viernes, 6 de mayo de 2022

CARTA A MARIANA, CON ESPACIOS COMUNES

Querida Mariana: me seducen los espacios que me permiten intimidad, pero me encantan los espacios de convivencia. No tengo estudio, pero en la sala de casa he creado un espacio mínimo donde leo, escribo, dibujo y pinto. Desde siempre he entendido que el mundo se divide en dos grandes espacios: los comunes y los privados. Ah, las plazas, los parques, los andadores, los teatros, las salas cinematográficas, los estadios, las canchas, los patios escolares, las calles, las banquetas, los billares, los cafés, las albercas, las playas, las montañas, los bosques. ¿Mirás cuántos espacios para convivencia? Tu novio pasa por vos y van al cine o al café o al parque. Y ahí mirás a más parejas, a más gente, conviviendo en familia o con amigos. Ah, qué hermosa la imagen donde los papás están con sus hijos tomando un helado, platicando no de negocios sino de la ranita que saltó en los pies de la hermanita y cómo ella saltó más que la ranita y gritó como si fuera un mono aullador. Las risas se abren como mariposas y vuelan. Claro, estos espacios también sirven para hacer negocios, los adultos se reúnen en cafés o en bares para hablar de millones y millones. Cada uno busca su felicidad, unos la encuentran en la posibilidad de tener un avión particular y otros la encuentran a la hora que vuelan papalotes con sus hijos. Sí, soy un hombre que no se da mucho. Amo mi casa, mis espacios íntimos, los espacios donde creo, ahora que lo escribo, pienso que son espacios donde no sólo creo, sino que creo en ellos, son como mi oratorio, espacio donde encuentro la luz divina. Pero esta luz, llena de vida, también está en el estadio, a la hora que un delantero patea y el portero se lanza en el aire para atajar el balón. Ah, qué manifestación de vida en los espacios públicos, en los desfiles y marchas, en el vuelo de las niñas en los columpios, en la chica bonita que se tira un clavado en la alberca, la que se lanza en parapente desde lo alto de una montaña o, con un traje de buzo, nada en profundidades del mar. ¿Y qué decís de la reunión en los templos? ¿En los conciertos de marimba? ¿En las obras de teatro? ¿En los encuentros de contadores de anécdotas? Ah, la plática sabrosa en una mesa de cantina, con cervezas y chicharrón de hebra, con tortillas recién salidas del comal; una salsa molcajeteada o esa delicia que se llama chile al pastor. Hay espacios que convocan: una mesa para jugar ajedrez, la alberca donde nadan niños y chicas bonitas (con sus hermosos trajes de baño que son caricia para la mirada); la cancha de voleibol, el campo para golf y la mesa de billar. En mi adolescencia me encantaba entrar al billar de Nevelandia, era un espacio cerrado, iluminado con lámparas, lleno de humo de cigarro. ¿Por qué me gustaba ese espacio tan sórdido? Porque ahí estaba un grupo de gente maravillosa, amantes del pul o de la carambola, diestros jugadores; porque los jugadores, mientras le daban vuelta a la mesa de billar, medían el golpe a la bola con el taco, contaban anécdotas, platicaban, soltaban chistes, derramaban picardía y un cordel de palabras altisonantes que eran el empujón para la carcajada plena, abierta, de todos. Me sentaba en una silla de madera, al lado de un soporte fijo a la pared donde estaban acomodados los palos de billar (los expertos llevaban un maletín con el taco particular). Como siempre lo he sido, era un espectador de la manifestación maravillosa de la vida. Reconocía la magia de esa mesa que, forrada con un paño verde, era el chunche que servía para alegrar instantes de los paisanos. Pensá en el tenis, en la cancha de arcilla, donde dos o cuatro jugadores crean un genial entretenimiento. Los seres humanos han creado clubes para la reunión de muchas personas. Los expertos dicen que los seres humanos somos entes sociales; es decir, nos encanta la convivencia. Posdata: Soy un poco ish, no me reúno con facilidad con otras personas, pero sí me encanta andar de incógnito en espacios públicos: sentarme en una silla de madera y, solo, mirar el movimiento de la vida, cómo (la vida alegre) se recuesta en una tumbona de alberca, debajo de una sombrilla; cómo se avienta desde un trampolín, cómo nada de un extremo a otro de la alberca; cómo descansa en una hamaca, cómo toma una limonada, se pone las sandalias y corre hacia la regadera, donde ella (la vida) se quita el traje de dos piezas y recibe la bendición del agua.