miércoles, 4 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON CARTA DENTRO DE OTRA CARTA

Querida Mariana: me encantan las muñecas rusas, las Matrioshkas. Ah, qué divertido abrir una y hallar otra adentro y así hasta la última. Alfredo, en una navidad, aplicó este principio en los regalos del Viejito de la Noche Buena: metió una cajita adentro de otra, hasta llegar a la cajita final que tenía el presente: un vale para una bicicleta. Al principio, su hijito puso cara de frustración porque el Santa Clos (pinche Santa Clos) no le había hecho caso, él había pedido una bicicleta. Su frustración se volvió una gran sonrisa con brincos, al hallar el vale y la foto de la bici más hermosa, misma que, en ese momento, Alfredo sacó de la cochera y entregó. Ahora, mi carta contiene otra, una que me regaló Juan, me la regaló, dijo que como soy escritor que le hiciera los arreglos necesarios. Es una cartita que remeda aquellas cartas que escribía Julio Esteban (el personaje de Derbez) y que utilizaba palabras y conceptos de un determinado oficio. En este caso, Juan hizo un ejercicio con palabras relacionadas con guisos e ingredientes de cocina. A ver qué te parece. “Querida mojarrita mía, te quiero un morrón, aunque tu papá sea un carbón. ¡Qué cambray! Él todo lo vuelve un cuete a la vizcaína, piensa que yo sólo quiero comer tu chipilín y que vos probés mi butifarra. Yo digo que es tamal, porque en la vida no todo es la verdolaga. A veces quiero darle en el espinazo con chaya y ponerlo de manitas a la vinagreta para capear su lengua y empanizarle el camarón, que ya debe tenerlo todo seco. Tu papaya se cree muy soufflé, muy chile ancho, por no ver que es chile piquín, que ya no piquín. A veces pienso que tiene el durazno prensado y que es tamal colado. En cambio vos, gelatinita mía, sos hierba santa, taco de ojo, mojo de ajo. Vos no heredaste lo agrio, tenés unos chamorros que sólo esperan su salsa bruja, para hacer el prodigio. Tu suegra insiste en que su hijo está hecho para vos, paella, dice; pero el huachinango de tu papá resulta agua en nuestro aceite. Mas a mí me vainilla su olla podrida, me mantequilla que le eche mucha crema a sus tacos. Si vos estás de acuerdo, le daremos calabazas, una sopa de su propio chocolate y le soflamaremos la duya. Verdurita mía, no sólo me fascinan tus chicharrones y tu tamal, ¡no!, te amojarra, amo tu quesadilla, que está bien Ricota. Espero que tu papa pelada se vuelva puré, para que mi brasa caliente tu fogón. Te ama, tu huevo duro”. Hasta donde recuerdo no te había enviado una carta dentro de otra carta. Nada le agregué ni le quité a la carta que Juan le escribió a su mojarrita, él, lo sabés, es muy buen carnicero. Mi comadre Roselia dice que Juan vende muy buen tasajo, cuando lo dice, entrecierra los ojos, y asegura que ella tiene muy buen aguayón. Ah, la verdura permite un juego simpático entre parejas; lo mismo sucede con las frutas. Basta pensar en el mango o en el plátano o en la papaya o en la zanahoria o en el pepino. ¿Y cómo comenzó la historia de la humanidad occidental? Con la historia de una manzana. ¡Pucha! Los escritores del Génesis no colocaron un fruto obvio, ¡no!, eligieron un fruto sugerente, por su forma, su color, su aroma. Si partimos una manzana a la mitad hallamos un fruto lleno de elementos provocativos. Ah, el genio literario, que alcanza altas cumbres y, también, ¡faltaba más!, cartas juguetonas, bobas, al estilo del delicado Julio Esteban. Posdata: soy un adorador de las palabras, las disfruto cuando las trenza uno de los contadores de anécdotas comitecas, que vaya que tenemos muchos y muy buenos. Las disfruto cuando una poeta las acomoda en forma exquisita en un poema. Las respeto tanto que no me molesta cuando alguien las usa en forma despectiva o agresiva. Las veo volar como zancudos jodones, como bombas inexplicables. Por supuesto que las prefiero en la oración y en el juego amoroso. Ahí cumplen su mejor función: la de iluminar el espíritu, los cuerpos. ¡Tzatz Comitán!