jueves, 9 de julio de 2020

CARTA A MARIANA, CON FIGURAS




Querida Mariana: Me sorprende el genio humano, y también el ingenio humano. Hago una reverencia a la ciencia y a la tecnología cuando veo fotografías del aeropuerto de París, de la Torre Eiffel, del Taj Mahal, de la Plaza Roja, de la Torre Latinoamericana y de las decenas de puentes que unen orillas tan distantes (el Puente Chiapas es un prodigio de la ingeniería.) Pero, cuando más me sorprendo no es ante el vuelo de los transbordadores espaciales, sino ante el vuelo armonioso de una mariposa; asimismo, más que quedar patidifuso ante una fotografía del Empire State me voy para atrás cuando veo las estructuras que hacen los seres humanos a la hora de terminar de lavar los trastos.
El lavado de trastos es la cosa más común del mundo, se realiza (cuando la familia es ordenada) en dos o tres ocasiones del día, todos los días. El lavatrastos humano se coloca un mandil para no mojarse el vientre, llena con jabón un pequeño recipiente de plástico y ahí mete la esponja que usa para arrancar la suciedad y grasa de ollas, platos, cucharas, vasos y sartenes (yo casi canto lo de Salvo me salva, así estará de condicionada mi mente.)
La labor es de lo más común, pero, en muchas ocasiones, es una labor despreciable. Cuando los integrantes de la palomilla éramos estudiantes universitarios y vivíamos en un departamento en la Ciudad de México nos rolábamos los diversos oficios: limpieza de cuartos, de pisos, de baño, de cocina. Todos los cumplíamos al pie de la letra, tomábamos la escoba, el trapeador, la cubeta con agua y jabón y, con música de Barry White, le dábamos movimiento al cuerpo y al chunche que hacía el prodigio de desaparecer el polvo y regresarle el brillo al piso de losetas. ¡Ah!, pero el lavado de los trastos era algo que todos y cada uno de nosotros eludía. Teníamos un código con normas a seguir, una decía que quien usaba un plato o un vaso o una olla o un sartén debía lavarlo, pero alguien (y este alguien significa todos) se brincaba la regla y dejaba los trastos sucios en el lavadero.
¿Quién dejo estos trastos sucios?, era el grito de alguno de nosotros (sí, cualquiera que no había sido). Nadie respondía. El que miraba la televisión en la sala seguía viendo cómo el detective entraba a la habitación y revisaba, con guantes, los papeles que la víctima había dejado sobre el escritorio; el que estaba en la recámara seguía leyendo el número más reciente de Play Boy e ignoraba el grito; quien, sentado en el banco, trazaba líneas con tinta china sobre el papel manila que reposaba en el restirador, respiraba hondo para que las vibraciones del grito no fueran a mover su mano y la línea saliera chueca; y el que estaba sentado en la taza del baño seguía en lo que estaba. ¡Nadie respondía! Nadie asumía la culpa. Tres o cuatro trastos sucios quedaban en el lavadero, y, como es común, a esos trastos se le iban agregando más y más y llegaba el momento que no existía ningún trasto limpio en la alacena. Entonces, alguien, como si fuera buzo se metía debajo de la pila de trastos sucios y sacaba un tenedor, un cuchillo, un plato, un vaso y un sartén y los lavaba en el lavamanos del baño. Cuando terminaba, la inercia lo llevaba a dejar los trastos sucios encima de la pila que, en ocasiones, llegó a tener lama y gusanos. Cuando esto sucedía no faltaba el compa más prudente que exigía, antes de sentarnos a ver el partido de fútbol sóccer y tomar cervezas en bote con Sabritas de botana, nos pusiéramos a lavar y secar los trastos. Cada uno lavaba un objeto de cada género, un vaso, una olla y demás. En quince minutos terminábamos lo que se había acumulado durante quince días o más. ¡Qué pena!
Nunca, entonces, advertí las maravillosas estructuras que se hacen día a día en el escurridor, porque nunca tuvimos pilas de trastos limpios.
Nunca un ingeniero civil ha logrado realizar tales portentos. Las leyes de la gravedad se confunden e ignoran tales estructuras.
Julio Cortázar se maravillaba ante las figuras y los movimientos Brownianos. Imaginaba el vuelo de una mosca y la serie de líneas que se producía en el aire. ¿Imaginás el dibujo resultante? ¡Jamás una figura repetida! ¡Siempre algo sorprendente, único!
Bueno, pues de igual manera, jamás ha existido una figura repetida en las estructuras que son formadas por los trastos recién lavados. La mano que lava, le quita el jabón a los objetos y los va colocando al azar en el escurridor. A veces suceden actos prodigiosos: Algún objeto resbala tantito y se acomoda. ¿Mirás? ¡Se acomoda! Como si tuvieran vida, los trastos se acomodan. En casas donde la familia es numerosa, las estructuras de trastos limpios son gigantescas, increíbles. ¿Cómo se logra tal equilibrio? ¿Cómo se logra esos prodigios de trastos encimados?
Posdata: Cuando el tío Elías (ya con más de setenta años de edad) subía a una escalera y escuchaba el reclamo de la tía, para que no hiciera imprudencias, el tío ponía el pie en el peldaño superior, reía y gritaba: ¿Te digo algo cuando ponés los platos encima de las cucharas?
Nunca lo había entendido. Ahora ya lo comprendí. Se refería a esas estructuras que ahora me sorprenden, me maravillan.