martes, 24 de mayo de 2022

CARTA A MARIANA, CON OBSEQUIOS ESPECIALES

Querida Mariana: hubo un tiempo donde las empresas obsequiaban productos a sus distribuidores y vendedores. Mi papá fue distribuidor de la Coca Cola, en forma regular llegaban a casa cuadernos escolares, charolas, vasos y llaveros con logotipo de la empresa. Recuerdo un llavero que tenía una “coquita” de plástico, era un chunche sensacional. Mi papá se encargaba de repartir esos obsequios a los compradores del producto, en nombre de la empresa. Pero un día llegó un regalo especial, era para mi papá: un juego de dominó, con estuche de piel de cocodrilo. Ah, obsequio soberbio. Durante muchas tardes, mi papá y yo jugamos dominó. Ah, qué juego tan sensacional. Mi suegro vendía aceites Roshfrans, para tractores. De igual manera, una mañana le llegó un juego de dominó. No sé si mi Paty jugó dominó con sus papás y con sus hermanas, pero ayer hallamos el estuche en una caja. Ahí se conserva el dominó. En la Ciudad de México, mi suegro tuvo paleterías en los años cincuenta y un grupo de amigos llegaba por las tardes a jugar. Paty dice que ese juego era su preferido. No sé con certeza, pero advierto que ahora no se juega el dominó con la frecuencia de antes. En los años setenta, en el café Nevelandia veía a muchas personas tomando un café y echándose una partidita de ajedrez, bueno, varias. Siempre veía a uno de los viejazos llevando la anotación en un cuaderno, para determinar, al final, al ganador. No sé si mi admirado Raúl Macal jugó dominó en el Nevelandia, pero él sigue practicando este maravilloso juego, junto con su esposa viajan a varios lugares de la república (no sé si también del extranjero), participan en torneos nacionales y obtienen premios relevantes. El Día del Maestro no tenía mayor problema. Siempre obsequié charolas con vasos a mis maestros. Claro, iba el mensaje subliminal implícito: ¡tomen Coca Cola! Ah, era parte de esa maquinaria genial de la mercadotecnia. Tal vez los jugadores de ajedrez que jugaban con la caja de Roshfrans enfrente, a la hora de comprar un aceite preferían esta marca. Antes, muchos comercios de Comitán obsequiaban calendarios al inicio del año. Estaban los clásicos con pinturas del famoso Helguera, o los que tenían imágenes religiosas, los de paisajes del mundo o los que eran colgados en las talabarterías o talacherías y que traían fotografías de chicas mostrando sus atributos físicos. Así como ahora se juega menos dominó, también bajó la distribución gratuita de los calendarios que, por costumbre, se colgaban en alguna pared de la casa, bien podía ser en la sala, al lado de las fotografías familiares, o en una pared del comedor o de la cocina. A mí me encantaba los calendarios con hojas desprendibles, ah, esos eran calendarios de lujo, porque tenían un mazo generoso con trescientas sesenta y cinco hojas (o trescientas sesenta y seis, cuando era año bisiesto). Cada mañana se eliminaba la hoja del día anterior y quedaba la del día presente. En la parte posterior venían frases célebres, recetas de cocina (mi mamá conserva una hoja del 6 de abril de 1963, porque trae una receta para hacer una rosca de mantequilla), chistes, datos históricos y otras curiosidades. Como todo juego el dominó tiene reglas y palabras propias. Los jugadores “hacen la sopa”. Ah, qué término tan bonito, mientras las esposas hacen la sopa en la cocina y los novios “sueltan la sopa”, los jugadores mueven las fichas con destreza sobre la mesa, a ese maravilloso juego de manos se le llama hacer la sopa. Asimismo, en este juego te “ahorcan la mula de seis”. ¿Mula? Sí, así se llama a la ficha que tiene seis puntos por lado. El dominó es un juego genial. En el nevelandia se escuchaba el golpe rotundo de una ficha contra el tablero de la mesa. Porque, cuando alguien suelta la última pieza lo hace con un movimiento rotundo, que indica la gloria donde los contrarios arrastran la cobija de la derrota. Posdata: mi mamá tuvo una tienda de estambres y la fábrica “El gato” le enviaba cada año un bonche de calendarios que mi mamá distribuía entre sus clientes. Acá no había más tema que gatos, la empresa respetaba el nombre de su producto. Mi mamá no le puso nombre a su tienda, los comitecos la conocieron como “estambres El gato” o “la tienda de doña Hildita”. Recuerdo que en mis años de preparatoriano, caminaba por un pasillo lateral de la cafetería Nevelandia para ir al billar del fondo, escuchaba las carcajadas de los señores, los veía hacer la sopa, soltar las fichas y gritar cuando una mula de seis era ahorcada. ¡Tiempos geniales!