martes, 17 de enero de 2023

CON LA VIDA EN LA ESPALDA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como cuerda para amarrar barcos, y mujeres que son como una cobija. La mujer cobija hace honor a su nombre: arropa espíritus, es fiel al ser humano, porque cubre al hombre desde que es niño hasta que se hace viejo. La he visto en muchos lugares abrazando a criaturitas, dándoles calor en invierno, cubriéndoles el pechito para que no se les congestione, porque a veces los pechos se vuelven un caos de células chocando en los pulmones. La mujer cobija, a pesar de que tenga muchos colores, siempre tiene un espíritu sepia, un color de nostalgia, de bendición; es como una chica sentada en un andén, viendo el paso de los trenes y de los viajeros, los que llegan y los que se van. Siempre está atenta a lo que sucede en cada abrazo de despedida o de bienvenida. Ahí hay una cuerda que no está en ningún otro tendedero de la vida. Ella misma se cobija, se hace cariños, se refriega amorosamente sus brazos, su pecho, sus piernas. Sabe que el cuerpo es una manzana que necesita calor, ella es una mujer cálida, que no caliente. Porque las calientes son las que, a la primera provocación, mandan a volar las cobijas para quedarse desnudas, sugerentes. La mujer cobija calienta el espíritu, cuando el espíritu está caliente, el cuerpo lo sigue, como oveja en desfiladero. Ella es como cuerda de guitarra, vibra a la menor provocación del dedo de su amado. La vibración es la campana que llama al festejo, a la celebración, al ritual. Porque ella es una convencida de que la vida es el ritual mayor y que para que se dé es preciso colocar piedritas en el oratorio, prender velas y luciérnagas, arder en la brasa mayor de la pareja. La mujer cobija tiene la fragilidad de un barquito de papel y la fuerza de un trasatlántico, en su piel el amante descubre saltos de delfines, vertederos de agua en el cuerpo de ballenas. Su mirada siempre tiene el color de perla de los atardeceres. Sus horizontes son los mismos que tienen los niños a la hora que recuestan su cabeza sobre una almohada, a la hora que sueñan con canciones interpretadas por un pianista en lo más alto del Everest, sobre una balsa que boga en el Cañón del Sumidero, en el ala de un tigre que vuela. La he visto dar calor a una anciana torcida como un árbol viejo, con gorro en la cabeza ya con poco cabello. La he visto enredarse, como amorosa serpiente, sobre las piernas llenas de várices. La mujer cobija, nunca es madre, siempre es hija, es hija de la cómoda donde la abuela guarda las carpetas tejidas; es hija del vapor que sale de la olla de los frijoles; es hija del hombre que se levanta a las cuatro de la madrugada y sale a vender tamales calientes a las mujeres que trabajan en fábricas; es hija de la maleta que jala el viajero que no tiene un rumbo definido. La mujer cobija es la que camina sobre las rejillas de metal, la que riega los rosales, la que se tiende sobre una hamaca y sigue el ritmo del mundo. Lleva registro de los días, de los consumidos y de los que, nunca se sabe, pueden llegar cargados de saludos del amigo que regresa, de panes hechos por la abuela, de los lamentos de aquella noche donde se quebró un espejo presagiando siete años de mala suerte. Sabe que los caminos son como arrugas en la frente de los ancianos. La he visto abrazar a las ancianas que dan de comer a las palomas en el parque; a las que, no por vocación sino por necesidad, siguen alquilando sus cuerpos a los traileros en lupanares que huelen a tristeza. La he visto acercarse al muchacho que duerme en la calle, el drogadicto que se cubre con cartones el cuerpo lleno de mordeduras de fentanilo. La he visto hincarse ante lo que no miran los demás, ante la podredumbre hecha realidad. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que tienen la mirada de una ventana sin cristales, y mujeres que abandonaron su sonrisa en un camposanto.