viernes, 24 de julio de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UN PÚLPITO




Querida Mariana: La fotografía que te mando tiene varios elementos, pero el motivo que más atrae es el púlpito, púlpito de madera, que es tradicional en templos antiguos. En los templos modernos no he visto que se incluya este elemento. Ahora, los sacerdotes envían sus mensajes desde el mismo lugar donde ofician las misas, lo hacen a través de micrófonos de última tecnología. Antes, los curas se levantaban la sotana al tiempo que subían los escalones del púlpito, lugar donde, desde su ronco y santificado pecho, compartían su palabra con los fieles que, atentos y temerosos, escuchaban las piezas oratorias. Digo temerosos, porque, cuenta la leyenda, había curas sin pelos en la lengua que aventaban su verbo flamígero como flechas con dedicatoria especial. También había algunos fieles que hacían como que escuchaban con atención, con los ojos cerrados. La verdad es que dormían el sermón.
Este púlpito puede estar en cualquier templo. En realidad, está en el templo de San José, en Comitán. Si hago un recuento rápido digo algo que no es sorprendente, pero que sí llama la atención: es el único púlpito existente en templos comitecos. Puede ser que esté equivocado, vos mirás que no soy muy dado a ir a templos. Me gustaría que me callaran la boca, pero, insisto, si hago un recuento rápido, no encuentro púlpitos, ni en San Sebastián, ni en Santo Domingo, ni en San Caralampio, ni en los demás. Alguien dice que en Santo Domingo hubo, pero como decía la tía Naty: Hubo, tiempo pasado.
Este púlpito es simpático, porque el ebanista lo hizo con forma de copón. En algunos viajes ocasionales he estado frente a púlpitos en catedrales católicas. ¡Ah, qué formas tan soberbias, tan rotundas! Este púlpito comiteco da la sensación de fragilidad. Si mirás bien, podés imaginar (por la inclinación de la escalera) que sus peldaños son bien apachurraditos, con la huella no tan generosa.
Sus detalles son sobrios. Yo, si me preguntaras, diría que no, que no subiría, ni por asomo de duda, ni por mera curiosidad. Estar arriba de este púlpito me daría vértigo. Sí, me parece simpático, pero no recuerdo una sola ocasión donde un cura haya subido ahí para dar su sermón. Cuando he asistido al templo para acompañar a algún amigo a la boda de su hija, el sacerdote da su mensaje desde el altar. Este púlpito ya no cumple con su función principal, está convertido en un mero objeto decorativo.
En el cine mexicano clásico hay muchas escenas, en glorioso blanco y negro, donde aparecen sacerdotes aventándose sus arengas desde los púlpitos. El sacerdote, en esos tiempos, usaba estos chunches para visualizar a la audiencia y para que su voz llegara hasta el fondo, hasta los lugares donde estaban los más pecadores, porque (no es regla inmutable) los católicos más traviesos se sentaban en la parte trasera, como esos alumnos que nunca se sentaron en las primeras filas, para que el maestro no les preguntara.
Todo mundo recuerda a Cantinflas, en su papel de “El padrecito” (en glorioso tecnicolor), echándose una perorata enjundiosa, aclara su voz, coloca ambas manos en la baranda y comienza con gran decencia: “Queridos hermanos míos…”, y poco a poco entra en terrenos de indecencia, porque hace una reflexión acerca de La Última Cena; y, ¡faltaba más!, comienza a emocionarse, retira las manos de la baranda y las mueve como palomas en vuelo, como zanates, para hacer énfasis a su discurso: “… porque el señor fue un revolucionario, un revolucionario que agarraba el estandarte de la verdad, que agarraba el estandarte de la bondad, no como muchos que yo conozco, que agarran lo que pueden y ahí se van…” En este momento, tres personajes bien trajeados se quedan viendo.
Sí, la escena cantinflesca no era alejada de la realidad. En Comitán, muchos recuerdan los vibrantes sermones del padre Carlos, magnífico orador, que no tenía impedimento en señalar a algunos ricachones que, en lugar de agarrar el estandarte de la bondad, agarraban lo que podían y por ahí se iban.
Los fieles que estaban sentados en las primeras filas terminaban con dolor de cuello, porque tenían que estar viendo hacia donde estaba el cura, por más de veinte minutos. Por eso, muchos fieles preferían sentarse hasta atrás, donde echaban una pestañita y donde recibían las pullas ya en forma atenuada.
Posdata: Mi prima Irma no acentuaba de manera correcta la palabra, mientras tomábamos el chocolate con pastelitos de manjar contaba que el padre había dado el sermón arriba del pulpito. Mis tíos sonreían. Ella seguía contando y yo imaginaba al cura trepado sobre un pulpo pequeño, el cura movía sus manos y, el pulpito, como si siguiera las indicaciones del director de orquesta, movía sus tentáculos al mismo ritmo. Ya luego, cuando crecimos, mi prima y yo jugábamos con la palabra, con su doble sentido. ¡Ah, pulpito!