticia de la muerte de un afecto impacta más, llena de niebla el ambiente. Sólo el cuadernillo con oraciones de mi mamá es como un cimiento para el ánimo, para la esperanza, para la sobrevivencia. ¡Ay, cuántas ausencias lamentables! No puede uno salir para dar un abrazo de consuelo a los afectos. No. Uno mismo se abraza, uno mismo se coloca las manos en los brazos, agacha uno la cabeza y se da el pésame, y abraza al ausente, al familiar que vive su pena, lejos, muy lejos, a pesar de estar tan cerca, en forma física y en espíritu.
¡Ah, qué tiempos tan lejos de los otros! Tan lejos de los otros tiempos, cuando, alumno de secundaria, en el glorioso Colegio Mariano N. Ruiz, recibí clases de dibujo de imitación con la maestra Vigi. El primer día de clases fue sorprendente. En nuestra relación de útiles nos habían pedido una libreta con cuadrícula grande. Cuando la maestra entró dio los buenos días, se sentó en el escritorio y esperó que dos muchachos colocaran un pizarrón verde, con cuadrícula pintada en blanco y letras y números. Nunca había visto algo similar. En toda mi vida de estudiante, el pizarrón siempre era el mismo sin importar la materia, incluso, para la materia de dibujo el maestro utilizaba el mismo pizarrón limpio. Acá no, el pizarrón estaba cuadriculado, como cuadriculada la hoja donde la maestra pidió que colocáramos números en sentido descendente y letras en sentido horizontal. ¡Ah, qué actividad tan simpática! Luego, la maestra tomó un gis de color negro y nos dijo que ubicáramos la columna D y bajáramos hasta la fila 4 y pintáramos en el cuadro correspondiente la raya que ella pintaba con una curvatura delicada y luego pasamos a la columna E, fila 4 y continuamos el trazo. ¿Qué resultaría al final? La maestra escondía el cuaderno en su pecho y nosotros seguíamos sus indicaciones. Conforme avanzaba el dibujo nos aventurábamos a lanzar nuestras predicciones. Ya estábamos seguros que, al final, sería un animal, pero ¿qué animal? Un elefante. No seás mudo, cómo un elefante, ¿y la trompa? No, es un león. ¿Léon? ¿Y la melena? Poco a poco, la maestra trazaba líneas en los cuadros y nosotros las copiábamos en nuestra libreta. Sí, la materia era Dibujo de imitación, ¡ah!, qué bonito. Imitábamos los trazos de la maestra, ¿mirás qué prodigio? Al final, Arnulfo tuvo razón, el animal dibujado fue un león, un león desmelenado, y la maestra, con ese humor inconfundible, dijo que el león no es como lo pintan. Dejamos nuestro pupitre y nos amontonamos alrededor del escritorio y pusimos las libretas, una sobre otra, como si fueran losetas en una construcción. La maestra Vigi tomó una, la revisó, hizo las indicaciones y calificó. Sus calificaciones fueron generosas, oscilaron entre el ocho y el diez. Nadie reprobó. Claro, hubo algunos dibujos mejores, pero todos, todos, eran leones, unos con chibolas en el lomo y otros tersos como cielos agradecidos.
Ahora, vos lo sabés, dibujo, dibujo mucho, y pinto, pinto cajitas. Algunos críticos dicen que me repito, que siempre pinto y dibujo lo mismo, con pocas variantes. Es cierto, todos mis dibujos y mis cuadros son como piezas de un rompecabezas gigante. ¿Qué pinto? ¿Qué dibujo? Muchachas bonitas sin vestidos y animales, muchos animales. ¿De dónde pepené la gracia? Pues de las clases de la maestra Vigi, en secundaria, y las clases de dibujo al natural, en la Universidad del Valle de México, en la gran ciudad, cuando llegaban modelos de la escuela La Esmeralda, y posaban desnudas para que nosotros, estudiantes de arquitectura, hiciéramos bocetos.
Cuando veo al cupido con sus flechas, pienso que no es una buena representación, el amor no puede ser una flecha en el pecho. ¡No! Cuando pienso en la vocación pienso en un ángel encueradito pero con una red de esas que usan los pescadores en Paredón, Chiapas. Pero la red del ángel de la vocación está hecha con hilos de luz. El ángel te atrapa en su red y sonríe y el elegido hace lo mismo, porque no hay mejor cosa en el mundo que ser fiel a la vocación, hacer lo que a uno le gusta, desarrollar los dones y las fortalezas.
Dibujo y pinto, porque un día, en una clase de escuela, dos maestras (una en la secundaria y otra en la universidad) apuntalaron el gusto, la vocación; regaron la planta hermosa de la creación.
