jueves, 21 de abril de 2022

CARTA A MARIANA, CON ACOMODO DE OBJETOS

Querida Mariana: imaginá una pared vacía, limpia. Puede ser una pared de la sala, pero puede ser también la pared de un museo. Imaginá que la casa y el museo están recién construidos. ¿Qué colocar en las paredes? En el museo no hay pierde, en esa pared habrá cuadros en exposición. Pero, ¿en la casa? Hay espíritus selectos que tienen sus museos particulares y cuelgan pinturas exquisitas; hay otros (espíritus pochorocos, perdón) que imitan y cuelgan cuadros de esos que venden al mayoreo, cuadros pochorocos, que no son creaciones de autor, sino que son de esos cuadros que hacen por docenas. Los espíritus selectos adquieren obra de relevancia, porque saben que, aparte de regodear su alma, cada pintura es una inversión. A Oaxaca llegan muchos espíritus selectos a adquirir obra plástica. Se dice en forma coloquial que llegan a buscar a los nuevos Tamayitos, los nuevos Toleditos; es decir, llegan a comprar obra de artistas jóvenes que, con el tiempo, pueden llegar a tener la importancia de Toledo y Tamayo, en la plástica nacional. ¡Es la apuesta estética y económica! Imaginá una pared nueva, que para estrenarla colocarás algo allí. En la Ciudad de México, en los años setenta, conocí una residencia en Coyoacán, una casa de personas con espíritu selecto. ¿Sabés qué tenían en la pared de la sala, iluminada por un gran domo central? ¡Una cruz enorme, de una madera fina! No más. El impacto era inmediato. La cruz no tenía la figura de Cristo, ¡no! Pero, las vetas de la madera le otorgaban una dignidad soberbia, uno podía jugar a hallar figuras en medio de las sombras y las luces. Estaba retirada como cincuenta centímetros de la pared, detenida por una varilla en la parte trasera. Esa distancia daba la sensación de que la cruz estaba suspendida en el aire. Un juego de luces, perfectamente sincronizado, proyectaba una sombra en la pared, cuya inclinación otorgaba vigor a la propuesta visual. La sombra estaba rodeada de luz, era como una isla oscura circundada por un mágico mar luminoso. Lo simpático del asunto (no sé dónde le vi lo simpático) es que los moradores de la casa no eran católicos, como bien (mal) podrían suponer quienes veían ese elemento presidiendo la sala. La cruz, en ese caso, tenía otra simbología, se acercaba más a una propuesta estética que a una propuesta religiosa. Y era tan absoluta la presentación de esa cruz que, después de un instante, donde el bagaje de la cultura occidental movía a relacionar el objeto con la cruz cristiana, la idea se diluía y sólo se veía un objeto artístico, realizado con gran precisión, porque el brazo horizontal no estaba centrado, el elemento vertical aparecía desfasado con respecto al centro del elemento horizontal. Uno de los brazos de la pieza era más corto y el otro más largo. Era en la sombra donde la cruz tomaba su armonía estética, donde, por así decirlo, se emparejaba. Eso se me hizo algo genial. El elemento vertical de la cruz real estaba corrido hacia la izquierda, este desfase era “corregido” en la sombra. Cuando noté este desfase, volví a pensar en una cruz católica, y dije que ese corrimiento podía representar la inclinación del Cristo a la hora de su muerte, pero un segundo después deseché tal idea, porque, insisto, el objeto artístico estaba muy por encima de la idea de calvario. Desde entonces sé que en las paredes se pueden colgar mil objetos, mil objetos que sean como extensión del espíritu, para que al entrar a la sala el alma se regodee, brinque la cuerda, se llene de alegría y de entusiasmo por la vida. Antes, en Comitán se acostumbraba colgar cuadros con fotografías familiares. Los nietos se acercaban a preguntar quiénes eran esos señores que estaban ahí y los mayores respondían; los nietos reconocían a sus ancestros y no faltaba el que dijera que Rubí había heredado los ojos de la abuela. ¡Era un ejercicio sublime de reconocimiento! Pero he visto objetos diversos: una piedra bellísima colgada de un cordel de metal; una máscara de madera tallada; un espejo antiquísimo; una rama seca; el dibujo que hizo la hija en preescolar y que ya es doctora en administración; los vagones de un tren de infancia; una pintura de Mario Pinto Pérez. La casa de playa, que posee Carlos, tiene un enorme ventanal que da a la playa; en la pared lateral mandó a pintar una ventana que muestra una calle de Nueva York, es tal el realismo que hace un contraste genial. El ejercicio es ver la pintura y luego caminar hacia el ventanal, de techo a piso, abrirlo, salir, abrir los brazos y recibir el abrazo del sol, del aire, del aroma del mar; escuchar los pies maravillosos del agua besando la playa. Posdata: las paredes de salas comitecas se llenaban con cuadros de fotografías familiares, uno podía acercarse para escuchar las voces de los mayores. Ahora, predomina el criterio minimalista, la decoración con mínimos elementos. ¿Qué se te ocurre colocar en la pared de tu espíritu?