sábado, 28 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON CASTIGOS

Querida Mariana: ¿Derechos Humanos? Antes, el tema no aparecía. En cuentos, novelas y películas de las llamadas “de época” vemos que no existían los derechos humanos. Los niños de mi generación vivimos una época donde el respeto estaba ausente. Los papás (con el derecho de potestad) dictaban castigos violentos; este derecho lo legaban a los maestros de escuela y éstos también ejercían violencia contra los alumnos. Ahora, muchas personas en Comitán se quejan de las “bombas” (así les llaman) que los fieles católicos lanzan con motivo del festejo a un santo o virgen. Acá vemos que no existe el mínimo respeto por los adultos mayores y por los animalitos; no existe el respeto a la convivencia. Antes, cuando existía un festejo patronal lanzaban cuetes de vara. Un tipo sostenía el cartucho, con una brasa o con un cigarro prendido encendía la mecha y soltaba el cuete que ascendía y tronaba. Ya el recordado maestro Bernardo, en los años sesenta, decía del peligro y molestia de estos artefactos, él llamaba turrupes a los cuetes, porque provocaban tufo, ruido y eran peligrosos. Hoy, los que celebran la festividad no lanzan sólo cuetes, ahora lanzan verdaderas descargas que provocan miedo. En casa tenemos dos animalitos: la Pigo, que es una perrita que ya tiene más de diez años viviendo con nosotros, y el Félix, que es un gatito que mi Paty adoptó, que es muy temeroso, porque andá a saber qué sufrió en la calle. Ellos son felices en el patiecito, cuando comienzan las descargas entran alarmados a buscar refugio. Dios mío, en dónde se esconden. Siempre pienso, te lo he dicho, en el temor de los niños que sufren una guerra, en el desasosiego que tienen cuando las sirenas alertan que se acercan aviones que lanzarán bombas, en el temblor de sus cuerpecitos a la hora que las bombas impactan en la tierra y deshacen edificios y matan a las personas. La ciencia nos repite a cada rato que los chuchitos, por ejemplo, tienen un aguzado sentido del oído. A la hora de la ruidazón de las “bombas” los animalitos sufren. Algunas personas sostienen que hay casos donde las mascotas mueren por el estrés a que son sometidas ante los impactos violentos. Mucha gente escribe solicitando que no exista esta práctica cruenta, pero, por supuesto, quienes lo hacen ignoran esta solicitud, bueno, ni leen los escritos. Hoy el tema de Derechos Humanos está presente, pero, en realidad, sigue siendo algo que se aleja de nuestro día a día. Basta lo que he dicho para constatar que hay personas que no piensan en los demás, que no les importa respetar el derecho de los demás. Cuando fui niño, como chuchito, sufrí maltrato. No en mi casa, en casa solo recibí cariño. Mis papás nunca ejercieron violencia contra mí, a pesar de las travesuras y maldades que todo niño hace, ellos siempre fueron respetuosos de mi espíritu y de mi cuerpo. Mi compadre Pepe bromeaba, decía que mi papá me malcrió con su amor, porque cuando me pegaba lo hacía con una media. Pero fuera de casa el mundo era irrespetuoso, siempre lo ha sido. El otro día, en un Platicatorio, mi amigo Víctor González recordó una anécdota: llegó a casa y vio que nuestro doberman tenía cola, cuando es práctica común cortársela, por estética. Mi papá le dijo que no lo había hecho, para evitar el sufrimiento del animal y porque el animal movía la cola al recibirnos y eso daba alegría. Sí, he visto a perros de esa raza que mueven el cabito de cola que les dejan, están mutilados en su manifestación de júbilo. En mi casa viví en un entorno respetuoso. A veces, cuando mi papá estaba tomado le brincaban sus fantasmas, pero conmigo nunca fue violento, fue un padre muy amoroso, tanto que Pepe decía que me malcrió, me pegaba con una media. Pero al salir de casa todo el respeto se iba a la alcantarilla. Vos conocés la ortiga, esa especie de planta trepadora que antes había en muchos entablados que servían para delimitar los terrenos. Si agarrás la ortiga te produce escozor. Pues en la escuela había maestros que castigaban a los niños aplicándoles ortiga en las manos y brazos. ¡Qué crueldad! Los maestros tenían “derecho” a hacer eso, porque los papás habían dicho: “Y si se portan mal usted aplique el castigo que sea necesario”. Y los maestros (todo sea por la patria) se daban gusto. Algo