jueves, 19 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON NOMBRES

Querida Mariana: respondemos a nuestros nombres. Bueno, en Comitán, muchos responden a los apodos. Por ahí dicen que los seres humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Pucha. Los expertos han sintetizado la vida en cuatro grandes momentos: nacer, crecer, reproducirse y morir. En estos tiempos hay personas que evitan el tercer instante: no se reproducen. La vida, dicen, es un absurdo; por ello, piensan, evitan traer niños a este mundo absurdo. Hay libros para elegir el nombre de recién nacidos. Antes, muchos papás consultaban los nombres en el santoral. Si nacías el día de San Apolonio, bueno, pues te tocaba llamarte Apolonio o Apolonia, como el nombre era un poco extraño se suprimían algunas letras para hacerlo menos agresivo, así a don Apolonio le decían Apo o Poly. Una vez elegido el nombre, los papás abrazaban a la criatura en una cobijita tejida por la abuela y lo llevaban al Registro Civil y se oficializaba el nombre; como cita bíblica, pero con espíritu Juarista, aparecía “te llamarás…”, y a partir de ese momento y hasta más allá de la muerte el individuo asumía un nombre. El nombre y el sobrenombre son como el quinto elemento vital, sobreviven después de la muerte. La historia del mundo está llena de nombres de personas fallecidas. Gracias al nombre (sobrenombre) nuestros bisabuelos siguen existiendo. Las fotografías son un soporte maravilloso para iluminar la memoria, pero si no fuera por los nombres la historia estaría incompleta. A veces la gente se incomoda con su nombre. Hay personas que odian los nombres que sus padres les impusieron, hacen trámites legales para cambiárselos. Los estudiosos de la Biblia dicen que Moisés fue quien, inspirado por Dios, escribió el Génesis. En el Paraíso no hubo Registro Civil donde quedara consignado en una libreta los nombres de Adán y Eva. ¿Qué sucedió con el Nuevo Testamento? Tal vez (qué genialidad) los evangelistas fueron los inventores de los nombres de los personajes bíblicos o simples escribas de la historia oral. Los pone apodos comitecos siguen con la tradición de nombrar. Los pone apodos son groseros, pero osados, atrevidos, ingeniosos; groseros, porque no respetan la decisión de quienes, por ley, tienen el privilegio de la patria potestad, se asumen más poderosos que los propios padres; y son osados, porque continúan con la tradición de nombrar fuera del protocolo oficial. En Comitán, lo hemos platicado en muchas ocasiones, hay apodos que hacen honor a su nombre: sobrenombre, porque se encaraman en la espalda del verdadero nombre. Hay comitecos que aborrecen los apodos, que se enojan si alguien les dice su sobrenombre; hay otros, por el contrario, que lo asumen como un agregado al nombre oficial y se divierten usándolo, esto sucede cuando el apodo es ingenioso. En casa veo que la perrita responde al nombre que tiene: Pigosa. Cuando ella escucha ¡Pigo! se alerta, sabe que ella se llama así. Vos respondés a la mención de Mariana; lo mismo hago yo cuando escucho mi nombre, a veces voy en la calle y oigo: ¡Alejandro!, y vuelvo la vista, sólo para encontrarme que no era a mí a quien llamaban sino a un tocayo mío. En casa tuvimos una perrita que se llamó Tasha y tuvimos un gatito que se llamó Kremlin. Ellos, la Tasha y el Kremlin ya no están con nosotros, ya son polvo, y sin embargo acá están, en este instante me bastó nombrarlos para traerlos a mi memoria y a mi corazón. Si esto pasa con los animales, imaginá lo que sucede con los humanos. Gracias a los nombres ellos siguen presentes, aunque físicamente ya no estén con nosotros. Medio mundo que ha perdido a sus padres comenta que no hay día de Dios que no piensen en ellos. Los nombres están presentes. En los cementerios existen lápidas donde aparecen los nombres de los fallecidos. Los seres humanos nacen, crecen, algunos se reproducen y todos mueren. En las lápidas está la síntesis de este ciclo: un nombre y dos años, el del nacimiento y el de la muerte. El nombre sobrevive al hombre. Posdata: el tío Armando siempre pidió dos cosas en vida: que no lo incineraran, quería ser enterrado para que sus amigos y familiares le llevaran flores y mariachis en Día de Muertos, y que en su lápida no sólo se escribiera su nombre sino también su apodo. El destino quiso que ninguno de los dos deseos se cumpliera, un día, en Veracruz, bebió de más y, tataratero, no alcanzó a cogerse de la pasarela del barco, cayó al mar y se ahogó. No hallaron su cuerpo. Su nuera Vanesa juraba que miró cómo un tiburón le dio insana sepultura. ¡Tzatz Comitán!