jueves, 7 de abril de 2022

CARTA A MARIANA, CON TEMORES QUEBRADIZOS

Querida Mariana: cuando nos decían: “¡no tengan miedo!”, los de mi generación decíamos: “No es miedo, es precaución”. Sí, querida mía, crecí siendo precavido. Por eso, cuando escucho que la Secretaría de Salud dice que algo importante en el cuidado del cuerpo es la prevención digo que ella también es de mi generación, que piensa bien. Mi generación no fue una generación temerosa, ¡no!, fue una generación precavida. ¿Mirás qué palabra tan bonita? ¡Precavida! En su capullo tiene la palabra ¡vida! Cuando decimos precavida es como si dijéramos ¡por la vida! Ahora leo el libro más reciente de la española Rosa Montero: “El peligro de estar cuerda”, es un larguísimo y revelador ensayo acerca de la diversidad y de la unidad; es decir, que los seres humanos somos iguales, pero diferentes; y los creadores somos más iguales, pero más diferentes. ¿Por qué no tengo dinero, como sí lo tienen muchos de mis amigos de generación? Ah, la respuesta es muy simple: mientras ellos piensan y dedican su tiempo a hacer dinero; yo dedico mi tiempo a pensar en cuentos y en novelas y esto, vos lo sabés, no da dinero. A menos que uno sea Gabriel García Márquez y escriba una novela como “Cien años de soledad”, uno vive sólo en medio del vacío de la soledad; porque eso sí, autores famosísimos y autores ausentes del escenario de la fama nos recluimos para compartir con la sociedad. Parece contradictorio, pero así es, para platicar con medio mundo debemos refugiarnos en una esquina, en la más total soledad. Así lo hizo Gabriel García Márquez, así lo hacen los grandes del mundo, así, también, los eternos aspirantes. ¿Vos has pensado en la cantidad de cartas que he escrito para vos? Decenas, titipuchal. Es mi disfrute. Pero si mirás la imagen de mi vida, desde lo lejos, no es una imagen que sea muy atractiva. Cuando alguien ve fotos de amigos en la playa, en el convivio, en la alberca, tomando la cerveza, preparando la carne asada, jugando voleibol, bailando en la disco, recostado en la hamaca, en yates, aeropuertos, carreteras, montañas altísimas, en bicicleta, en patines, piensa que ahí está la manifestación de vida muy plena. La vida, parece ser, es compartir con los otros, al mismo tiempo y en el mismo espacio. ¿Ya pensaste en la imagen que presento cada día? En un esquinero de la sala de casa, frente a una computadora, te escribo y escribo y escribo. Es mi manera de estar con vos, de mandarte mi saludo; es mi manera de comunicarme con el mundo. Para redactar una carta debo estar solo, pensarte, enviarte un ramo de aire. No puedo pepenarlo en otro lugar, no puedo hacerlo en medio de la multitud. El proceso creativo exige la soledad. ¿Puedo recordar una frase del gran Miguel de Unamuno? Don Miguel dijo: “La soledad nos une tanto cuanto la sociedad nos separa”. ¿Y qué tiene que ver esto con lo de la precaución? Que los creadores no somos seres duchos en lo práctico de la vida. Rosa Montero establece que los creadores somos tipos raros, extremos. Muchos creadores, vos los conocés, consumen alcohol y se meten mil drogas; tienen alucinaciones y andan en el abismo de la locura. Los creadores no somos cuerdos; mientras la gente no creadora se dedica a vivir, se suelta como papalote al aire, los creadores nos preguntamos acerca del motivo esencial de la vida, porque, sabemos que la vida, cuando menos nuestra vida, está íntimamente ligada con el proceso creativo. ¿No es un desperdicio de tiempo, de vida, dedicar horas y horas en redactar cartas, cuentos y novelas? La imagen que presento todos los días no es llamativa; es la de un ser sentado ante una mesa pequeña, frente al teclado y la pantalla, escribiendo mientras la vida pasa, pasa en forma arrolladora. Las fotografías que muestran a personas conviviendo con otras son las más atractivas, son las que parecerían definir la finalidad esencial de la vida; y, sin embargo, la vida de los creadores es otra, para cumplir el destino, éste exige retirarse de la gente. Somos iguales que los demás, pero somos diferentes, muy diferentes. Nuestra mente funciona de manera distinta. Si me preguntaras qué clase de niño fui en el salón, diría que fui un alumno que, en cuanto escuchaba o miraba algo, se perdía en divagaciones. Por eso, a la hora que el maestro se paraba frente a mí y me preguntaba qué había dicho, no sabía qué responder. Yo había estado a mil kilómetros de ahí, mientras todos, ¡todos!, se habían quedado adentro de un salón. Los compañeros cumplían con el destino de la palabra: se acompañaban; en cambio, yo, en medio de la multitud me separaba mentalmente, me aislaba. Siempre ha sido así. No puedo evitarlo. Dicen que soy un pesado; no, soy creador, perdón. Pero, la foto íntima, la que es una selfie, la que tomo para mí, es una fotografía ¡sensacional! Disfruto mi vida. Sé que vista a distancia la foto es triste, mueve a compasión. Tal vez la gente piensa que debería estar con más personas, a la sombra de un árbol, en una palapa, en la tribuna de un estadio de fútbol, en una plaza de toros, en un parque dando vueltas, en un parapente, escalando una montaña, buceando. Pero no, no puedo bucear, porque no sé nadar. Y esto lo aplico a mi día a día. Desde niño me acostumbré a viajar desde mi asiento y ahí me siento pleno, lleno de vida. Desde niño aprendí que debía ser cauteloso ante este viaje que se llama vida. Todo lo veo desde mi balcón, pequeño, solitario, minúsculo, grandioso, divino. Posdata: soy de una generación que creció diciendo: no es miedo, es precaución. No me aviento a nadar en el aire de la vida, como los demás. No sé nadar. Siempre estoy parado frente a mi ventana, desde ahí veo todo, desde acá te escribo, te pienso. No camino afuera, no lo hago porque tenga miedo, ¡no!, lo que sucede es que soy de una generación que aprendió a tener precaución, soy uno de los precavidos de la vida.