martes, 31 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN RAYO

Querida Mariana: la Secretaría de Cultura conmemoró el natalicio del escritor Rafael Ramírez Heredia, mi maestro de cuento. Sé que muchos asistentes a su taller de narrativa lo recuerdan con afecto, con agradecimiento. Fue uno de los más grandes conductores de talleres creativos en México. En los años noventa, el Instituto Chiapaneco de Cultura lo contrató para dar un taller de narrativa, mientras Óscar Oliva impartía el taller de poesía. Muchos entusiastas aprendices acudíamos al Teatro de la Ciudad cada mes. Ahí, en forma puntual asistía el maestro, el reconocido Rayo Macoy, título del cuento que obtuvo el premio Juan Rulfo, del concurso internacional que organizaba Radio Francia, en París. No recuerdo con certeza, pero tal vez el taller iniciaba a las diez de la mañana y se prolongaba un poco más allá de las dos o tres de la tarde, porque asistíamos entre quince y veinte personas, llegadas de varias partes del estado: Tapachula, San Cristóbal, Comitán y Tuxtla, por supuesto. La dinámica era sencilla, conforme llegábamos así era el orden de lectura. Él no permitía que lleváramos copias para repartir, porque, decía con toda la razón, si el texto tenía errores ortográficos la lectura se fracturaba; tampoco permitía que lleváramos textos con tachaduras, debíamos (cuando menos) imprimir el texto escrito en una computadora o pasado en limpio a mano. Sí, vos sabés que a la hora de redactar cualquier texto hay palabras que se eliminan y esto obliga, en un cuento, a pintar flechitas para seguir el caminito. El Rayo se sentaba en la cabecera de la larga mesa (el personal del Teatro unía varias mesas), dejaba un papel a su lado derecho, junto con una pluma, saludaba, hacía algún comentario y pedía que iniciara el primero de la lista. Esta persona leía, todos escuchábamos. A veces, en contadas ocasiones, después de una o dos líneas, solicitaba que iniciara la lectura de nuevo, “perdón”, y ya agarraba el hilo. Al final de la lectura cada uno de los participantes hacía comentarios acerca del texto y el maestro cerraba el círculo de opiniones. Tomaba el papel donde había hecho algunas anotaciones y puntualizaba. Era, por supuesto, el momento más importante, el que esperábamos todos los participantes. Nieto del no menos famoso Rafael Ramírez Castañeda, el creador de la escuela rural y de las misiones culturales, heredó la vocación de ser lector. En una entrevista dijo que leía a todas horas, pero nunca fue un niño nerd, ¡no!, era un gran lector, atento lector, pero era bien pueblo. De acá pepenó muchas historias que luego llevó a sus libros. Comenzó a escribir de manera profesional cuando tenía un poco más de veinte años; es decir, cuando lo conocí había sido lector durante más de cuarenta años y escritor durante más de veinte. Estaba curtido en literatura. Siempre alabé y reconocí su compromiso. Escuchaba con la misma atención todas las lecturas, desde la primera hasta la última. No sé cómo le hacía. Sus comentarios también eran con similar profesionalismo. A veces llegaba medio crudo, porque al bajar del avión el viernes por la tarde tomaba algunos tragos, ya que era un gran bohemio, pero al iniciar el taller su capacidad de escucha atento estaba al ciento por ciento. Nunca mostró cansancio. Claro, cuando había llegado medio crudo, a las dos o tres de la tarde, ponía las manos sobre la mesa, se paraba y decía que fuéramos a una cantina a tomar una cerveza fría con botana. Todo era aprendizaje. Nos enseñó que la vida era la que había llevado desde niño: la lectura de muchos libros a la par de las vivencias en contacto con las personas, en la calle, en la cantina, en el prostíbulo, en las escuelas, en las plazas. Una vez, ya radicando en Puebla, me envió un correo y dijo que el Fondo de Cultura Económica había reunido sus cuentos y los había publicado. Un fin de semana viajé a México para comprar el libro que está dedicado a muchos amigos, más de cien, más de quinientos. Me dio gusto hallar mi nombre. En Puebla, una mañana triste de 2006, me enteré que el maestro había fallecido. Murió de un cáncer que le hizo una mala jugada. Lamenté mucho la noticia, junto con muchos lectores, escritores y asistentes a sus talleres. Fue uno de los más grandes conductores de talleres de cuento, hombre generoso y crítico severo. No era complaciente en sus juicios. Sabía que la única manera efectiva de que sus alumnos crecieran en materia literaria era siendo un crítico imparcial y riguroso, señalando errores y destrozando egos. Posdata: el cuento del Rayo Macoy también es uno de los grandes cuentos de la literatura mexicana, tiene todo el sabor del buen lenguaje popular trasladado al arte. Es un texto que releo con gusto. El Rayo Macoy es la historia de un boxeador que llegó a ser un triunfador y que como muchos boxeadores mexicanos terminó en la miseria más abyecta. ¿Ya lo leíste? Te lo recomiendo. ¡Tzatz Comitán!