lunes, 20 de julio de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXV)




Casas. El tema es apasionante. Todos los seres humanos tenemos esencias inolvidables, esencias que nos han formado: nuestros padres, en primer lugar, y las casas, en segundo lugar. Estas dos esencias son nuestros primeros formadores. Ya luego llegan la escuela, los amigos, los amores, la sociedad, las películas, los libros, las religiones, el deporte, las cantinas, las oficinas y demás modeladores. El ADN va integrando nuevos rasgos al carácter y a la personalidad.
Los que saben nos explican que mucho de nuestro temperamento lo pepenamos, como esponjas absorbentes, en nuestra primera infancia.
La casa donde nací y crecí siempre la he recordado como un territorio inmenso. He dicho que tenía un zaguán, un patio central, muchos cuartos, de dimensiones generosas y paredes altas (uno se usaba para recámara familiar, los otros servían como oficina, bodegas, sala, comedor, dos para huéspedes, que nunca faltaban, y uno que siempre estaba cerrado, porque la propietaria de la casa, quien vivía en la Ciudad de México, lo había destinado para guardar objetos personales), cuatro corredores (¡cuatro!), oratorio, baño, lavadero, horno y un sitio o traspatio. La cocina tenía un fogón al centro con doce hornillas (¡doce!, qué estufa IEM, ni qué nada), que, por supuesto, eran alimentadas con carbón. En el traspatio había un aljibe que, cuando comencé a caminar, mi papá mandó a tapar con tierra para evitar problemas (mi papá siempre fue un hombre precavido, me amaba, y sabía que el pozo se tapa antes de que se ahogue el niño.)
Una mañana, de hace cuatro o cinco años, entré a esa casa (a media cuadra del parque central de Comitán), porque ahora, en el traspatio funciona un estacionamiento público, y supe que mi recuerdo no era preciso; es decir, sí es una casa enorme por la cantidad de elementos vitales que me proveyó, pero en dimensiones físicas es mucho menor si la comparo con la segunda casa donde viví, que fue la que mandaron a construir mis papás y que ahora es el Hotel Los Lagos de Montebello – Colonial (hotel que está a cuadra y media de la escuela primaria del estado Fray Matías de Córdova.)
Si hago un recuento de casas donde he vivido encuentro que la lista es larga y, como en botica, hay casas grandes, medianas y departamentos minúsculos. Esa lista se asemeja mucho a la lista de quienes han tenido que abandonar la casa paterna por alguna situación. Hay personas que tienen la bendición invisible e inexplicable de habitar una sola casa. Nacen, crecen, se reproducen y mueren en la misma parcela, son como árboles que nunca olvidan sus verdaderas raíces. Ganan mucho, pero, también, pierden.
De 1957 a 1964 viví en la casa del centro; luego, al lado de mis papás, nos despedimos de esa casa, que era propiedad de doña Esther viuda de Esponda, y habitamos la casa que ya era propiedad de la familia. Casa mucho más grande que la casa de mi infancia. ¡Ya era nuestra!
Pero, mi espíritu tiene el mismo techo de lámina de zinc que tiene la casa de infancia; por eso, cuando llovizna, yo escucho un estruendo bullanguero y cuando llueve fuerte yo escucho un tropel de ángeles que se descuelga como auténticos kamikazes; escucho el picoteo de los pajaritos a la hora que amanece y el paso soflamero del gato o del tacuatz a media noche. Mi espíritu está sostenido con pilares de madera, de madera de cedro; sus paredes son altísimas, por eso, en temporada de calor, corre el fresco, y en temporada de frío, tengo una sensación de íntimo calorcito. Estoy hecho a imagen y semejanza de la casa de mi infancia. Tengo un patio central que recibe la luz del día, que se solaza con la bendición de la lluvia y que, emocionado, mira cómo asoma la luna por encima de los tejados. Huelo a corredor con piso de ladrillos, al árbol de durazno del patio central y al árbol de limón del traspatio. Mi alma tiene un liviano aroma de azahar.
Los seres humanos estamos hechos con los hilos dorados que tejieron nuestros días infantiles, nuestra estructura sigue la traza de nuestras casas primeras.
Ya luego se incorporan todos los demás elementos y agregan o quitan pequeños gránulos de luz o de sombra, arenillas modeladoras.
Nota: En la fotografía aparecen mi mamá Hilda y mi abuela Esperanza (ella tiene el cigarro en sus manos). La foto está tomada desde el jardín del patio central de mi casa de infancia.