en su interior los obligaba a superarse en castigos, como si fuesen reencarnación de los tipos que aplicaban los tormentos en las salas de la Santa Inquisición. No sólo aplicaban ortiga, también pegaban con varas de membrillo. Tenían tapetes especiales para castigos: ahí obligaban a los alumnos a hincarse, el envés de las corcholatas hería las rodillas. También tenían tapetes con granos de frijol. Las mentes perversas inventaban métodos cada vez más sofisticados. Lo que parecía un acto menor, un acto de contrición, se convertía en algo cruel. Los niños católicos debíamos hincarnos frente a un sacerdote en un confesionario y ahí, como el nombre lo indica, confesábamos nuestros pecados. El concepto de pecado ya era en sí algo que hería nuestro espíritu. Todos éramos unos pecadores; es decir, realizábamos actos que nos llevarían al infierno. Ahora sé que el concepto de pecado conlleva la idea de respeto. Si yo tomaba monedas del dinero de mi mamá no estaba siendo respetuoso con la propiedad ajena, y estaba a punto de convertirme en un gran ladrón, casi casi como los llamados de “cuello blanco”; si yo me masturbaba, en mi cama debajo de mis cobijas calientitas, estaba siendo irrespetuoso con mi cuerpo. Sigo sin comprenderlo, porque era placentero. El cura no lo sabía, pero amaba mi cuerpo en ese momento. En películas he visto a monjes flagelándose, pienso que ellos sí son irrespetuosos con sus cuerpos. Por ahí me platicaron que en un colegio de monjas, en los años cincuenta, a las niñas las obligaban a clavar alfileres en el corazón de una imagen del Corazón de Jesús. ¿Imaginás lo que eso representaba para una niña católica inocente? ¿En qué mente anidaba esa idea tan cruel? Acá vale hacer la reflexión acerca de los castigos corporales y los castigos sicológicos. Resulta brutal que una persona te enseñe a respetar el corazón de Jesús y luego te obligue a clavarle alfileres a una imagen. En un cuento de Alessandro Irigoyen, escritor chileno o peruano, aparece la imagen de un niño que quiere mucho a su hermanita y que cuando se porta mal su papá lo obliga a orinar un retrato de la niña. Es una imagen absurda, tonta, inexplicable, pero crudelísima. Lo que debería ser un disfrute se convierte en un tormento. He visto a padres de familia que obligan a sus hijos a comer algún platillo que aborrecen, en el delirio de “tenés que comerlo, porque eso te hace bien”, los papás meten la comida con violencia en la boca del hijo, como si metieran un papel en un hueco. He visto maestros que castigan a sus alumnos poniéndolos a leer. ¿Mirás qué absurdo? El maravilloso disfrute de la lectura se convierte en un tormento. Los adultos somos irrespetuosos con los niños, no respetamos su naturaleza humana. Muchas personas de mi generación dicen que si ahora la juventud está más extraviada que antes es porque hace falta aplicar correctivos, dicen: “un buen cinchazo y ¡listo!” Hoy, los maestros tienen prohibido tocar a los alumnos, no deben tocarlos ni con el pétalo de una rosa, no deben pegarles ni con “una media”. Pero, ahora, la situación se ha revertido, son los jóvenes quienes son irrespetuosos. Los de mi generación recuerdan que existía un gran respeto por los maestros, aunque ellos no nos respetaran y nos infligieran castigos severos. Hoy, los maestros respetan a los chicos, pero éstos son irrespetuosos con todos sus mayores, incluso con sus padres. Los muchachos exigen que los demás los traten como si fueran de cristal, pero no son corresponsables. Advierto que el mundo sigue siendo el mismo. En casa todo va bien, afuera están los irrespetuosos. El mundo sigue escupiendo hacia arriba y pasa a ensuciar a los otros. No existe una conciencia plena del sentido comunitario. Hay personas que no distinguen el concepto de vecindad. Posdata: te he contado que a mí me dieron de reglazos por no aprender de memoria las capitales del mundo. Mi maestro no supo distinguir que la memoria no era una de mis fortalezas, refregó mi espíritu con la ortiga de su corazón. En el mío nada puse, porque desde entonces supe que él cargaba piedras más pesadas que las mías. Mi tolerancia de niño permitió que yo no cargara las piedras que él sí cargaba de grande. Lo respeté, lo sigo respetando. ¿Cariño? No, este lo reservé siempre para los que me protegieron, como lo hizo mi padre. ¡Tzatz Comitán!