La gracia de la vida es repartir dones. La maestra Vigi (que el universo bendiga la luz en que se ha convertido) repartió su gracia.
Digo que primero fui su alumno y luego fui su amigo. Un día, cuando en la familia teníamos una editorial en Puebla, me llamó por teléfono y dijo que quería que yo le hiciera unos libros, en la Colección Balún-Canán, que teníamos, y que hacía ediciones de pocos ejemplares. Me dijo que su principal interés era repartir esos libros entre sus afectos. Le publicamos dos libros, en la sección de Relatos, uno con el título de “Los Azafranes y algo más” y el otro intitulado “Mis fabulosas abuelitas”. Estos libros cuentan historias sencillas, luminosas, iluminadas. Los azafranes son unos hermanos con el cabello del color del azafrán, y el libro de las abuelitas cuenta anécdotas de dos viejecillas cotorronas: Tachita y Martinita, que cuentan historias de su juventud a Beatricita, quien, ¡bendito Dios!, es una muchacha bonita que se encanta con lo que le cuentan las dos simpáticas viejas. Sus relatos tienen el mojol de estar ilustrados con dibujos con gracia especial. Ahí está plasmado su don, el trazo fácil, sencillo.
La maestra Vigi hizo la siguiente presentación en sus libros publicados: “Gracias, Señor, por la habilidad que me diste para dibujar, así doy un toque especial a mis cuentos, historias y versos. Todo lo que escribo no tiene ningún valor literario, simplemente soy aficionada a las letras, pero Tú le das alas a mi imaginación y lo disfruto plenamente.”
¿Mirás? Agradece el don recibido y habla del disfrute de lo realizado, de lo compartido. ¿Qué más podés pedirle a la vida? Salud. La maestra gozó de buena salud, iluminada con su alegre carácter, pero, por desgracia, en los últimos tiempos su mente, como bordado de estambre, se comenzó a deshilachar, había instantes que ya no recordaba; su mente, feliz, niña iluminada, ya brincaba la cuerda en otro patio. El miércoles 10 se despidió de la vida, lo hizo en una época difícil. No hubo velatorio, de inmediato la cremaron, cumplió la sentencia de que somos polvo y en polvo nos convertimos. Claro, hay seres que son polvo de estrella. La maestra ahora ya es polvo de estrella, se ha reincorporado a esa Vía Láctea donde caminan los espíritus sublimes.
Todos pedimos salud y pedimos la bendición que, en vida, tuvo la querida maestra Virginia Albores Cancino. Yo deseo que vos cumplás tus sueños, que prodigués tus dones con el mundo, y que, siempre, siempre, tengás mucha salud, salud física, salud mental y salud espiritual.
Mi mamá cuenta que cuando ella tenía la tienda de estambres, su comadre Vigi pasaba a saludarla y le dejaba un papelito con algún mensaje cariñoso. No lo firmaba, su firma era un dibujo con su carita, una carita casi redonda, sonriente, con ojos grandes.
Posdata: El ángel de la vocación es genial, lanza sus redes de luz a todos los seres humanos, a algunos los seduce con plastilina y barro y hace que Luis se convierta en el gran escultor y hace que Manuelito se convierta en un gran ceramista; a otros los seduce con lápices de colores y con pinturas y hace que Mario Pinto Pérez y Samuel Guillén Flores sean grandes acuarelistas; a otros los seduce con el don de la música y bendice las manos de Sonia Conde y las voces de Cothy Soto y de Stefany Moguel, y así, el ángel de la creación vuela por todos los patios y sitios del mundo y reparte dones al por mayor. Benditas las personas que, como la maestra Vigi, pepenan esos dones y, como hizo Jesús con los panes, los multiplican y los reparten con gracia y sin regateo. Paz infinita para mi maestra.
viernes, 12 de junio de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA JUSTIFICACIÓN
Querida Mariana: Varios amigos me han preguntado si no me cansa escribirte a diario. ¡No! Por supuesto que no. ¿A poco se cansa la abeja? ¿Se cansa el árbol de durazno? ¿Se cansa el Sol? La vida es constante, no se detiene; una de las características de la vida es la constancia.
Por ahí comentan la persistencia de una gota de agua, gracias a su constancia puede hacer un hueco en la piedra. No es la fuerza sino la perseverancia.
Mis cartas, por supuesto, no pretenden abrir huecos, porque vos no sos piedra, no sos de piedra. Mis cartas tienen una pretensión más sencilla, ser un hilo que forme un bordado tan lleno de colores que, al final, sirva como un chal para los días de frío, que siempre llegan.
