domingo, 1 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON FECHAS EQUIVOCADAS

Querida Mariana: cuando estaba en la primaria escribía mal la fecha del nuevo año. Al regreso de vacaciones de fin de año al hacer una tarea no escribía la fecha actualizada. ¡La fuerza de la costumbre me obligaba a escribir la fecha del año pasado! Ya cuando pasaban los días el nuevo año se integraba a mi memoria. Durante mucho tiempo pensé que era el único a quien le sucedía esto. ¡No! Ahora sé que le sucede a muchas personas. En el 2022 leí toda la correspondencia publicada de Julio Cortázar (cinco volúmenes). En sus cartas también se equivocaba. Los editores debieron aclarar: esta carta la escribió en enero del año tal y no en el año que Julito escribió. También le costaba abandonar el año que ya había terminado. Le sucedía cada año. ¿Qué problema había en que yo me equivocara en el año? Ninguno. El maestro comprendía la errata, la ignoraba, tal vez, lo más, podía servir como motivo de broma, pero de ahí no pasaba. En el caso de Julio, sin la aclaración pertinente, el equívoco sí puede descontrolar a biógrafos y estudiosos de su obra. Que yo sepa ninguna de mis tareas de niñez fue publicada, así que el olvido diluyó el error escolar. Pero, ahora pienso, qué sucede con un documento oficial. No sé. Imaginá a la secretaria del Registro Civil, en 1960, que el cinco de enero cometiera este desliz, que en lugar de escribir: la niña fulanita de tal nació el 2 de enero de 1959, por la inercia. Imaginá el mismo caso en la anotación de un fallecimiento: el señor perengano falleció el 2 de enero de 1959. En ambos casos, la secretaria debió anotar el año 1960 en el libro, pero como el año estaba recién estrenado la costumbre hizo la travesura de agregar un año a la recién nacida, así como matar al señor un año antes. Ahora sé que muchas personas tienen este problema, cuesta trabajo acostumbrarse a escribir el nuevo año. Ahora, las computadoras permiten corregir en forma inmediata, cuando el escritor se da cuenta del error. Yo, desde hace años, me impuse la costumbre de colocar un papelito en una esquina de la computadora donde consigno la fecha del nuevo año, así evito la errata. Esto es como un homenaje al maestro Beto, quien, ya avanzado el mes y viendo que yo seguía escribiendo equivocadamente el número del nuevo año me pidió que todas las mañanas escribiera el número sobre mi mano izquierda, cerca del arco donde se unen el pulgar y el índice. Cuando redactaba la tarea y debía escribir la fecha, echaba un ojo a mi mano y ya sabía qué escribir. Cuando la clase terminaba, con un poco de saliva y con ayuda del dedo índice de la mano derecha, borraba el número que volvía a escribir a la mañana siguiente. Un día, sólo por travesura, en lugar de escribir 1965, que era el año que corría, pensé que podía cambiar (ya a propósito) la fecha y escribí 1956. Lo hice con toda intención, reconociendo que a la hora que escribiera la fecha en el cuaderno debía hacer el enroque y cambiar de lugar el 6 y el 5. Así lo hice. No tuve problema. En la tarea escribí bien la fecha: 1965, no obstante, mientras el maestro Beto enseñaba los nombres de los ríos de México, en un mapa que colgó en el pizarrón, vi mi mano y pensé que mi travesura propuesta era algo simpático, porque en 1956 no había nacido; es decir, el que estaba en el salón no era yo sino otro, alguien que había nacido en 1948 porque el niño que ahí estaba tenía ocho años de edad. Tuve miedo, miedo de que el maestro Beto cachara mi supuesto equívoco, miedo de que el universo se confundiera y la travesura fuera mayúscula, porque quien escribe el gran libro podría pensar que el año presente era un año del pasado. Por ahí existen películas, novelas y cuentos que hablan de la posibilidad de modificar el futuro o el pasado. Era una bobera, por supuesto, pero hubo un instante que tuve miedo, que algo, como un fierro frío, recorrió mi espalda. En mi mano me había acostumbrado a escribir el año presente para no escribir la fecha del año pasado; y ahora, sólo por juego, había escrito un año que modificaba en nueve años el año que corría y yo no había nacido. Posdata: no pensés que este juego era algo extraño en mi vida diaria. De niño jugaba a modificar el tiempo. A mi papá le obsequiaban calendarios de esos pachoncitos que tienen una hoja por día. Mi papá, religiosamente, cada mañana se paraba frente al calendario y quitaba la hoja del día anterior y leía lo que venía al reverso que eran citas célebres o recetas de cocina o fechas importantes de la historia. Esas hojas eliminadas me las regalaba mi papá y con ellas hacía mis calendarios personales que colgaba en mi cuarto. Así, cuando en la oficina era 12 de mayo, en mi cuarto era 23 de diciembre y yo me preparaba para recibir al Viejito de la Noche Buena. Iba a la cocina y le preguntaba a Sara, la sirvienta, si estaba segura que el Viejecito llegaría a la casa, y ella, para deshacerse de mí, decía que sí, claro. Yo reía, porque pensaba que Sara vivía mi tiempo, otro tiempo distinto al que vivía el resto del mundo. Ahora de viejo, a veces pienso esto, me veo niño y escribo 1965 en lugar de 2023, pienso que en abril cumpliré 8 años de edad, y soy feliz, porque sé que en la oficina está mi papá y cada mañana corta la hoja del calendario para regalarme un tiempo diferente. ¡Tzatz Comitán!