miércoles, 8 de julio de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXIV)



Digo que Carlos Fuentes hizo un ejercicio de vida y lo convirtió en literatura que va de la A a la Z. Hizo una labor de discriminación, como si espulgara frijoles. Tomó la letra A y escribió una relación de palabras que inician con A y que eran temas posibles para desarrollar y de ahí eligió una palabra.
El ejercicio literario lo tituló: “En esto creo.” Y fue un testimonio de confesión. ¿Qué palabras aparecieron en la A? ¿Alma? ¿Almanaque? ¿Angora? ¿Alacena? Los temas son múltiples y cada uno de ellos puede ser motivo para confesarse.
Si el cura de mis tiempos de niño hubiese jugado este juego yo habría ido con más frecuencia al confesionario, porque habría descubierto una forma de conocimiento. “¿Hace cuánto tiempo no te confiesas?” Hace un mes, padre. “Dime tus pecados.” Y yo habría, al estilo de Fuentes, elegido una palabra, Noche, por ejemplo, y le habría confiado todos los temores, deseos y pasiones que aparecían en los corredores de mi casa en cuanto la tarde desaparecía y llegaba la noche con sus patas y ojos de Cadejo. Porque los niños que vivimos en casas enormes, con patio central, con corredores, con muchas habitaciones y sitio con árboles que movían sus ramas como si fueran brazos de esqueletos, tuvimos más qué confesar que los niños de hoy que viven en departamentos minimalistas, con mucha iluminación. Y si a eso le agregamos que el baño estaba en el sitio o en una esquina del patio tenemos un mojol para historias terroríficas, porque ir al baño a media noche era como caminar por un bosque lleno de sábanas que se movían con el viento y ojos de gato que parecían ojos de algún demonio.
Yo, de niño, dormí en la habitación de mis padres hasta que nos trasladamos a la nueva casa, cerca de la escuela Matías de Córdova. De los cero años hasta los siete dormí en la habitación de mis padres. En la casa nueva ya tuve mi propia habitación, pero la primera noche no soporté la oscuridad, a las diez de la noche entré a la recámara de mis papás, cargando mis cobijas y mi almohada. Mi papá prendió la lámpara del buró, me vio, molesto, y dijo que debía acostumbrarme a dormir en mi cuarto; yo, parado a mitad de la habitación, mojando la almohada que tenía sujeta a mi pecho, pedí que me dejaran dormir esa noche con ellos, que me iría acostumbrando poco a poco. Mi mamá me hizo un lado en su cama y dijo que sólo por esa noche, yo corrí a refugiarme en su nido, que estaba calentito. A la noche siguiente me acosté con el temor de no soportar de nuevo la soledad de mi recámara y de enfrentarme a mi papá y de recibir su negativa, pero, a la hora que me metí entre las cobijas, llegaron mis papás y ambos me leyeron un cuento. Sí, poco a poco cerré los ojos y me quedé dormido. La literatura volvió a poner su mano mágica en mi espíritu. No supe a qué hora me quedé dormido, no supe a qué hora salieron mis papás (con el dedo en la boca, haciendo chitón, y con pasos de garza en cámara lenta), no supe a qué hora la divinidad hizo el prodigio de mandar el sol del otro día y despertarme cuando ya todo era actividad en la casa. Había logrado dormir solo, en mi habitación (a veces, todavía, al entrar a la recámara, acostarme en la cama y apagar la luz, vuelve algo como un sentimiento de agobio. La soledad con luz es diferente a la soledad en oscuras. La oscuridad alimenta los temores infantiles, les vuelve a dar savia.)
Imagino que mi papá y mi mamá platicaron acerca del éxito de su empresa. Gracias a la lectura en voz alta, que poco a poco se volvió baja, hasta hacerse silencio, lograron que yo durmiera en mi habitación; pero (imagino) mi papá cambió su gesto de sonrisa triunfadora a línea torcida de preocupación: ¿Eso significaba que todas las noches debían leerme un cuento hasta que me durmiera? El acto había sido un acto desesperado para que yo no llegara a interrumpirles su sueño.
Al siguiente día del prodigio, entré a mi habitación, prendí la luz y hallé en mi buró un montoncito de revistas de monitos (cinco). ¡Genial! El cambio no fue desventajoso. Entendí el mensaje (ya tenía ocho años), mis papás respetarían mi intimidad y yo haría lo mismo: no entraría a su habitación, cuando ellos ya estuvieran acostados. Con emoción abrí una revista y comencé a leerla, luego vino la segunda (ya con algún bostezo brincando sobre la barda de mis labios), luego la tercera, y fue en ésta cuando mis manos se abrieron como bisagras bien aceitadas y dejaron caer la revista. Apagué la lámpara y desperté cuando, igual que el día anterior, ya todo mundo andaba activo.
Como era domingo, mi papá, a la hora del desayuno me preguntó cómo había dormido y luego de mi respuesta emocionada, se levantó, fue a mi dormitorio y sacó las revistas, me dijo que volvería a encontrarlas de nuevo en la noche, y así este juego se volvió una rutina.
Los lectores de cómics saben que los de hueso colorado pueden leer una y otra vez las revistas. Así sucedió conmigo, la noche siguiente leí las que tenía pendientes, pero volví con las que ya había leído y cuando todas estuvieron leídas volví a caminar la trillada senda, sin aburrimiento alguno. El sábado (al cumplirse una semana) hallé sobre las cinco revistas iniciales un paquete de revistas nuevas (cinco) y fui feliz. Así fue que logré vencer el temor de dormir solo en mi cuarto y me convertí en un gran lector de revistas de monitos, que fueron el primer paso para convertirme luego en un gran lector de libros con cuentos, de novelas y biografías.