Mi mamá, te he platicado, conserva las cartas que le envío mi papá cuando eran novios, cuando ella vivía en la Ciudad de México y él en Comitán. Esas cartas están en una caja de zapatos, son como pétalos secos de flores que un día alegraron la mesa de centro de la sala. Ahí está la constancia de un tiempo. Con la letra casi perfecta de mi papá y la letra un poco tataratera de mi mamá hay un bordado que habla de una historia, de una vida compartida. A veces, como niño travieso, me siento en el piso y las leo y las releo. Uno nunca sabe quién aprovechará el fruto del árbol que sembró otro. La vida es un continuum, un avance firme, paso de soldado incansable.
Las cartas, aprendí en la secundaria, son de motivo variado. Hay cartas comerciales, dictaba la maestra, pero también hay cartas de afecto y en estas últimas hay cartas para los hermanos, para los padres, para los amigos y las que se envían las parejas. El grupo de amigos de la palomilla que fue a estudiar a la Ciudad de México recibía cartas de los amigos que quedaron en Comitán y viceversa. El puente que une dos orillas afectuosas se llama Viceversa. Con emoción esperábamos las cartas de Memo, de Javier y de Pedro; y ya ni te cuento la cara de los amigos de allá cuando recibían cartas de sus novias. A veces, una misiva era motivo para abrir una caguama y brindar por ellas (por las caguamas y por las muchachas bonitas.)
¿A poco se cansa el universo de seguir expandiéndose? ¿Se cansa la estrella de ser estrella? ¿A poco se cansa el Usumacinta de llevar agua? El Usumacinta ha sido río por siglos de siglos. Yo, apenas hilo de agua, no me canso de regar la planta de tus pies, para que de ahí broten flores.
No me canso de contarte del día que fui la Plaza de Garibaldi y me puse un poncho y abracé a los amigos y canté una de José Alfredo y tomé un trago a pico de botella y, a la hora que alcé la cara para dar el trago, miré el cielo contaminado de México y pensé en el cielo limpio de mi pueblo; no me canso de ser un mirón que abre el ventanillo que da a la calle, para contarte lo que ahí sucede: el paso de los peatones, los niños que corren detrás de sus madres. La vida pasa y alguien tiene que dar cuenta de los sucesos, alguien tiene que dar fe de los tiempos del tiempo.
¿Acaso se cansa el agricultor que, todos los días, siembra, limpia y levanta la cosecha? Cada acto del universo siembra una semilla todas las mañanas.
Soy un agricultor que, a diario, abre un hoyito para sembrar una espiga de esperanza (por favor, no vayás a malinterpretar ese “abrir hoyito para sembrar”, porque luego las mentes albureras se suben en la escalera.)
No me canso, no me cansaré de agradecer tu afecto; no me cansaré de agradecer la bendición de tu compañía. El destino me envió (entre otros) dos dones que resguardo como gentiles rayos de Sol, uno es el de ser escaso para las relaciones sociales; y el otro es el gusto por enviarte estas cartas. Así pues, yo, el escaso, tengo un puente lleno de luz que recorro a diario. Agradezco tu afecto, que, a pesar de la enorme diferencia de edades, riega esta planta sobreviviente de mil aguaceros, de mil granizadas, de dos o tres tormentas y uno que otro huracán.
No me cansa escribirte, porque cuando me tardo en enviarte la del día, vos me mandás un mensaje urgente, exigiendo las palabras que serán la ablución de tu mañana. Esta exigencia es un mensaje que indica que vos, con el mismo entusiasmo con que yo te envío mis palabras, las esperás, las recibís, te las untás en el espíritu y, a veces, en tu carita o en tu pecho o en tus muslos.
Me encanta saber que mis palabras son como el silbato del que vende los plátanos asados, son como la bicicleta donde subís para ir al parque, son como la tarde desgajándose en el campo, son como el calentito té de menta, como el arcoíris que matiza la lluvia fina.
No me canso de pepenar palabras en todos los espacios, las que dicen los jóvenes, las que avientan los viejos en los cafés, las que caminan en puntillas en los cuartos de motel, las que se trepan en los campanarios y vuelan como zanates, las que cuelgan de los árboles, las que lloran en los oratorios, las que bailan en las plazas públicas.
No me canso de escribirte. Es mi manera de comunicarme con el mundo, con tu mundo; es la mejor manera de decirte que me encanta tu vuelo de paloma (sin albur, por favor, sin albur). Me encanta tu humildad samaritana, tu risa de luciérnaga encendida, tu manto protector de noches incruentas, tu dedo que avanza, tu deseo que recula, tu pierna que entra al agua, el pie que da el salto.
Posdata: No me canso de estar en la ventana viendo cómo camina el mundo. Soy escaso para la convivencia social, pero soy un hombre pródigo en recibir los dones que, como frutos maduros, me ofrecen las manos de esa mujer maravillosa que se llama vida. ¡Salud, por siempre!
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