viernes, 6 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON PÓLVORA

Querida Mariana: nunca he podido superarlo. Me da escalofríos cuando veo una fotografía o una película de guerra. Te he platicado que de niño jugaba a la guerra. Jugaba, Dios mío. ¿Por qué la mente del hombre es tan sádica? Sé que de niño era un simple juego, como cualquier otro, como saltar a la cuerda, como jugar esconde cincho. Pero, ahora veo todo lo que eso significa. ¿Jugar a la guerra? La guerra nunca ha sido un juego. Un día tuve conciencia de la agresividad de ese juego, de lo que, sin querer, sembraba en mi mente y en mi espíritu. Había visto en los libros de historia y en las revistas de monitos que la guerra servía para eliminar al enemigo. Un día, sin saber bien a bien por qué, los ciudadanos eran reclutados e iban a territorios lejanos a hacer la guerra. ¡Hacer la guerra! ¡Qué propuesta tan estúpida! Hacer la guerra deshace la vida. En la tele se ven escenas donde un muchacho se despide de sus hermanas, sus padres y su novia. Lleva una mochila a la espalda, ¡va a la guerra! La única justificación es: va a defender a su patria. ¡Qué justificación tan absurda! Con ese argumento, en el territorio de guerra toma un fusil o lanza una bomba para exterminar al enemigo. Y resulta que el enemigo es alguien que tiene una historia similar, que abandonó su hogar y, de igual manera, se despidió de su novia, sus papás, sus hermanos y sus abuelos. La pregunta que todos se hacen en casa es: ¿volverá? Él mismo se pregunta eso: ¿volveré con vida? Qué historias tan bobas. Lo que diré es otra bobada. No debería contártelo, pero así lo siento. Mi territorio, mi patria, es mi hogar. ¿Mirás? Cada vez que salgo de casa es como si fuera a un territorio ajeno, donde los otros creen que soy su enemigo y deben exterminarme. Este pensamiento lo pepené en mi infancia. Como fui un niño cuidado, el primer día que fui a la escuela me mandaron a la guerra sin fusil, porque no tenía la experiencia que sí tenían mis compañeros, ellos estaban acostumbrados a jugar en el lodo, a trepar a los árboles, a jondear gatos, a matar pajaritos con tiradora, a meterse a la Ciénega a atrapar culebras de agua, a darse de moquetes con los de la cuadra, a montar bicicleta, a nadar en los tanques de la casa de mi tía Juanita, a meterse a los sitios a robar jocotes, a bajar con carretón en las pendientes. Yo era un niño cuidado. Mis papás me llevaban a misa o al cine, la sirvienta me servía el chocolate y los tamales de bola, me ponían mi bufanda en tiempo de frío. Afuera, en la calle, estaban los enemigos, los que me molestaban, me daban de golpes, me empujaban, me hacían bromas pesadas, me quitaban lo que mi papá me daba de gasto, el maestro me pegaba con una regla, me castigaba. Mi casa era territorio de paz; en la calle, los otros me quitaban mis cosas. El despojo era inexplicable. Desde la escuela aprendí que los otros tomaban cosas que no les pertenecían. El simple juego de canicas propiciaba la avaricia y el robo. Nadie jugaba limpio. En el aula también se daba la injusticia. Aprendí a copiar en exámenes, a dar dinero para que un compañero necesitado me hiciera el trabajo escolar que no podía hacer, a fin de obtener un diez. El exterior es campo de batalla, donde el contrario trata de arrebatar las posesiones del otro. La justificación es la misma de las guerras: defiendo mi patria (la cercana, la de su ambición, hija de su obsesión). Nunca he logrado superar ese sentimiento bobo. Siempre que voy a la calle es como si fuera a un campo de batalla, y yo, igual que Julito Cortázar, soy un pacifista, no cargo armas, no sé usarlas, no tengo sentimientos de odio o de venganza contra nadie. En la calle o en la plaza debo estar alerta, con el casco puesto, con el chaleco antibalas (que de nada sirve ante los obuses contrarios). Camino temeroso, en primer lugar, porque ya no tengo la seguridad que me brindaba la mano de mi papá, y en segundo lugar porque no sé el lugar preciso donde aparecerá el enemigo desconocido o conocido; no sé en qué momento el perverso estornudará frente a mi cara sin que él lleve cubreboca; no sé en qué instante el amigo llegará por detrás y me abrazará, porque le da mucho gusto verme después de tanto tiempo de encierro por pandemia. ¿No advierten ellos que esto es campo de batalla? ¿Que basta un segundo para verse afectado por contagio? Y luego el periodo de convalecencia. Si bien va la enfermedad no será motivo de muerte, pero como nadie sabe el comportamiento de este bicho, luego comenzarán las secuelas. He leído múltiples testimonios de personas cercanas que cuentan cómo su organismo logró superar el ataque brutal y son sobrevivientes de esta guerra incruenta, pero luego dicen que quedaron afectados en sus pulmones o en los riñones y el calvario continúa. Es como esa escena de guerra donde, en el mismo campo de batalla, en una improvisada carpa, el médico y la enfermera deben amputar la pierna de un soldado. Este soldado volverá a casa, mutilado. Su vida se modificó para siempre. Salió sano de su casa y regresó mutilado del cuerpo y del espíritu. Si este soldado es alguien que estuvo acostumbrado a trepar a los árboles y a jugar luchas en el lodo y a darse de trompadas con los de la cuadra, resistirá la vida envuelta en alambre de púas, pero ¿qué pasa con los niños bien cuidados, los que no fueron de la calle? Posdata: nunca he podido superarlo. Me cuesta mucho trabajo salir de casa, mezclarme con la multitud. ¿Te conté que un día, frente al templo de San Sebastián, vi a un hombre sentado en una banca, comiéndose sus mocos? Perdón, niña mía, perdón. El tipo se escarbaba las fosas nasales con el dedo meñique, sacaba sus mocos, los miraba y luego se los metía en la boca, así, una y otra vez. Disfrutaba comer esa mucosidad verduzca. Esto nunca lo vi en casa. La calle es territorio de guerra. No es mundo hecho para pacifistas, para niños cuidados. El mundo es perverso, el enemigo no se contenta con esperarnos en su territorio, nos invade y así los delincuentes se llevan nuestras pertenencias, hacen desmadre en nuestras casas. ¡Tzatz Comitán!